Viernes, 26 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Mi abuela Ana María y la vida interior

por Guillermo Urbizu


 

 

 
En cuestión de piedad y vida cristiana tuve una maestra inigualable: mi abuela materna. Hasta mi última conversación con ella fui consciente de su acertado raciocinio -una sensatez gloriosa- y de su santidad. Y no quito ni una letra. Es lo que era. Y lo que es para toda la eternidad: una mujer santa. Pero sin afectaciones o rarezas. Una mujer sencilla, de pueblo, sin apenas estudios, pero con esa sabiduría que sólo da el estar muy pegada al suelo y el levantarse todas las mañanas de su vida a las cinco para alabar a Dios durante un buen rato. Y luego, en los afanes del día, seguía vigente esa alabanza, sin dejar apenas resquicios para otra cosa que no fuera amor. Necesitaba hablar con ella con cierta frecuencia, hacerle partícipe de mis cosas (es difícil encontrar en mi vida una persona con la que haya tenido tanta confianza). Necesitaba ver la unción con la que besaba cada una de aquellas decenas de estampas que guardaba en unas antiguas cajas de pastas. Y las medallas. Su devoción por los santos era proverbial, pero más lo era su amor por Cristo y por María. He dicho devoción, y es cierto. Pero creo que la palabra más apropiada es enamoramiento. Estaba enamorada de Jesús, y se notaba. No era cuestión de velas o novenas o procesiones (que también, pues una cosa lleva a la otra). Era cuestión de su alegría contagiosa, y de esa serenidad que me fascinaba. Todo ello basado en una profunda piedad eucarística. Comulgar a Cristo la transformaba a ojos vista. Yo sobre todo me daba cuenta al volver a casa. Observaba que sin querer se recogía. Sentada o cortando unas zanahorias. Y yo la miraba, la miraba, la miraba… Como la sigo mirando ahora. Su trato con Dios era muy íntimo, y su oración algo que atraía. Siempre la llamé yaya, o yayita, y en su abrazo puedo decir que crecí en madurez y en vida interior. ¡Menuda herencia la suya! De pequeño le pedía dinero -unas pesetas o unos duros (contaba siempre el dinero en duros)- y de mayor le pedía oración. Sus manos, recuerdo sus manos trabajadas por tantos años de sacrificio, esas manos que yo vi cómo lavaban durante horas la ropa en el río. De rodillas, ofreciendo a Dios su cansancio del día y el agua fría, y las habladurías que le contaban allí, en el lavadero. Todos sabían de su fe. Era notorio, se palpaba en su silencio y en su conversación, en su mansedumbre de vida. Y en su casa, tan encendida como la del poeta. No le daba vergüenza hablar de Dios al más pintado, o pedir perdón si era el caso (o aunque no lo fuera, ella se adelantaba si veía que alguien parecía estar enfadado por su causa). En una ocasión me dijo: “Guillermo, sin Dios no se entiende nada”. Una mujer ya digo, sencilla, de pueblo, sin apenas estudios. Y pienso en sus últimos meses, como una niña, feliz. – “¿Y Jaime y Cristinica y Juanito?”, me preguntaba. Siempre me dijo que tenía ganas de irse al Cielo, pero esos meses era mayor el anhelo. Hasta que lo consiguió. Y a mí me dejó su vida ejemplar y algunas estampas, y esa casa suya donde en cada rincón me la encuentro.

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