Viernes, 19 de abril de 2024

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Hay que tolerar a los malos para no abandonar a los buenos

Hay que tolerar a los malos para no abandonar a los buenos

por La divina proporción

Hoy en día echaríamos a San Agustín a los leones. Muchos dirán ¿Cómo se atreve a habar de buenos y malos cuanto todos somos buenos? Pero no tardarán en ajustar un poco esta afirmación: nosotros, los buenos, tenemos que tener mucha paciencia con aquellos, los malos. Este comportamiento es frecuente dentro de la Iglesia y se ajusta a algo de lo que Cristo nos previno: la hipocresía, el fariseísmo. Creerse libre de todo pecado y encantado de haberse conocido, va unido a nuestra condición humana, todos podemos ser malos cuando el maligno lo propicia. 


Dejemos las cosas claras, a veces nosotros somos los “malos” y otras veces los “buenos”. Somos malos cuando nos enfrentamos con el ánimo de separar, menospreciar a quienes tienen carismas y dones diferentes a los que Dios nos ha dado. Somos malos cuando no aceptamos negarnos a nosotros mismos y tomar la cruz que Dios nos ha dado a cada uno de nosotros. Desunir es el trabajo principal del maligno, que por eso se le llama en griego dia-bolos: “el que separa”. ¿Unidad? ¿Quién quiere realmente la unidad verdadera? Pocos me temo. Por eso la paz del Señor no consigue abrirse paso con facilidad. 

Reconozcamos, pues, hermano, la paz de Cristo. Retengámosla juntos, y, en cuanto Dios nos ayude, tratemos juntos de ser buenos; corrijamos juntos, con la disciplina que podamos, a los malos, salvando la unidad. Tolerémoslos con la paciencia que podamos por amor a la unidad, no sea que, como Cristo nos previno, por querer arrancar antes de tiempo la cizaña, arranquemos también el trigo. (San Agustín, Carta 108, 20) 

Cuando ejercemos de “buenos” y proponemos algo que busca la unidad que parte de negarnos un poco todos y centrarnos en lo importante, lo sustancial; no es fácil aceptar que una propuesta así se torpedee con ganas y saña. Pero no echemos toda la culpa a nuestros hermanos. Ellos y nosotros, nos dejamos seducir por el diablo y reclamamos nuestra independencia dentro de la unidad.  Reclamar nuestros privilegios como base para una justicia aparente, no es más que legalidad camuflada de virtud.  

Como es lógico, nuestra emotividad salta y nos encontramos con una sucesión de emociones: sorpresa, disgusto y ganas de protestar. Nos moderamos y mostramos razones e intentamos dialogar. Es difícil que quien tiene la justicia cogida por los pies la deje escapar, porque perdería su status y su “identidad”. Tampoco es raro que se desprecie la negación de nosotros mismos que hayamos realizado, ya que se interpreta como una mentira interesada. La emotividad sigue en escalada. Si no queremos enfrenamientos y disputas, lo normal es que demos un paso atrás y decidamos abandonar el barco. Nos preguntamos con tristeza: ¿Qué hacemos nosotros donde se nos desprecia y ridiculiza? ¿Qué lógica tiene seguir adelante si lo que encontramos es desprecio?

San Agustín nos señala una clave maravillosa que solemos pasar por alto: 

… afirmarás y retendrás lo que la sana doctrina recomienda, lo que la auténtica norma prueba con ejemplos proféticos y apostólicos, a saber: hay que tolerar a los malos para no abandonar a los buenos, más bien que abandonar a los buenos para apartarse de los malos. Basta que los réprobos estén separados en lo que toca a la imitación, al consentimiento, a la semejanza de vida y de costumbres. Podemos crecer juntos, vivir juntos la tribulación, reunidos, juntos dentro de la red, hasta que llegue el tiempo de la siega… (San Agustín, Carta 108, 16) 

Esta puede ser una clave para el momento actual de la Iglesia: dar prioridad a la unidad sobre las diferencias y el maltrato que recibimos de nuestros propios hermanos. Tener claro que al abandonar el barco dejamos atrás a personas que serán también maltratados por los “malos” y que podrían imitarles o escapar como nosotros. ¿Qué hacer entonces?

Desde la capacidad de Dios nos ha dado a cada uno de nosotros y siguiendo los consejos de San Agustín, intentemos corregir a quienes actúan de forma reprobable de forma que la paz se vea lo menos perturbada posible. Si no es posible corregir, no imitemos ni seamos cómplices de sus planes, pero no utilicemos la indiferencia para alejarnos de quienes nos necesitan. La unidad es un bien que no valoramos hasta que la perdemos. Si nos resignamos a la soledad, el maligno habrá ganado la batalla y estaremos merced de la desesperanza. ¿Qué hacer con el sufrimiento que recibamos? 

Aquí viene lo más bonito y maravilloso. A quienes hacen el mal les ofrece el perdón, a quienes recibimos el mal no ofrece la santidad. La santidad es la única forma de detener la cadena del pecado y hacer presente al Señor en nosotros. 

Como dice San Agustín, sin duda malos y buenos podemos vivir juntos hasta que venga el tiempo de la siega. La caridad hace ese milagro. Entonces el Señor separará la cizaña, la paja y el trigo. Esta es nuestra esperanza: ser trigo.
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