Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

El integrismo que vuelve y lo lía todo


El maximalismo de los neointegristas de ahora, me retrotrae a lamentables episodios de la convulsa historia de España, de infausta memoria.

por Vicente Alejandro Guillamón

Opinión

Observo con preocupación y tristeza la reaparición de una cierta corriente neointegrista, expresada por algún que otro bloguero ocupado mayormente en atacar sin tregua y creciente ferocidad al PP y al liberalismo. No es que yo tenga parte alguna en el negocio pepero, pero estas actitudes un tanto maximalistas, me parecen perniciosas y carentes de realismo.

Anclar la acción política básicamente en el antiabortismo es una postura reduccionista que degrada, rebaja y contamina de intereses partidistas la noble y muy meritoria lucha a favor de la vida, que debe mantenerse dentro de los cauces de protesta cívica que ha seguido hasta ahora. Despolitizada en su planteamiento, esta lucha puede concitar la coincidencia y el apoyo de gran número de personas, más allá de sus preferencias políticas personales.

El maximalismo de los neointegristas de ahora, me retrotrae a lamentables episodios de la convulsa historia de España, de infausta memoria. Durante la Restauración, los católicos votaban principalmente al partido liberal-conservador que diseñó y encabezaba Canovas del Castillo, excepto el irreductible núcleo carlista, más papista que el Papa, que repudiaba precisamente por liberal a este partido y a la rama alfonsina que el mismo apoyaba, aunque no lo condenaran la generalidad de los obispos.

El golpe de Estado que trajo la II República, pilló a los católicos en pantuflas, como en general a todos los monárquicos, que no terminaban de creerse el brusco y súbito cambio de régimen, tal era el grado de aturdimiento y confusión en que les había dejado el vuelco. En este estado de profunda depresión colectiva del sector conservador, apareció un hombre providencial entregado a la causa de la Iglesia y de España. Abogado del Estado, emprendedor y resuelto, había fundado anteriormente con el jesuita padre Ayala la ACNdeP (Acción Católica Nacional de Propagandistas, ahora si la N de nacional) y el periódico “El Debate”, en su época el más moderno y mejor hecho de España. Me refiero, obviamente, a don Ángel Herrera Oria, con el tiempo sacerdote, obispo y cardenal.

Don Ángel, sin arredrarse por la lucha titánica en la iba que a meterse, fundó –una más de las muchas obras que creó- el partido político que terminó siendo la CEDA –Confederación Española de Derechas Autónomas-, que de la nada llegó a ser en dos años, la minoría mayoritaria del Congreso de Diputados bajo el liderazgo de don José María Gil Robles y Quiñones de León, catedrático de Derecho Constitucional,
hombre combativo y valeroso, gran organizador, excelente orador parlamentario y mitinero fogoso.

La CEDA tuvo que hacer frente a grandes enemigos, pero no solamente por la izquierda. A los jacobinos masónicos republicanos que capitaneaban por un lado Azaña y por otro Martínez Barrio, y los socialistas marxistas, hubo que sumar la enemiga de los monárquicos alfonsinos de Renovación Española bajo la batuta del ardiente Calvo Sotelo, los carlistas de la Comunión Tradicionalista, los nacionalistas del PNV, y los falangistas de José Antonio. Y no digo nada la que se armó en la derecha, especialmente entre el carlismo ultra católico, cuando Gil Robles pactó con el viejo demonio de Lerroux la gobernabilidad de aquel régimen malhadado, que su presidente, don Niceto, el cacique de Priego, también católico según él, se empeñaba en hacerla inviable, provocando constante crisis de gobierno de la coalición radical-católica.

La división del voto católico en época tan convulsa, tuvo su gran reflejo en los hechos que se registraban en la localidad castellonense de Villarreal, esa que tiene un extraordinario equipo de fútbol, que para sí quisieran todas las capitales de provincia y grandes ciudades de España, más allá de los supergrandes. En esta población, entonces de unos veinte mil habitantes o poco más, existían dos asociaciones o cofradías religiosas, bajo dos advocaciones marianas distintas: la del Rosario y la Purísima. Rosarieros y purisimeros, más bien las mujeres en una sociedad matriarcal, se odiaban a muerte, y decían cosas tan gruesas de la Virgen contraria, que ni siquiera me atrevo a reproducir. Creo que fue don Vicente Enrique Tarancón, que estuvo de arcipreste en la parroquia villarrealense de San Jaime, el que apaciguó los ánimos y puso algo de paz entre ambas fracciones. Y todo por causas políticos. Los rosarieros apoyaban a los carlista, que en la Plana tuvo tanto o más predicamento que las Provincias Vascongadas, y los purisimeros, influidos por los jesuitas, seguían a la CEDA.

La nueva formación política era accidentalista, o sea, que no hacía causa de república o monarquía, que consideraba formas accidentales y secundarias, aunque en el fondo de su corazón la gran mayoría de ellos eran monárquicos alfonsinos. Además desarrollaron la teoría del mar menor –eso que pone de los nervios a nuestro bloguero de referencia- y el bien posible dentro de lo que había, y lo que había era una república sectaria, cainita y jacobina. Pero había que aprovechar en lo posible lo que daba de suyo tan precaria situación, es decir, practicar el posibilismo, que sacaba de sus casillas a sus furiosos enemigos de derechas.

Bueno, pues parece que después de la cantidad de vueltas que ha dado el mundo, volvemos a las andadas, sin que hayamos aprendido nada de las lecciones de la Historia. Menos mal que alguno de estos retoños del viejo roble, escriben tan largo y tedioso, que no hay forma de seguir su lectura. O sea, que son más plastas y aburridos que convincentes. Señal de que andan extraviados.

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