Viernes, 19 de abril de 2024

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Humildad y soberbia

por Juan del Carmelo

La humildad y la soberbia, son las dos reinas de la virtud y del vicio respectivamente. Y como es lógico si la virtud es la antítesis del vicio, la humildad es a su vez, la antítesis del orgullo. En cualquier virtud que analicemos, al final siempre encontraremos a la humildad campeando en esa virtud, y también a su vez, en cualquier pecado o vicio que analicemos, sea propio o de otros, también siempre encontraremos al final a la dichosa soberbia humana.

 

Como quiera que cualquiera de los dos temas humildad o soberbia son los suficientemente importantes como para dedicarles no ya una glosa sino tratados enteros, nos vamos a ocupar aquí solamente de la humildad.

 

No son muchas, las veces que se emplea en los evangelios el término “humildad”, pero si en una ocasión muy importante, en el “Magníficat”, en el canto que entonó la Virgen en respuesta a su prima Santa Isabel, en una de cuyas estrofas dijo: “…se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava…” (Lc 1,47-48). En cuanto al término “humilde” fue el Señor el que dijo: “Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mi, que soy manso y humilde de corazón, y hallareis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera” (Mt 11,29). Pero sin emplear los términos “humilde” o “humildad”, son muchas las veces en las los evangelios nos relatan, hechos que enaltecen el valor de la humildad. Entre todos estos destaca el ejemplo de humildad, del que el Señor dio testimonio en la última cena, lavando los pies de sus discípulos: “… se levantó de la mesa, se quitó los vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en la jofaina, y comenzó a lavar los pies de los discípulos y a enjugárselos con la toalla que tenía ceñida. (Jn 13,4-5). Más tarde les manifestó: ¿Entendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad lo soy. Si yo, pues, os he lavado los pies, siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de lavaros vosotros los pies unos a otros. Porque yo os he dado el ejemplo, para que vosotros hagáis también como yo he hecho. En verdad, en verdad os digo: No es el siervo mayor que su Señor, ni el enviado mayor que quién le envía. Si esto aprendéis, seréis dichosos si lo practicáis” (Jn 13,1217). Jean Lafrance nos dice: “El hombre que ha descubierto la dulzura de Cristo en la experiencia del Espíritu Santo, se ve revestido de la humildad de Cristo. Podríamos decir que Cristo era naturalmente humilde porque estaba fascinado por la gloria del Padre, y al mismo tiempo infinitamente dulce, con aquella dulzura de Dios que nos hace amar a nuestros enemigos”.

 

La humildad, es por definición, el exacto conocimiento de uno mismo, es decir, el saber que no somos nada, que no representamos nada frente a la grandeza de Dios. Porque tal como nos decía San Agustín: “¿Que tienes tú que no hayas recibido?”. Todo lo hemos recibido, nuestro ser, nuestra vida, nuestras aptitudes, nuestros triunfos, nuestras posesiones,… Todo lo hemos recibido, nada es fruto creado por nosotros aunque así, seamos tan soberbios que nos lo creamos, pues lo que estimamos que es fruto de nuestro esfuerzo, no es más que una dádiva del Señor. Tal como decía San Francisco de Sales la humildad es el reconocimiento de nuestra propia miseria. Es el verdadero conocimiento de lo que somos y representamos nosotros mismos, y para adquirir este conocimiento, nada mejor que ejercitarnos en el conocimiento de lo que es Dios. En este sentido Santa Teresa de Jesús, escribía: “Y a mi parecer jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza, y mirando su limpieza, veremos nuestra suciedad; considerando su humildad, veremos cuán lejos estamos de ser humildes”.

 

La importancia de la humildad, es tal que ella nos abre de par en par las puertas del cielo; sin humildad es imposible alcanzarlo. Así San Agustín en su epístola 118, escribía: “Si me preguntáis que es lo más esencial en la religión y en la disciplina de Jesucristo, os responderé: lo primero la humildad, lo segundo la humildad, y lo tercero la humildad”. Y el Santo cura de Ars, manifiesta que: “La humildad es el fundamento de todas las demás virtudes. Quien desea servir a Dios y salvar su alma, debe comenzar por practicar esta virtud en toda su extensión. Sin ella nuestra devoción será como un montón de paja muy voluminoso que habremos levantado, pero al primer embate de los vientos quedará derribado y deshecho. El demonio teme muy poco esas devociones que no están fundadas en la humildad, pues sabe muy bien que podrá echarlas al traste cuando le plazca”.

 

La humildad nace de la visión del abismo que separa a Dios de la criatura. El Señor queriendo gravar profundamente este pensamiento en el alma de Santa Catalina de Siena, le dijo: “Yo soy el que es, tú eres la que no es”. Nosotros no somos nada, frente a la grandeza de Dios, Él es un Ser ilimitado en todas sus manifestaciones, nosotros somos seres totalmente limitados, solo nuestra soberbia nos hace creer que somos algo. Para comprender, solo un poco lo que es Dios y lo que representa, no tenemos más que estudiar astronomía. No hay ciencia que incite tanto al hombre a la humildad como la astronomía. ¿Qué somos? ¿Qué representamos? Nada de nada, a pesar de lo que creemos que hemos logrado con todos nuestros avances científicos y tecnológicos..

 

Para alcanzar nuestra meta nosotros necesitamos de la ayuda del Señor. Él ya claramente nos lo dijo: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5-6). Y esa ayuda se plasma en la obtención de las gracias divinas, pero a su vez para la obtención de estas gracias, es imprescindible la humildad. Sin la gracia preveniente de Dios no podemos hacer absolutamente nada en el orden sobrenatural, y en este sentido puede decirse que todo el proceso de nuestra santificación se reduce, por nuestra parte, a la oración y a la humildad; la oración para pedir a Dios esas gracias prevenientes eficaces, y la humildad, para atraerlas de hecho sobre nosotros. En el Kempis puede leerse: “Dios protege al humilde y lo salva, lo ama y lo consuela; se inclina, por decirlo así, ante el hombre humilde, le prodiga abundantes gracias y una vez se ha humillado lo levanta a la gloria. Al humilde le hace confidente de sus secretos, y lo atrae dulcemente a sí y le invita a ir a Él. El humilde cuando ha recibido una afrenta, sigue imperturbablemente en la paz, porque descansa en Dios y no en el mundo” (II. 2,7-8).

 

La humildad es básica para agradar a Dios, muy por encima de las buenas obras ya que en frase de San Gregorio de Nicea: “Un carro lleno de buenas obras, guiado por la soberbia, conduce al infierno; un carro lleno de pecados guiados por la humildad lleva al Paraíso. Y es en frase de San Agustín, que nos dice: “Dios mira con más agrado las acciones malas a las que acompaña la humildad, que las obras buenas inficionadas de soberbia.

 

Pero en la búsqueda y ejercicio por nuestra parte de la humildad, hemos de evitar las celadas del maligno, el cual nos lleva muchas veces a una falsa humildad. Es de ver que tenemos una tendencia a buscar la alabanza de los demás, para que nos alaben nuestra humildad. Buscar el comentario de que uno es humilde, hacer alardes exteriores de falsa y fingida humildad. Esta es una nefasta tendencia que se da en muchas almas. Buscar la alabanza de la humildad, decía San Bernardo, no es humildad, sino destrucción de la humildad.

 

Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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