Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

Los hombres de Roma en España


Si de algo se podía acusar al cardenal Tarancón era de su total disponibilidad a las directrices de Roma, fueran unas u otras. Aún hoy, después de tantos años, no se le ha hecho justicia a su absoluto espíritu eclesial.

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

Roma, es decir, la Santa Sede, siempre ha descansado en alguna persona significada (cardenal, obispo o seglar) para ahormar el episcopado español a los planes pastorales de cada momento de la Iglesia universal. No descubro con ello ningún misterio o secreto eclesiástico. Supongo que es así en todas partes del mundo. No he visto, sin embargo, que nadie haya publicado un libro sobre los hombres fuertes de Roma en España según cada época.

No pretendo yo ahora llenar este vacío, pero si apuntaré algunos datos y nombres, que me fue dado conocer en los tiempos que frecuentaba por motivos profesionales la sede de la Conferencia Episcopal Española y la Nunciatura, a la que tuve fácil acceso durante la época del largo período del nuncio Tagliaferri. Más de una vez me invitó a comer, por cierto en términos muy frugales, y me invitaba todos los años, como a otras muchas personas, a la recepción en Nunciatura con motivo de la fiesta de San Pedro. También me pidió que le prestara algún servicio especial o le diera mi opinión sobre alguna elección dentro de la Conferencia Episcopal.

Remontándome en la historia quiero recordar al cardenal tarraconense monseñor Isidro Gomá, arzobispo primado de Toledo, que fue el promotor de la famosa pastoral colectiva de los obispos españoles (los que no habían sido fusilados por las fuerzas leales al Gobierno “legítimo” de la República) en apoyo a la causa “nacional”. Gomá, sin duda, no obró sin el placet de Roma.

A la muerte de Gomá, en 1941, le sucedió en la sede primada de Toledo el barcelonés Enrique Pla y Deniel, hombre de absoluta confianza vaticana. Antes había sido obispo de Ávila y después de Salamanca. “Su menudencia”, como le llamaban entonces porque era muy bajito, permaneció en Toledo hasta su muerte en julio de 1968, o sea, 27 años. Como primado de España ejercía la presidencia de la Conferencia de Metropolitanos (arzobispos de las provincias eclesiásticas), antecedente de la Conferencia Episcopal. Ocupó diversos cargos políticos de aquella situación (procurador en Cortes, miembro del Consejo de Regencia, etc.), pero acabó renunciando a todos ellos y teniéndoselas tiesas con más de un ministro, a los que hacía esperar días cuando le pedían audiencia, mientras recibía de un día para otro a dirigentes y miembros de Acción Católica metidos en líos políticos. Fui testigo de ello.

Luego vino don Vicente Enrique y Tarancón, paisano mío (“paisanet”, me decía) y al que también serví lealmente. Primero arzobispo de Toledo y luego cardenal arzobispo de Madrid, tras la conclusión del Concilio Vaticano en 1965 y la creación de la Conferencia Episcopal. Fue el hombre que tuvo que apechugar con la difícil tarea, por encargo de Roma, de darle la vuelta al episcopado español, iniciando el proceso de despegue del régimen de Franco (despegue y no ruptura) mediante la famosa “asamblea conjunta” de septiembre de 1971, de la que hablaré cuando llegue el momento.

Tras la muerte de Pablo VI y la elección de Juan Pablo II, el burrianero Tarancón cayó en desgracia ante la nueva curia romana, porque había puesto “pegas” a la erección en Prelatura personal del Opus Dei. De ahí que, en cuanto cumplió los 75 años, le fue aceptada rápidamente su renuncia por edad. Se trató de un desaire feo, que don Vicente, hombre inteligente y hábil conductor de la Iglesia española en tiempos tan difíciles, no se merecía. Si de algo se podía acusar al cardenal Tarancón era de su total disponibilidad a las directrices de Roma, fueran unas u otras. Aún hoy, después de tantos años, no se le ha hecho justicia a su absoluto espíritu eclesial.

Otros hombres que también tuvieron gran audiencia en el Vaticano fueron: primero, al que las lenguas de doble filo llamaban “Secretario de Dios”, don Fernando Martín-Sánchez Juliá, segundo presidente de la ACdP (sustituyó a D. Ángel Herrera Oria), ingeniero Geográfo y Agrícola, que en las postrimerías del pontificado toledano del cardenal Pla y Deniel (entonces los obispos se mantenían en el cargo hasta su muerte) se consideraba el principal “fabricante” de obispos españoles. Actualmente se halla en proceso de canonización.

Tras el “despido” súbito de Tarancón, fue elegido presidentes de la Conferencia Episcopal don Gabino Díaz Merchán (19811987), arzobispo de Oviedo, que no gozó de grandes simpatías en la Ciudad Eterna. Como la presidencia de la Conferencia Episcopal lleva implícita la promoción oficiosa de nuevos obispos, esa función la realizó, durante esos años, el arzobispo de Valencia (19781992), don Miguel Roca Cabanellas, mallorquín de nacimiento, pero madrileño de crianza. De tal modo que en aquel tiempo se decía en los mentideros eclesiásticos, que para llegar obispo había que ser valenciano y bien visto por D. Miguel.

Para no alargarme demasiado, abrevio diciendo que tras don Gabino resultó elegido presidente de la CEE el cardenal Suquía (19871993), nuevo arzobispo de Madrid, que encajaba con los nuevos aires romanos, y tras el paréntesis de don Elías Yanes (19931999), arzobispo de Zaragoza, presidió la CEE el cardenal Rouco (1999-2005/2008-2004), sin duda muy estimado en Roma.

¿Quién lleva ahora la batuta de los obispos españoles a efectos del mejor entendimiento con la Santa Sede, más allá de la adhesión de todo mitrado al Vicario de Cristo? ¿El cardenal Ricardo Blázquez, arzobispo de Valladolid? No lo sé. Llevo ya años fuera del circuito de Radio Macuto de la Iglesia española, pero estoy seguro de que alguno será, y no precisamente un peso ligero.
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