Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

La familia, ese gran tesoro


Siendo que se sabe donde está la fuente incontaminada de la auténtica felicidad humana, por qué las izquierdas cristofóbicas odian tanto a la familia que llaman, con su aquel de malicia, tradicional.

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

Este fin de semana se ha celebrado en Madrid el VI Congreso Mundial de Familias, de cuyas deliberaciones y resoluciones habrán dado cuenta las crónicas de tan magno acontecimiento. Por lo tanto no tengo necesidad de repetirlas. Prefiero centrarme ahora en la sustancia del hecho familiar, en la raíz de esta institución, básica para el buen orden individual y social. En último término, cada sociedad es el reflejo de lo que son sus familias. La sociedad española no es el mejor modelo a seguir a causa de la descomposición de no pocas de sus familias, duramente castigadas por la cultura de la muerte, la ideología de género y las políticas educativas moralmente corruptoras.

Fui el menor de siete hermanos de un matrimonio muy unido, de pueblo, chapado a la antigua pese a la filiación liberal de mi padre, al que tratábamos de usted, igual que a mi madre. Allí aprendí el valor de la familia, el de su cohesión, el de su fuerza, circunstancias que nos permitieron superar los muchos quebrantos materiales que nos ocasionaron, como a tantísimos españoles y europeos, tiempos tan revueltos y trágicos.

Por mi parte he tenido también siete hijos de una mujer maravillosa, la única de mi vida, que Dios dispuso llevársela cierto día con Él, de repente, sin sufrimiento alguno, seguramente porque así era mejor para ella, aunque a mí me haya dejado en la más tremenda soledad. Una soledad que me corresponde en exclusiva, apenas mitigada por los recuerdos y oraciones de más de cincuenta años de existencia conjunta, fundida en un solo proyecto vital, y la compañía, cuando pueden, de unos hijos tan maravillosos como su madre, y los nietos, dignos retoños de su abuela.

Esto es, a mi juicio, la familia, la fusión de dos cuerpos en un alma compartida, la dualidad de dos seres cuyos corazones laten al unísono, los supremos valedores, por puro amor, de sus hijos, valedores y veladores a perpetuidad mientras la fuerzas físicas lo permitan. Es la gran obra de Dios, el mayor tesoro que nuestro gran Padre de los cielos entrega a los hombres para prolongar la especie, mantener y mejorar la obra de la Creación y proporcionar la felicidad que le es dado alcanzar al ser humano en su vida trashumante.

Mas para lograr su función humana mediante la familia, se requieren ciertas condiciones personales, que son precisamente las que proporcionan la felicidad. La primera de todas es la entrega total sin reservas mentales al consorte. La fidelidad más absoluta del uno al otro, y ambos a los hijos, del mismo modo que los hijos se deben a los padres mientras formen parte de la “cooperativa” familiar. Nada hay exclusivo de uno solo, todo debe ser compartido, empezando por el amor, siempre recíproco de los padres, que por su propia naturaleza expansiva se proyecta hacia los hijos, fuente de felicidad de éstos en su condición filial.

No les hablo de puras teorías, sino de profundas experiencias personales. Mi mujer y yo siempre fuimos juntos a todas partes mientras ella vivió. En la parroquia nos llamaban la “pareja feliz”, que dábamos envidia a más de uno, según nos decían los propios “envidiosos”. “Qué envidia nos dan ustedes”. Y es que hasta en misa estábamos, un poco a hurtadillas, cogidos del bracete. La unión familiar es un regalo de Dios, verdadera fuente –me atrevo a decir que la única, hecha abstracción de la vocación religiosa- de felicidad humana. Claro que para llegar a ese nivel en cierto modo de sublimación afectiva es preciso que los cónyuges piensen –lo piensen, sientan, digan y hagan- todo en función del otro o de la otra, o sea, de la “media naranja”, como solía decirse antes de destruir el lenguaje. Siempre el “complemento” en el centro del pensamiento propio.

Siendo así, siendo que se sabe donde está la fuente incontaminada de la auténtica felicidad humana, por qué las izquierdas cristofóbicas odian tanto a la familia que llaman, con su aquel de malicia, tradicional. En efecto, es tradicional, porque forma parte de la saludable tradición de la mayor parte del mundo, pero también podríamos llamarla, acaso con mayor propiedad, familia estable fruto del matrimonio perenne, irreversible, familia sólida, familia racional, familia lógica, familia igualitaria, donde cada consorte cumple la función que le es propia en términos de paridad o igualdad con la otra o el otro. En definitiva la familia querida por Dios.

Naturalmente, también es la familia que trasmite principios y valores firmes, perdurables, esos principios y valores que irritan a los manipuladores sociales, porque encuentran en ellos la gran muralla que dificulta su asalto a la conciencia de los individuos, a los que necesitan corromper para dominarlos. Esa es, pues, nuestra gran misión, la tarea de los congresos de las familias, para iluminar y proteger a la sociedad de los virus del Mal que, como las meigas gallegas, acaso no haya que creer en ellas, “pero haberlas, haylas”.
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