Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Llevan 29 años casados y decidieron rezar juntos

Eran jóvenes y alcohólicos, y a punto de divorciarse escucharon algo... hoy tienen 15 hijos

Una intervención externa, bien buscada, puede ser la solución a muchas familias a punto de romperse. Fue el caso de los padres del autor de este artículo.
Una intervención externa, bien buscada, puede ser la solución a muchas familias a punto de romperse. Fue el caso de los padres del autor de este artículo.
Yo tenía seis meses cuando mi madre estuvo a punto de irse de casa. Mi padre había estado repitiendo durante un tiempo que no quería seguir casado, que la cosa no funcionaba. Mi madre estaba cansada de decir que, por ella, no habría problema.

El salvador: un vecino hipocondriaco
Ya no había comunicación entre ellos, aunque ella sabía cómo dramatizar las cosas. Al no tener dinero para comprar una maleta, amontonó nuestras pertenencias en bolsas de papel marrón y las dejó en el salón del pequeño apartamento. Y para que él pudiera ver cómo nos íbamos, esperó a que mi padre volviera del trabajo para subirnos al coche.

“¿Vais a algún sitio?”, parece ser que fue todo lo que él dijo.

Ella estaba volviendo para coger otra bolsa cuando su vecino, un hombre locuaz al que habían operado recientemente de hernia, la interrumpió. Antes incluso de entrar en nuestro apartamento ya se había desatado el cinturón para describir, con todo lujo de detalles, la operación y el curso del postoperatorio. Media hora después, mi madre y mi padre se estaban riendo a carcajadas. Y mi madre decidió no irse e intentar arreglar la relación.

Veintinueve años y quince hijos después, siguen riéndose de lo que ahora ellos reconocen como las peculiaridades de la misericordia de Dios. Este ensayo no narra toda la historia de mis padres; pero un día me gustaría poder hacerlo. Ahora quiero honrar públicamente lo que Dios ha hecho, afirmando de nuevo que la gente que sufre y las familias desestructuradas deben mantener la esperanza.

Sin amor de padre
Mis padres eran dos adolescentes alcoholizados que crecieron sin modelos emocionalmente válidos y mucho menos con padres que se amaran entre ellos. Mi madre era campeona de carreras de campo a través, pero nunca hubo nadie aplaudiéndola desde la tribuna.

Cuando yo tenía unos nueve años de edad, una noche ya estaba acostado cuando mi padre me llamó. Tuve miedo de haber hecho algo mal, porque me dijo que me sentara. Todo lo contrario: me explicó que no podía recordar una sola vez en que su padre le hubiera dicho que le amaba. Quería asegurarse de que a mí no me pasara lo mismo.

Matrimonio con todas las papeletas para fracasar
Mi madre sufrió traumas muy graves en el instituto, pero evitaba el abuso de sustancias antes de las horas de clase, gracias a lo cual se graduó. No se puede decir lo mismo de mi padre. A pesar de su alcoholismo severo, ambos fueron acogidos y cuidados por familias estables y llenas de amor. Ese amor no les cambió inmediatamente, pero empezó a resquebrajar los caparazones que se habían construido y la luz empezó a entrar. Como dijo una vez mi madre, esas familias “no tenían la intención de salvar a dos jóvenes, simplemente amaron a quienes Dios dejó en sus regazos”.

Mis padres se conocieron en rehabilitación unos años más tarde, después de que se les acabaran otras opciones. En la boda de mis padres la gente hacía apuestas sobre si el matrimonio duraría o no hasta mi nacimiento, cinco meses más tarde. Mi padre me ha dicho varias veces que yo fui el instrumento que le hizo entender lo egoísta que era, porque yo fui la primera persona que no intenté en absoluto acomodarme a sus necesidades.


Matthew Loftus, autor de este artículo, en el cual habla de la historia de sus padres.

Cuando mi hermano estaba a punto de nacer mi madre llamó a una agencia de adopción, aterrorizada ante la perspectiva de tener un segundo hijo. Se limitó a hacer la llamada, pero su desesperación da idea del amor fragmentado y en estado embrionario que guiaba nuestra familia. Sin ninguna orientación, mis padres tomaron muchas decisiones por temor.

Segundo salvador: un dato oído en la radio
Mi padre, temeroso de repetir los mismos errores que sus padres, oyó en la radio que las familias que van a la iglesia juntas tienen tendencia a permanecer juntas. Aunque su experiencia con el cristianismo había sido breve y superficial, y el grupo de amigos de mi madre en el instituto la acercó a las drogas y al sexo empezaron a ir a la iglesia. En su iglesia, el centro de la formación era el estudio de la Biblia en comunidad. Allí ambos entregaron sus vidas a Cristo y a partir de entonces intentaron amarnos y educarnos de la mejor manera posible.

El cambio no fue fácil. Eran dos personas profundamente heridas que se habían unido para superar su soledad y que, en consecuencia, tuvieron que luchar contra una serie de discrepancias básicas en sus preferencias de vida. A menudo se gastaban todo el dinero que tenían, lo que llevaba a más conflictos.

Uno de estos conflictos terminó con un puñetazo que hizo un agujero en la puerta de su habitación. Mis padres se enfadaban tanto el uno con el otro que a veces no podían estar juntos en el mismo coche. Una noche, mi padre llegó a la iglesia media hora más tarde que nosotros. No podía evitar estar preocupado por él, pues le había visto salir violentamente de casa. Resulta que, convencido de la fuerza que tiene el Espíritu Santo, se había parado al borde de la carretera para rezar y pedir perdón a mi madre.

Ofreciendo una oportunidad
El modo como mis padres fueron amados moldeó el modo como ellos amaron a los demás. Mi padre no volvía a casa sólo para jugar con nosotros: era  quarterback a tiempo completo para todos los partidos de fútbol [americano] del barrio. Mi madre no sólo nos daba clases en casa, sino que encabezó la petición de poder impartir también clases de ciencias.

Al haber sido acogidos en su adolescencia decidieron abrir su casa a los jóvenes heridos que entraban en su vidas; una de estas jóvenes se convirtió con el tiempo en mi esposa. Juntos tuvieron quince hijos y crearon un amor entre ellos tan intenso y tenaz que sus hijos, al crecer, a veces tuvieron dificultad en igualar su intensidad con la de sus parejas.

El debate de las ayudas públicas en situaciones marginales
En los Estados Unidos, un tema recurrente en los debates sobre el aborto es la necesidad de abrir nuestras casas a adolescentes embarazadas y madres solteras. Mis padres lo han hecho y no es fácil. Me gustaría decir que el amor -dar la bienvenida, por ejemplo, a una heroinómana en tu propia casa-, conduce siempre a un final feliz, pero no es así. Mis padres, sin embargo, han permanecido fieles a su llamada, a su vocación. Su elección ha sido que su amor ilumine.

Cuando en mi trabajo como médico de familia en Baltimore conozco a jóvenes familias en dificultad o desestructuradas, no puedo evitar pensar cómo debería parecer mi familia a los ojos de los profesionales que ayudaron a mis padres hace treinta años: vidas llenas de dolor, de lucha por sacar adelante a unos hijos teniendo pocos recursos y estando desvinculados de cualquier tipo de comunidad de apoyo.

El modo cómo se debate sobre estas familias está increíblemente polarizado. Ambos lados pueden presentar ejemplos en apoyo de sus propias tesis; de hecho, todos conocemos a alguien cuya irresponsabilidad está subvencionada o a otra persona que ha hecho todo bien y sigue viviendo en la pobreza. Estas historias, aunque son muy convincentes, fracasan, porque no consiguen describir la complejidad de la lucha de la mayoría de las familias que viven en los márgenes de la sociedad.

Las instituciones y las comunidades de apoyo que ayudaron a la rehabilitación de mis padres: Alcohólicos Anóminos, Women, Infants & Children y los colegios públicos, subrayan la importancia de proporcionar recursos para que la gente pueda hacer frente a las necesidades básicas y para que adquieran las habilidades necesarias para la vida.

No puedo tampoco ignorar el hecho de que empezar desde la clase media y ser blancos nos dio unas ventajas que se olvidan fácilmente y a menudo se pasan por alto. Esta comprensión estructural de cómo conseguimos salir adelante me ayuda a imaginar la posición de mis padres en su lucha considerando lo mucho más difícil que hubiera sido si mi padre no hubiera encontrado trabajo fácilmente, o si mi madre no hubiera tenido la formación necesaria para educarnos en casa. Pero eso minusvaloraría el papel de las relaciones y la formación que mis padres experimentaron a través de la Iglesia.

Un hogar con el amor muy presente
Mi padre y mi madre me enseñaron la importancia de estructurar mi propia vida conscientemente para permitir que entren en ella otras personas que están sufriendo. El césped de nuestro jardín siempre estaba desigual, nuestros calcetines iban desparejados y el suelo no duraba limpio más de cinco minutos, pero el amor en nuestra casa era evidente para cualquiera que entrara en ella. Esto tiene ramificaciones profundamente personales y estructurales: la tendencia humana a agruparse con gente que es igual a nosotros y evitar a las personas necesitadas crea segregación y discriminación. Por consiguiente, las políticas que subvencionan la separación social y favorecen la desconexión entre las personas deben ser contempladas con mucha prevención.

Considerando la frecuencia con la que mis padres empezaron, desde muy temprano, a expresar aversión por su matrimonio, es increíble que hayan permanecido juntos. Si hubieran sufrido cualquiera de las contingencias que, rutinariamente, sufrían nuestro vecinos afroamericanos -arrestos ilegales o discriminación laboral, por ejemplo-, me estremezco al pensar qué le hubiera sucedido a su frágil unión.

Imitando a Jesucristo
Ninguna política puede reemplazar el trabajo de abrir el propio corazón a la relación con una persona vulnerable. Sólo el Espíritu Santo y el amor de otros pueden hacerlo. Tal como dicen Amber y David Lapp, "no hay alternativa al servicio de ser un buen vecino". Sin embargo, ser vecino implica la decisión de hacernos vulnerables al riesgo de amar. Esta vulnerabilidad -la inevitable vulnerabilidad de amar a adolescentes alcohólicos y a familias rotas- depende, a su vez, de una fe y una esperanza duraderas.

Sin la esperanza de que cualquiera puede cambiar, de que el mundo tal como lo conocemos cambiará, el cinismo aumenta hasta ahogarnos en la desesperación. Las relaciones con personas que no son como nosotros disminuyen este cinismo.

Acoger a los demás para abrirles a los dones de Dios
Mi madre y mi padre estaban atrapados individualmente en la desesperanza, pero fueron acogidos por personas que vieron más allá de sus profundos errores. Ellos, a su vez, abrazaron una fe que les permitió creer que esos errores podían ser superados por la fuerza del Espíritu Santo si sometían sus deseos a Dios y abrían sus corazones a otros, como Cristo había hecho con ellos. La fe no prohíbe trazar límites apropiados para protegernos a nosotros mismos y a nuestras familias; más bien al contrario, amplia esos límites y nos asegura la salvación en Dios incluso si esos límites son violados.

Mis padres pueden testificarlo y yo puedo proclamarlo: Cristo cambia tu vida. El amor de Cristo hacia nuestra familia llegó a través de amigos e instituciones; tomó la forma de fuerzas personales e impersonales que nos llevaron hacia comunidades que vivían a la luz del Señor y nos ayudaron en nuestra vida. Mi madre y mi padre respondieron a estos dones con enorme gratitud y ahora envían a sus hijos al mundo para que bendigan a otros. Mi esposa y yo hemos creado nuestro hogar en el centro de Baltimore y cuando voy a casa de mis padres, a menudo encuentro a alguien que no conozco durmiendo en mi habitación. La fe, la esperanza y el amor siempre son fructíferos.

Dios, actuando a través de Su pueblo, puede transformar uniones frágiles como la que me creó a mí. Esta semana, en nuestra familia estamos echando cuentas de las bendiciones que hemos recibido, y esperamos que Dios haga lo mismo si nos hacemos vulnerables por otros. No todos actuarían según una apuesta estadística, como hizo mi padre; de hecho, muchas corrientes culturales separan con un muro a los ricos y fieles de quienes pueden disminuir nuestro patrimonio o extraviar a nuestros hijos. El Espíritu Santo puede, desde luego, derrotar cualquier barrera cultural o socioeconómica que nosotros construyamos, pero el pueblo de Dios no debe rebelarse contra el aguijón, no sea que suframos el juicio de Sodoma. Debemos abrazar la oportunidad de compartir nuestra vida junto a los vulnerables mientras esperamos lo que haga Dios.

Publicado en The Public Discourse.
Traducción de Helena Faccia Serrano, diócesis de Alcalá de Henares.
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