Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

La acogida del hijo


No es conveniente esperar demasiado a querer concebir el primer hijo.

por Pedro Trevijano

Opinión

Toda relación sexual matrimonial debe tener a la vista la paternidad. Es un profundo error, propio de la denunciada por Juan Pablo II cultura de la muerte (Encíclica Evangelium Vitae 12 y 28), contraponer el amor conyugal y la transmisión de la vida como si ambas fuesen entre sí incompatibles, ignorando su profunda y mutua relación, con lo que de hecho se llega a oscurecer ambos valores. Un aspecto fundamental de la unión sexual es su sentido procreador y fecundo, pues es el gesto que responde a la llamada de la vida. No es conveniente, por ello, esperar demasiado a querer concebir el primer hijo, aunque hoy generalmente son los esposos los que buscan el hijo cuando consideran que es el momento adecuado. La doctrina católica afirma que la fecundidad es un don de Dios y que el amor de la pareja conlleva la apertura hacia ella, siendo, en consecuencia, los esposos colaboradores de Dios Creador y Padre en el surgir de nuevas vidas, y, a su vez, esta apertura a la fecundidad procreadora adquiere plena dimensión humana, cuando es expresión de amor. Es decir, en la concepción cristiana los hijos son una bendición de Dios y por ello dar vida y saber salir de sí mismo es algo esencialmente bueno.

Acoger a los hijos supone capacidad de entrega, siendo la solidez de los lazos matrimoniales un bien fundamental para los hijos. La vivencia sexual en la pareja supone apertura a nuevas vidas y al futuro, siendo la transmisión de la vida un acto de amor y un acto social, lo que da a la familia tan gran importancia. Paternidad y maternidad adquieren todo su sentido cuando el padre y la madre están vinculados. El niño no nace de dos individuos, sino de su unión, pues esta unión estable es la que crea el ambiente idóneo para la aparición de una nueva vida. Por ello, sólo la permanencia duradera de sus relaciones en una familia monogámica e indisoluble es garantía de que la donación mutua de los cónyuges es total y capaz de generar la estabilidad de la que necesitan los hijos para recibir la educación y formación adecuada hasta que se puedan valer por sí mismos. La generación responsable de un hijo tiene un papel capital como manifestación de amor mutuo y como participación dinámica en ese quehacer común que es la vida conyugal. El hijo es el fruto donde una pareja se une en una permanente tarea creadora y educativa y en él se concreta y plasma un proyecto de vida.

La fecundidad del amor conyugal supone un acto de esperanza porque desborda los límites de la fecundidad estrictamente procreadora, puesto que engloba la constitución de la pareja y su crecimiento dinámico, la procreación del niño y su educación, la formación y desarrollo de la comunidad familiar, la apertura a los demás, incluidos pobres y necesitados; por ello se debe afirmar que el criterio que mide la fecundidad no es la sola finalidad biológica, ni la del acto singular, sino que el criterio constituyente es el respeto a los valores que sirven a la construcción de las personas y que se realizan en el tiempo. No debemos comprender la integración de estos múltiples elementos de un modo lineal, y en la que la integración sería la cima (teoría del fin primario y secundario), sino como un conjunto coordinado, que puede llevar a suspender provisoriamente algún valor, teniendo en cuenta la realidad de la persona y de la pareja.

Pero la llegada de los hijos, y muy especialmente la del primero, transforma la vida de la pareja, por lo que puede ser causa de tensiones, pues les lleva a vivir de forma nueva toda la relación intrafamiliar, aunque generalmente esta venida refuerza la unión conyugal. Las madres han de tener, sin embargo, cuidado en, sin dejar de atender a sus hijos, no olvidarse de que son esposas, mientras el marido debe recordar que el hijo es también suyo y debe involucrarse en su educación, y ambos han de tener en cuenta que su amor mutuo es el mejor regalo que pueden hacer a sus hijos.

El hijo, como fruto de este amor, no es un elemento añadido, al modo de un cuerpo extraño, al amor compartido de los cónyuges, sino que constituye más bien su realización y plenitud. No hace mucho me decía una chica que el objetivo de su vida era lograr ser como sus padres, en quienes veía un matrimonio con una sólida fe cristiana y un profundo amor mutuo, que les había llevado a tener una familia numerosa. Por el contrario, un matrimonio que rechace al hijo o limite excesivamente su número por motivos egoístas, como el querer siempre tener más cosas, pervertirá su propio sentido y razón de ser. La crisis que sufren tantos matrimonios por la cuestión de la fecundidad, sólo se puede superar si comprenden el sentido de someterse a una regla superior de moralidad en sus manifestaciones de amor humano. Esto tampoco significa, por supuesto, que un matrimonio que por razones ajenas a la voluntad de los cónyuges, se vea privado de hijos, tenga necesariamente que considerarse incompleto o infeliz.
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