Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

La II República, del golpe de Estado al pucherazo electoral


Muchos templos y conventos fueron atacados, incendiados y destruidos total o parcialmente tanto en Madrid como en otros numerosos lugares de España. La Guardia Civil permaneció pasiva en todas partes porque tenía órdenes de no intervenir.

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

La fecha del 14 de abril ha dado pretexto para que ayuntamientos importantes gobernados por podemitas y compañía -gracias al apoyo de un PSOE azogado- hayan hecho apología de la República, aquel régimen nefasto que no trajo a los españoles más que caos, desdichas y guerra fratricida.

Los republicanos de ahora, todos marxistas y asociados, o son unos necios ignorantes, o unos quintacolumnistas, o ambas cosas a la vez. De otro modo no se explica su devoción tricolor, 85 años después de aquel estrépito y la siguiente quema de conventos.

La Segunda República vino por un golpe de Estado de pasillo, sin derramamiento de sangre, cierto, pero atropellando todas las normas legales habidas y por haber. Una camarilla de conspiradores, muchos de ellos masones, encabezados por dos monárquicos resentidos con el Rey (Alcalá-Zamora y Miguel Maura), apoyados por dos socialistas que se tenían por revolucionarios (Largo y Prieto), aprovecharon una elecciones municipales para alborotar la calle y espantar a un rey poco dado al heroísmo.

Si don Alfonso hubiese permanecido estoico en Palacio, a la espera de conocer el resultado final del recuento de votos hasta en los municipios más remotos, el desenlace hubiera sido muy distinto. Porque se dio la circunstancia de que los republicanos perdieron claramente las elecciones, aunque las ganaran en muchas de las principales capitales y grandes ciudades de España.

Asaltado el poder, porque de un asalto se trató, el “comité revolucionario nacional”, convertido de inmediato en Gobierno provisional, ya no se ocupó lo más mínimo en conocer el veredicto real de las urnas, que nunca más se supo.

La Iglesia recibió la República con intranquilidad pero sin oponer el menor obstáculo a la nueva situación de hecho, que no de derecho. Los tiempos en los que el cura, seguido de sus feligreses jóvenes armados con trabucos, se echaban al monte para defender a Dios, la Patria y el Rey, habían pasado a la Historia. De modo que sólo cabía verlas venir y aguantar.

Los obispos y los fieles no tardaron nada en comprobar lo que les esperaba. El 11 de mayo, menos de un mes desde la proclamación de la República, las turbas convirtieron en pavesas con absoluta impunidad la casa profesa de los jesuitas y el anejo templo de San Francisco de Borja de la calle de la Flor de Madrid (junto al Congreso). Ardió por completo su biblioteca, la segunda de España después de la Biblioteca Nacional. La formaban ochenta mil volúmenes, entre ellos ediciones príncipe de Lope de Vega, Quevedo o Calderón de la Barca. Los jesuitas huyeron a través de los tejados para escapar de la quema, y nunca mejor dicho.

Otros muchos templos y conventos fueron atacados, incendiados y destruidos total o parcialmente tanto en Madrid como en otros numerosos lugares de España. La Guardia Civil permaneció pasiva en todas partes porque tenía órdenes de no intervenir. En un consejo de ministros de aquellos días, el titular de Gobernación, Miguel Maura, planteó la necesidad de sacar a la Benemérita a la calle, pero el jacobino Manuel Azaña, ministro de Guerra, se opuso diciendo: “Todos los conventos de España no valen la vida de un republicano”.

En cambio, don Alejandro Lerroux, la bestia negra del catalanismo separatista, a la sazón ministro de Estado (Asuntos Exteriores), dejó escrito en su libro La pequeña historia de España: “La Iglesia no había recibido con hostilidad a la República. Su influencia en un país tradicionalmente católico era evidente. Provocarla a luchar apenas nacido el nuevo régimen era impolítico e injusto; por consiguiente, insensato, y lo hubiera sido en cualquier otro momento. La guerra civil, que espiritualmente quedó encendida con las hogueras del 10 de mayo, hubiera podido ponerse sobre las armas inmediatamente”.

La República, durante el bienio azañista, aprobó, entre otras atrocidades legales, una de las constituciones más sectarias del mundo, expulsó a los jesuitas y expropió todos sus bienes, intentó ahogar a los colegios de titularidad religiosa, desterró al cardenal Segura, humilló reiteradamente a los militares, etc. Luego vino el bienio radical-cedista, al que el presidente, Alcalá-Zamora, otro insensato, no hizo más que hostigar.

Finalmente se convocaron, de forma ilegal, las elecciones generales para el 16 de febrero del 36 (primera vuelta), precedidas de una campa electoral horrible, desaforada, sobre todo por parte de las izquierdas. Hubo numerosos asesinatos de jóvenes propagandistas de derechas (24 sumó Gil Robles). La jornada electoral fue violentísima: se rompieron urnas en muchos municipios, se robaron actas, otras se amañaron en el mismísimo Gobierno Civil, aparecieron papeletas electorales tiradas en descampados, se intimidaba a los votantes en las puertas de los colegios, siguieron los asesinatos. Y en Granada y Cuenca, donde habían ganado claramente las derechas, fueron anuladas las elecciones.

A pesar de este clima de preguerra, la CEDA obtuvo 120 escaños, el partido más votado. En conjunto, todos los partidos de derechas sumaron 4.511.031 votos. Todas las izquierdas, 4.430.322. El centro, 681.815. O sea, que había perdido el Frente Popular, y aún faltaba la segunda vuelta, que no llegó a celebrarse.

El presidente del Consejo de Ministros, el masón Portela Valladares, se largó sin despedirse siquiera ni de los amigos. El gobierno se disolvió como un azucarillo en una taza de café hirviendo. Muchos gobernadores civiles abandonaron sus despachos. Manuel Azaña se hacía cargo de nuevo por las buenas del poder ejecutivo. Pero el gran y definitivo pucherazo se fraguó en la Comisión de Actas -bajo la presidencia de Indalencio Prieto- elegida por la mesa interina de las nuevas Cortes. En este trámite, la CEDA perdió más de cuarenta escaños, y el resto de las derechas, doce, aparte de los que birlaron a las formaciones de centro. De esa manera el Frente Popular consiguió 265 diputados, 59 más de los anunciados en el primer recuento de votos y 28 por encima de la mayoría absoluta.

Los meses siguientes fueron una pesadilla de huelgas, atentados de una y otra parte, más de una que de otra, grandes manifestaciones preparatorias del asalto al poder, etc. Algunos militares, bajo la batuta de Mola, se pusieron a conspirar en serio. Azaña, ya presidente de la República, se enteró rápidamente del ruido de sables, pero no quiso actuar hasta que no tuviese hechos concretos en qué apoyarse. En vista de que los uniformados no terminaban de salir a la calle, los provocaron asesinando el 13 de julio de 1936 a Calvo Sotelo (y a Gil Robles porque no consiguieron echarle el guante) a manos de la escolta personal de Prieto, La Motorizada. Cuatro días después una bandera de la Legión, al mando del comandante Juan Bautista Sánchez ocupaba Melilla (llegaría a Capitán General de Cataluña). Al día siguiente, 18 de julio, la sublevación militar estalló en muchas partes de España con desigual fortuna.

Esta es la brevísima y verdadera historia de la malhadada República que ahora reivindican la tropa morada, colorada y algunos tontos útiles. A sus exégetas de aquella pesadilla es frecuente oirles que los militares se sublevaron contra la legalidad republicana. En efecto, se sublevaron, pero no contra ninguna legalidad, porque la República nunca tuvo legitimidad de origen ni de ejercicio, sino contra el caos permanente de su breve pero violenta historia. Pero da igual lo que se diga. Estos tricolores de ahora la autenticidad de los hechos les importa un pito. Son de piñón fijo. Como caballo de Troya, lo único que les importa es en poner al país patas arriba según el interés de sus amigos castro-venezolanos.
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