Viernes, 19 de abril de 2024

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Las lágrimas como medidor

Las lágrimas como medidor

por Duc in altum!

La emoción, puede hacernos llorar alguna que otra vez y esto no tiene nada de malo o extraño. Dicen que Sto. Domingo de Guzmán, al hacer su oración nocturna, lloraba ante el misterio de Dios que se le hacía evidente, palpable. Por ejemplo, ¿a qué papá no se le humedecen los ojos al acompañar a su hija hasta el altar? Dicho esto, pasamos al tema que nos ocupa. Es decir, al vicio de calcular los éxitos pastorales en base al “lagrimeo” de los presentes: “¿Cómo les fue?, ¡Bien, la mayoría hasta lloró!”. Es verdad que hay testimonios conmovedores. Alguna vez, a Benedicto XVI, se le vio emocionarse mucho al escuchar un caso de vida de esos que dejan a uno pensando; sin embargo, una cosa es dejarse impactar por la realidad y, otra que nada tiene que ver, buscar que las personas lloren a toda costa, pues esto llega incluso al extremo de la manipulación de conciencias, cosa que –dicho sea de paso- nunca hizo Jesús.

Situaciones como dar el pésame a la Virgen el Viernes Santo y terminar arrojando un pañuelo para favorecer el drama, son excesos, comportamientos desmedidos que nada tienen que ver con la piedad. Ahora bien, es cierto que hay que evaluar los espacios que tenemos para no engañarnos; sin embargo, no hay mejor medidor que la escucha constante de los destinatarios. Escuchando, salen los puntos fuertes y las áreas de oportunidad. Así de fácil. Por lo tanto, sepamos distinguir qué va con el Evangelio y qué es un agregado innecesario. La fe, no es un sentimiento pasajero, sino una experiencia vital que, aunque incluye emociones, las hace madurar hasta llegar a la trascendencia. Por eso, algunos místicos, como San Juan de la Cruz, hablaron acerca de “la noche oscura del alma”, en la que Dios parece ausentarse, volverse imperceptible y, al mismo tiempo, profundo, real.

Nosotros debemos estar siempre disponibles a escuchar las necesidades de los demás, pero nunca por querer saberlo todo, sino por el hecho de encontrarnos abiertos a las personas que nos rodean. Esto implica renunciar al chisme y, por supuesto, al sentimentalismo exacerbado. No se trata de hacer llorar al que nos platica, sino de ayudarlo en la medida de nuestras posibilidades, conocimientos y experiencias. Renunciemos a la compasión fingida, llena de caras y gestos que no son auténticos. Repetimos, llorar no es malo, pero provocarlo so pretexto de mayores avances, sí que lo es. Jesús le dio la cara al sufrimiento, dándole un sentido, pero nunca redujo su mensaje al vaivén de los sentimientos. Antes bien, le habló a la voluntad. Por lo tanto, que la escucha, la capacidad de dialogar con los demás, sea el mejor medidor y, el amplio porcentaje que no se pueda calcular, confiarlo a Dios, quien a final de cuentas es el único que puede provocar la conversión de una persona. Lejos de quedarnos en la superficie, vayamos al fondo.
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