Martes, 16 de abril de 2024

Religión en Libertad

La Pepa: (5) El Trienio masónico


Fue un período supuestamente constitucional, aunque con mayor propiedad habría que llamarlo Trienio masónico

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

La sublevación de Riego y Quiroga para restablecer la Constitución del año Doce, apenas aplicada al final de las Cortes de Cádiz, trajo consigo el mal llamado por muchos Trienio liberal, hecho imposible –no me cansaré de repetirlo- porque el liberalismo político no había nacido todavía. En todo caso fue un período supuestamente constitucional, aunque con mayor propiedad habría que llamarlo Trienio masónico, porque estuvo totalmente dominado por las logias, según veremos.

El 9 de marzo de 1820, cuando la suerte ya estaba echada, Fernando VII, voluble y oportunista, no tuvo empacho en jurar la Constitución. Al día siguiente hizo público el famoso manifiesto que, además de reconocer grandes errores de la Corona, incluía la frase que ha pasado a la historia: “Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional”. Sin embargo no fue exactamente constitucional. “La masonería, que había llegado a ejercer extraordinaria influencia, había emprendido una campaña habilísima para atraerse prosélitos; los ministros que no acataban sus órdenes eran depuestos, por lo que en realidad, no eran ellos los que gobernaban, sino uno que todos llamaban poder oculto, pero que todos sabían quienes eran”. (Enciclopedia Universal Ilustrada de Espasa-Calpe, edición de 1923, tomo 21, p. 1025).

En las nuevas Cortes se crearon rápidamente dos grupos: “El más numeroso, formado por el elemento joven, que procedía en gran parte de las logias masónicas, y el otro, mucho más reducido, del que formaban parte algunos de los hombres de 1812, a quienes los años y las desgracias habían templado en su radicalismo” (ibídem, p. 1026). A estos se les llamó moderados (Martínez de la Rosa, el otrora radical conde de Toreno, Clemencín, Moscoso, etc.), y a los primero, exaltados (Flórez Estrada, Moreno Guerra, Istúriz, Navarro, Palarea, Calatrava y otros más).

A causa de la excitación política, la disciplina del ejército se relajó. El poder estaba en la calle, al rey no le hacía caso nadie y las revueltas estaban a la orden del día. De inmediato se pusieron en marcha operaciones de acoso a la Iglesia. Una Real Orden del 26 de abril de 1820 ordenaba a los párrocos que desde el púlpito “expliquen a los feligreses, en los domingos y días festivos, la Constitución política de la nación”. El 14 de agosto siguiente se decretó nuevamente la expulsión de los jesuitas. El 1 de octubre fueron suprimidos todos los monasterios de órdenes monásticas, salvo ocho que se exceptuaban por razones históricas (El Escorial, Guadalupe, Montserrat, Benedictinos de Valladolid, San Juan de la Peña, Poblet, el Paular y San Basilio de Sevilla). La orden de cierre afectó a 290 monasterios. Se redujo asimismo el número de los demás conventos, con la supresión de 1701. Se prohibía además nuevas fundaciones y la admisión de nuevos profesos. Los bienes de las comunidades suprimidas se declaraban incorporados al Estado –el permanente expolio estatal de la Iglesia-, así como los de los conventos aún abiertos que excedieran de las “rentas precisas para su decente subsistencia”. El 15 de noviembre de 1822 se decretó la supresión de los monasterios y conventos todavía existentes en poblaciones menores de 450 habitantes, medida que afectó a Montserrat y Poblet. Todas estas disposiciones provocaron un gran malestar en la Iglesia. Se rompieron las relaciones con la Santa Sede y el nuncio fue expulsado en 1823. También fueron expulsados o desterrados ocho obispos (Orihuela, Tarragona, Oviedo, Menorca, Barcelona, Tarazona, Pamplona y Valencia), que se atrevieron a protestar. Cinco huyeron, y uno, el franciscano y anciano obispo de Vich, fray Ramón Strauch Vidal, de ascendencia suiza, fue asesinado, junto a veinticinco manresanos, entre sacerdotes y civiles, el 16 de abril de 1823, en Vallirana, cerca de Molins del Rei, cuando eran conducidos de Barcelona a Tarragona para ser juzgados por el Tribunal Supremo de Guerra (Marcelo Capdeferro, Otra historia de Cataluña, p. 402). De igual modo se persiguió a civiles y militares tachados de realistas.

Como reacción al radicalismo legislativo y el desmadre callejero, aparecieron hacia finales de 1821 las primeras partidas realistas, alentadas por potencias extranjeras, temerosas de que el desorden español contagiase a otros países. El 30 de junio de 1822 se cerraron las Cortes, y ello dio motivo a una vasta conspiración de las sociedades secretas que provocaron las jornadas tumultuosas del 1 y 7 de julio. Triunfantes los exaltados, tumbaron al gobierno moderado, y colocaron en su lugar otro enteramente masónico bajo la presidencia del general Evaristo San Miguel. La composición del ministerio fue confeccionada en el “capítulo supremo” de las logias, que a su vez dirigía la actividad ministerial. Se presentaron como los “siete patriotas”, pero la guasa popular los llamó los siete niños de Écija, famosos bandoleros de sierra Morena que al decir de algunos ni eran niños, ni eran siete, ni eran de Écija.

En julio de 1922 se amotinaron cuatro batallones de la Guardia Real. Vencidos rápidamente fueron “pasados por las armas” todos aquellos que cayeron en manos del gobierno. Por esa época apareció en Cataluña una partida mandada por fray Antonio Marañón, El Trapense. El 15 de agosto de 1822 se creó en la Seo de Urgel, ganada por los realistas, la regencia de Urgel, que integraban el barón de Eroles, héroe de la guerra de la Independencia, el marqués de Mataflorida y el arzobispo preconizado de Tarragona, Jaime Creus. El gobierno respondió nombrando capitán general de Cataluña a Espoz y Mina, que cometió toda clase de barbaridades criminales en su lucha contra los realistas. “Mina había llevado el terror a Cataliña” (o.c., p. 1027). Su lugarteniente, Rotten, “no sólo destruía pueblos y asesinaba a sus vecinos, sino que formaba expediciones de presos realistas y los asesinaba por el camino”, según hemos visto que hizo con el obispo de Vich y sus acompañantes.

En el Congreso de Verona (30 de octubre de 1822), las grandes potencias europeas acordaron intervenir en España, encargando a Francia, por razones de vecindad, el envío de un cuerpo expedicionario, los llamados Cien mil hijos de San Luis. El 7 de abril de 1823 cruzaban el Bidasoa, el 23 de mayo ya se hallaban en Madrid, y el 30 de septiembre, Fernando VII, cautivo en Cádiz por un Consejo de Regencia que integraban tres generales constitucionalistas (Valdés, Vigodet y Císcar), quienes huían de los franceses con el rey a cuestas, viendo a los “luises” en el Puerto de Santa María, dio una patada en sálvese la parte a los regentes, que se refugiaron en Gibraltar. Así terminaba el tragicómico y nefasto trienio masónico y la desventurada y efímera Constitución del año Doce. (Continuará)
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