Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

Lo bello de la Iglesia


En una iglesia las cosas preciosas sirven para hacer que el Paraíso sea deseable; con la belleza se recuerda una belleza superior. Y las iglesias bellas y ricas regalan belleza a todos, también a los pobres.

por Sergio Mandelli

Opinión

Hace un tiempo visité la Cartuja de Pavia en compañía de un amigo francés. Siendo una persona culta, no podía no admirar su belleza. Pero como buen francés laico no pudo evitar decir: pero, ¿no es escandalosa toda esta utilización de recursos para esta riqueza? ¿No era mejor destinar el dinero recogido por los fieles para ayudar a los pobres?

Humildemente le señalé las celdas de los cartujos que ahora, desgraciadamente, están vacías, por la simple razón de que ya no hay nadie dispuesto a soportar sus estrictas condiciones de vida.

Hizo un gesto como si hubiera comprendido, pero no estoy seguro de ello.

Ahora bien, aunque sin hacer referencia a documentos oficiales de la Iglesia, me parece justo aclarar un argumento que desde hace demasiado tiempo -equivocadamente- es impugnado como prueba de la corrupción de la Iglesia: una cosa es la conducta personal de los eclesiásticos que, necesariamente, debe ser frugal; la otra es el lugar de culto, que debe acercar al pueblo la belleza del Paraíso.

En el fondo no tenemos que hacer otra cosa más que seguir el ejemplo de alguien que vivió la pobreza, San Francisco de Asís, quien pretendió para sí y para los suyos pruebas normalmente insoportables desde el punto de vista de la indigencia, pero que pedía: “Los cálices, los corporales, los ornamentos del altar y todo lo que sirve para el sacrificio deben ser preciosos”. Probablemente San Francisco tenía en mente el famoso episodio de Juan 12, 111 en el que María de Betania usa un perfume muy preciado para ungir los pies de Jesús: es precisamente Judas, ladrón y traidor, quien usa el argumento de los pobres: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?”. Las cosas preciosas, efectivamente, sirven para rendir honor a quien es merecedor de ellas, como los reyes y las reinas. Si no es así, sirven sólo para enriquecerse personalmente.

¿Y quién lo merece más que Dios? Y la iglesia, entendida como edificio, ¿no es acaso la casa de Dios? En una iglesia las cosas preciosas sirven para hacer que el Paraíso sea deseable; con la belleza se recuerda una belleza superior. Y las iglesias bellas y ricas regalan belleza a todos, también a los pobres.

Cuando entramos en la Iglesia de San Agustín en Roma y nos detenemos a mirar la Madonna de los Peregrinos (o de Loreto, ndt) de Caravaggio, nunca pensamos en quiénes eran los destinatarios de esta obra: eran precisamente los peregrinos, los paupérrimos visitantes de la iglesia vestidos con harapos que, gracias al cuadro, entendían mejor que con cualquier palabra que la Virgen los esperaba precisamente a ellos y que la divinidad no tiene el aspecto terrible de un Alá implacable, sino el aspecto inocente de un niño en brazos de su propia madre.

La gente se conquista con la belleza y la ternura.

Por consiguiente, los agustinos se gastaron un montón de dinero (ciertamente Caravaggio no trabajaba gratis), pero dieron algo más a los pobres además del pan: regalaron belleza. Con respecto a esto recuerdo un episodio del poeta Rainer Maria Rilke, el cual, viendo a una mendiga, en vez de darle dinero le regaló una rosa, gesto que la conmovió profundamente: el dinero alimenta el cuerpo, la belleza nos da la medida de nuestra dignidad. Y es más, se dice que es mejor regalar a los pobres la caña de pescar que darles el pescado. La Iglesia desde luego hace esto: ¿me podríais explicar si no cuál es el origen del artesanado italiano que gracias a los innumerables encargos de la Iglesia ha cubierto todos los sectores del arte y de la cultura, convirtiéndose en una inmensa escuela de lo bello?

Para construir una iglesia barroca se necesitaban arquitectos, albañiles, estucadores, carpinteros, decoradores, pintores, marmolistas, canteros, vidrieros; en resumen, una cantidad impresionante de oficios y de mano de obra. Y esto sin tener en cuenta la liturgia, para la que sirven tejedores, sastres, tipógrafos, encuadernadores, orfebres, perfumeros, cereros, músicos, cantores y productores de vino (para el vino de la misa).

Por lo tanto, la Iglesia ha creado riqueza no dando limosna, sino dando trabajo a mucha gente, inventando desde siempre el valor de lo inmaterial, una de las expresiones del marketing más avanzado. Sin la Iglesia no se explica tampoco la tendencia a la belleza de Italia: es solo gracias a nuestra costumbre de mirar cosas bellas, precisamente dentro de las iglesias, por lo que somos capaces de crear cosas bellas. El diseño y la moda nacen gracias a la iglesia católica: por otra parte, es conocido el descuido en el vestir de los países protestantes. Un pequeño detalle: nos olvidamos de que todo fue realizado con las ofrendas de la población, la cual, una vez terminada la obra, es llamada a la libre y gratuita contemplación de la misma.

Se puede gozar de estas bellezas también hoy. Los visitantes más inteligentes y cultos se conmueven, los más obtusos dicen: ¿pero no se podía dedicar este dinero a los pobres?

Artículo publicado originalmente en el blog de Costanza Miriano.
Traducción de Helena Faccia Serrano.

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