Miércoles, 24 de abril de 2024

Religión en Libertad

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II Domingo de Adviento

por Al partir el pan

Isaías 11: 1-10; Romanos 15, 4-9; Mateo 3, 1-12

«El que viene detrás de mí puede más que yo, y no merezco ni llevarle las sandalias»
«Dios me redime, me salva. Y yo me abro a la gratuidad de ese amor que desciende sobre mi vida. Me gustaría vivir siempre así. Agradeciendo. Me gustaría tener más libertad interior
»

Quiero dejar de complicarme la vida. Aunque es verdad que a veces son los demás, o las circunstancias del presente, o los fracasos y las pérdidas, los que parecen complicarlo todo. Pero tengo yo también mi parte de culpa. Dejo de hacer cosas por miedo. Hago o digo algunas cosas y me arrepiento más tarde. No sé bien poner mis prioridades en la vida, marcar mis acentos, elegir mis opciones. Me angustio ante los imponderables que no controlo. Intento yo lograr las cosas sin pedir ayuda a nadie, como si fuera capaz de todo. Me ofusco cuando la realidad no es la que yo quería. Me agoto al pensar que tengo que sacar yo solo todo adelante. Dejo de soñar cuando me ato al mundo y sus seducciones, no miro al cielo, miro la tierra. Me aíslo queriendo ser feliz sin que nadie me moleste, sin que perturben mi paz. Me dejo abatir al comprobar mis debilidades, al sufrir caídas. Tropiezo y no encuentro fuerzas para levantarme de nuevo. Y me desanimo con la vida que llevo. Tal vez por eso me gusta el Adviento, porque me da nuevas energías para luchar. Quiero una vida menos complicada. En parte depende de mi actitud. Para lograrlo tengo que creer en ese amor de Jesús que va conmigo y le da sentido a mi presente. Me levanta y me hace soñar. Y le da sentido a mi amor que sueña el infinito. El otro día leía la historia de Katie Kirkpatrick, una mujer enferma de cáncer en estado terminal, que se casó feliz a la edad de 21 años con Nick de 23 años. Estaba muy enferma y a los cinco días de su boda murió. Vivieron su amor para el cielo. Ver a una mujer tan débil y enferma casarse con una sonrisa en el rostro me da qué pensar. La felicidad se puede alcanzar, lo sé, por un tiempo en la tierra, no importa cuánto dure. Sé que es para siempre en el cielo. Por eso tengo claro que no quiero dejar de amar esperando el momento oportuno que a lo mejor nunca llega. No quiero dejar pasar las horas y los días sin hacer nada. No estoy dispuesto. Quiero ponerme ya en camino. Decía el Papa Francisco sobre el Adviento: «Estamos llamados a alargar el horizonte de nuestro corazón, a dejarnos sorprender por la vida que se presenta cada día con sus novedades». Quiero alargar mi horizonte, y no estrecharlo. No pensar en el final. Pensar en todo lo que puedo dar hoy. Muchas personas hablan del final del mundo. A veces porque no están contentas con la vida que llevan y sueñan ya con su final en la tierra para todos. Otras veces porque les angustia la llegada repentina de Dios. A veces porque desean otra vida más plena, más feliz, que la que llevan. No quiero dejar pasar el tiempo. Me pongo manos a la obra. Quiero vivir mi vida en plenitud. Quiero amar donde puedo amar. Necesito cambiar mi corazón en las manos de Dios. Yo solo no puedo cambiarme por dentro. Sólo Él puede. Decía el P. Kentenich: «Si el Espíritu Santo no nos enciende y colma interiormente, por más empeño que pongamos en el campo ascético, la cosecha que haremos será escasa. La pura ejercitación de la voluntad no nos ayuda. Hoy el hombre clama desde lo hondo por liberación y redención interior, y no logra alcanzar el objeto de sus anhelos. Queremos y deseamos las cosas del cielo, pero somos conscientes de que, a pesar de ello, continuamos siendo personas atadas a los instintos y apegados a lo terreno»[1]. No puedo cambiar solo tan fácilmente. Quiero cambiar actitudes y hábitos, pero fallo muchas veces en el intento. Me lo propongo. ¡Qué buenos propósitos saco en ratos de oración, cuando todo me parece evidente y claro, y creo tener fuerzas suficientes! Pero luego en la acción fracaso, me asusta mi fragilidad. Me doy cuenta de dónde fallo. Sin que nadie me ayude a verlo, soy capaz de verlo yo solo. Creo que puedo tocar las cumbres, pero con tristeza compruebo que no soy capaz de cumplir lo que me he propuesto. Quiero ser con los más cercanos tan alegre y servicial como lo soy cuando estoy fuera de casa. Quiero guardar la mejor sonrisa para mi familia cuando regreso a mi hogar. Me propongo volver a empezar de nuevo cada mañana. Pero fallo y me desespero. No es posible, no hay conversión que valga. Parece que mi esfuerzo voluntarioso y esforzado no es suficiente para cambiar de verdad. Quiero entregar mi vida en las manos de Dios, en su Espíritu Santo que todo lo transforma si yo dejo que actúe en mí. Quiero dejar que sea Dios el que cambie mi vida por dentro, yo no puedo hacerlo. Quiero que desate todos mis nudos. Que me haga más realista ante mis propósitos imposibles. Que me descubra lo que puedo llegar a ser si le digo que sí, que estoy dispuesto. Necesito una verdadera conversión. Un cambio de mi mirada. Un horizonte más amplio. No quiero complicarme la vida. Quiero que sea más sencilla y fácil. No deseo sufrir por lo imposible. Ni ahogarme en las más pequeñas dificultades del camino.

En esta segunda semana del Adviento me adentro en el desierto. Hoy Juan grita en medio del desierto: «Una voz grita en el desierto: - Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos». Este tiempo de Adviento me lleva a la soledad del desierto. La frialdad y el calor del desierto. Leía el otro día: «El que va solo al desierto a veces hace muchos rodeos hasta que llega a lo esencial. El desierto es un lugar de encuentro con Dios y con uno mismo»[2]. Quiero encontrarme con Dios en el desierto particular en el que me adentro. Quiero buscar el silencio en estas semanas de preparación. Quiero volverme hacia lo esencial de mi vida, mirar mi corazón, descubrir la presencia de Dios en mí. Quiero comprender al Dios de mi historia. Comprender tantas cosas que a veces no comprendo. El porqué de tantas desgracias. La razón de las injusticias. ¿Vale de algo rezarle a un Dios todopoderoso que al final hace lo que quiere sin que mi oración influya? ¿Cómo tocar la misericordia de Dios en mi vida, en mi desierto, cuando vivo desgracias y sufro heridas? En la cabeza lo tengo todo claro. Conozco aparentemente a ese Dios misericordioso. Pero luego mi corazón no entiende. Se rebela contra Dios. Lo desconoce. No toca su mar de misericordias. No siente su abrazo inmenso. ¿Dónde me habla Dios con fuerza en su amor que se abaja, que se hace niño y viene a mí? Quiero tocarlo. Decía el P. Kentenich: «¿Cuál es mi experiencia personal de Dios? ¿Mi actitud fundamental ante Dios es el temor o el amor? Me refiero al temor o al amor como nota dominante, en nuestra actitud personal»[3]. Quiero tocar a Dios en medio de mi dolor, de mi caminar por el desierto. Pero a veces le tengo miedo. Me asustan las desgracias. No quiero soltar el timón de mi vida en sus manos. No es el amor lo que domina en mí. Tengo miedo. Temo defraudarlo, herirlo, alejarlo de mí con mis actitudes. No lo sé. Yo solo quiero hacerlo todo con amor y no con temor. Quiero tocarlo en brazos humanos, en miradas de misericordia. Palpar su predilección por mí. Creo en ese encuentro personal con Dios en medio del desierto. Como Moisés sobrecogido ante la zarza que no deja de arder. Creo en esa llamada personal que Dios me hace para caminar a su lado. El desierto del Adviento es sólo un tiempo breve que Dios me regala para que esté cerca de Él. Sé que en mi vida habrá tiempos más largos de desierto, de soledad, de cruz. Tiempos de abandono, en los que no note la presencia de Dios y me confronte con esa mano que quiere conducir mi vida. Tiempos duros en los que la imagen del desierto no será agradable. En esa soledad de mis fracasos, de mi enfermedad, de mis pérdidas, de mis dolores. Allí me tendré que arrodillar ante Dios y buscar su querer. Tengo que pasar yo solo por esa experiencia. Nadie me puede aliviar la carga. Igual que yo no puedo sacar a nadie de su desierto. No puedo eludir mi paso por la soledad. Necesitaré esa experiencia para dar un salto de fe, para madurar, para crecer en mi vida espiritual. ¡Qué inmadura es a veces mi fe! El otro día escuchaba una reflexión sobre las langostas. La langosta crece mudando su esqueleto externo duro, y lo hace con frecuencia. Cuando llega a la edad de siete años, muda una vez al año, y después de eso, una vez cada dos o tres años. Lo cierto es que va creciendo y por eso necesita el desprendimiento sucesivo de su esqueleto. Al mudar su esqueleto consume mucha energía en el proceso y se queda por un tiempo expuesta a ser atacada por depredadores. Muda en la medida en que va creciendo y ya no está cómoda en su esqueleto. Pensando en mi crecimiento espiritual, se puede decir que cuando me siento incómodo en mi estructura, busco sucedáneos que calmen mi malestar. Para no cambiar demasiado, para no agotarme. Pienso que cambiar mi estructura puede ser muy doloroso y exigente. Y por eso tantas veces no crezco, porque no mudo mi rigidez. Porque me acomodo en mi esqueleto antiguo y pequeño aunque por dentro me agobie tener tan poco espacio. Me hace bien preguntarme entonces si necesito romper esa estructura rígida en la que me he metido para poder así seguir creciendo. Quiero ver si tengo rigideces que no me dejan avanzar en mi vida espiritual. Quiero saber si me conformo con permanecer constreñido en lo de siempre sin atreverme a cambiar. Tengo miedo a mirar a Dios que me pide cambiar. Me da miedo dejar mis comodidades. Mis hábitos adquiridos. Me da miedo ese Dios exigente que parece no estar contento del todo con mis avances. Es como si a veces me pareciera que no está feliz conmigo. Con mi esqueleto rígido. Y me animara a dar un salto de amor. Quiero tocar su amor en mi vida. Quiero dejarme romper por Él.

Creo que cada tiempo de desierto es una nueva oportunidad que me da Dios para crecer en hondura, en intensidad de vida, en amor. A veces, es necesario salir un poco de lo cotidiano. Eso es el desierto. Necesito salir para ver con distancia mi camino. Para buscar en el alma esas nuevas corrientes que mueven mi corazón y me llevan a lo alto, al encuentro con mi prójimo. Es una oportunidad más para desprenderme de lo que está atado a mi alma y me pesa. Me ata y me esclaviza. Quiero crecer en profundidad. Convertirme de corazón. Este es el grito de mi alma en el Adviento. El grito de Juan en el Jordán: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos. Y acudía a él toda la gente de Jerusalén, de Judea y del valle del Jordán; confesaban sus pecados; y él los bautizaba en el Jordán». Los que llegaban a Juan confesaban sus pecados. Quieren cambiar de vida. Como yo tantas veces. Traen al Jordán su pobreza y su debilidad. El desencanto de la vida. Quieren cambiar y no saben cómo hacerlo. Dudan del cambio. Muchos llegan a escucharle. ¿Por qué se acercan a Juan tantos hombres? Porque les habla de la verdad de sus vidas. Porque les anuncia que Dios está cerca. Porque les muestra un camino de plenitud. Porque les habla de la conversión del corazón. Y les dice que es posible. Me gusta Juan. El hombre íntegro. El hombre fiel que se entrega a su causa hasta el final. Cree sin dudar desde el momento del abrazo de su madre a María. Allí fue bendecido. Y su misión esta unida a Jesús desde que nació. Su humildad lo hace grande. Juan era un hombre de una pieza, un hombre veraz. Su testimonio no es de palabra, es de obras. Juan no es políticamente correcto. Es un hombre libre. No tiene miedo. Llama la atención su forma de vida: «Juan llevaba un vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre». Juan va a la raíz. Desde su pobreza y sobriedad. Les dice que es posible cambiar si quieren hacerlo. Desea la conversión del corazón de todo el que se acerca. Les recuerda que es posible volver a empezar después de haber tocado fondo. Los invita a prepararse porque Dios está cerca y es necesario allanar la tierra del corazón para su venida. Juan es un hombre de Dios exigente. Él vive su vida con exigencia. Practica lo que predica. Hay coherencia en su vida. Y además es un hombre bueno. Me recuerda lo que dice Carlos de Foucauld: «Mi apostolado debe ser el de la bondad. Viéndome deben decirse: ya que este hombre es tan bueno, su religión deber ser buena y si me preguntan por qué soy manso y bueno debo decir: porque soy el servidor de alguien que es más bueno que yo. Yo quiero ser bastante bueno para que se diga: si así es el servidor, ¿Cómo debe ser el maestro?». Viendo a Juan es posible imaginar cómo sería Jesús. Juan es un hombre enamorado. Un hombre de Dios. Lo buscan porque es veraz, porque está unido a Dios, porque les abre el corazón al cielo. Juan era bueno. ¡Cómo tenía que ser entonces aquel al que él no era digno de llevarle sus sandalias! Yo quiero que mi corazón se ensanche rompiendo las durezas que no le dejan amar. Quiero cambiar. Quiero que sea Dios el que me rompa ese esqueleto duro que no me deja progresar. Que renuncie a mis esquemas y me ponga en camino al encuentro del otro. Quiero crecer rompiendo mis límites. Dejando de escuchar esas voces que me dicen que no puedo hacerlo, que no llego a la cima, que no lo voy a lograr. Escucho la voz de Juan en mi corazón. Sé que la concha en la que vivo se me queda pequeña. Quiero cambiar y no lo logro. A veces no quiero porque el cambio me consume mucha energía. Pienso que a veces puedo ser infantil en mi forma de vivir la fe. Tengo esquemas aprendidos de pequeño y no los cambio. Pero no conozco a Jesús como es de verdad. No lo he tocado. No me ha tocado con su misericordia. Ojalá este desierto del Adviento sea una oportunidad para madurar, para recorrer un camino interior. Decía el P. Kentenich: «El viraje completo y la conversión profunda en nuestra vida espiritual se operan por obra del Espíritu Santo. El giro de timón consiste en desplazar el acento de las prácticas ascéticas exteriores hacia una intensificación de la vida de oración y esperar más nuestra santidad como fruto de la acción de Dios. Hay que completar el viraje del egocentrismo al teocentrismo»[4]. No se trata de abandonar las cosas que ya hago. Consiste más bien en poner el acento en el poder Dios. Él puede hacerlo. Puede cambiarme. Puede convertir mi corazón que no quiere cambiar.

La conversión es mucho más que un simple cambio. No se trata sólo de lograr algunos cambios posibles y pequeños, algunas mejoras. No pretendo una transformación superficial. Busco algo más hondo. La conversión es un cambio profundo del alma. El corazón deja de mirarse a sí mismo para comenzar a mirar a Dios. Deja de poner el acento en la voluntad para ponerlo en el amor de Dios que todo lo transforma. Hace falta más humildad para vivir la conversión verdadera desde mi verdad, desde lo que yo soy. No depende ya todo de mí. Dios pasa a jugar un papel central en mi vida. Él decide en mí. Él obra milagros en mí. El Espíritu Santo actúa cuando me pongo en sus manos: «No somos nosotros los que nos redimimos. Sin embargo, eso es lo que pretendemos hacer una y otra vez y por eso tantos fracasos en nuestra vida»[5]. Dios me redime y me salva. Y yo me abro a la gratuidad de ese amor que desciende sobre mi vida. Me gustaría vivir siempre así. Agradeciendo por los milagros que hace en mí. Me gustaría tener más libertad y no vivir apegado a mis formas, a las apariencias, al deber ser. Vivir más libre sin pensar tanto en si esto u esto otro agrada a Dios. Es un cambio en la mirada. Sé que soy el que soy y habrá cosas que nunca cambiarán. Me conmueve la oración que leía el otro día: «Quiero perdonarte Jesús porque a veces no me acepto como soy y me lleno de rabia. Por mis egoísmos sembrados en mi alma. Sé que no son tuyos. Pero ahí los tengo. Te perdono porque no me pules, no me cambias. Y me dejas vivir sin violentar mis formas, sin cambiar mis gestos, sin hacerme de nuevo. No sé cómo consientes que mis pasiones convivan con tu amor más verdadero. Te perdono por no hacerme puro, por no hacerme niño, por no darme un alma más grande. Te perdono por llamarme con mi piel, con mis huesos limitados, con mis manos tan torpes. Te perdono. Porque me llamas a mí en mi debilidad, a mí que no logro sostenerme a mí mismo. Te perdono por no haberme hecho de nuevo cuando te pedí que lo hicieras y haber decidido besarme en mi carne enferma». ¡Cuánto me cuesta aceptarme tan frágil! Quiero cambiar para ser perfecto, para no cometer errores, para ser inmaculado. Me da miedo que no me quiera Dios si no cambio. No actúo entonces por amor, sino por temor. Voy midiendo cauteloso mis pasos por miedo a pasar esa línea invisible que yo mismo me he marcado. Ese límite sagrado que he puesto en mi vida en el nombre de Dios. Por miedo al qué dirán de los hombres que observan mi vida y ven sus manchas. Por miedo a ese Dios que me he creado, que es juez y protector celoso de mi vida. Y yo quiero agradarle. Y hago muchas cosas sólo por agradarle. Y cuando actúo mal me angustio pensando en su reacción al no aprobar mis pasos. Tengo tan grabada esa imagen en mi alma que sólo Él mismo puede cambiarme por dentro. Puede cambiar su rostro en mí. Para vivir con libertad interior. Para ser más humano y más de Dios, sólo por amor. Para sentir que en mis pasos camina Él, no juzgando y condenando, simplemente amándome. Incluso cuando yo mismo no me amo y me condeno. Incluso cuando parece que sigo un camino diferente al que Él hubiera querido para mí. Es tan fácil meter a Dios en mis esquemas. Reducirlo a mi imagen preconcebida. Constreñirlo en una figura rígida que contiene mis propios miedos y formas. La conversión de Dios tiene sus peligros. Rompe mi rigidez. Y me hace de nuevo. Me atrevo a pedirle a Dios que me convierta de nuevo. Que se valga de todo lo que quiera, del poder de su Espíritu, para cambiarme por dentro. No tengo miedo a sufrir cambiando. No temo. Sólo amo.

Hoy muchos llegan a Juan porque están insatisfechos con sus vidas. Tal vez necesitan a Dios. Quizás, la autenticidad de ese hombre les devuelve una imagen de sí mismos que hacía tiempo no miraban. Se ven ante él sin máscaras. Tal como son. Hoy me pregunto qué es lo que busco yo cuando busco a Dios. Siempre he sido un buscador. He buscado mi camino. El tesoro por el que merece la pena venderlo todo. He mirado en mi alma. He alzado la vista al cielo. Todos buscamos algo. Todos deseamos algo más allá de lo que ya vivimos. Nuestra vida a veces es rutinaria y anhelamos más. En este Adviento camino buscando a Dios, buscando mi verdad, anhelo más. Hoy miro a Juan que era un hombre bueno. Y pienso en Jesús. Yo quiero ser bueno, manso, pacífico, como lo fue Él. Miro a Juan que abre los corazones de los hombres con sus palabras. Quiero cambiar. Sé que hay muchas cosas que puedo cambiar: «Puedo decidir cómo paso el tiempo, con quién me relaciono, con quién comparto mi vida, mi dinero, mi cuerpo y mi energía. Puedo seleccionar lo que como, leo y estudio. Puedo establecer cómo voy a reaccionar ante las circunstancias desfavorables de la vida; si voy a considerarlas maldiciones u oportunidades. Puedo elegir las palabras que uso y el tono de voz que empleo para hablar con los demás. Y, por encima de todo, puedo elegir mis pensamientos»[6]. Muchas cosas están en mis manos. Y de ellas dependen muchas cosas más. Pero sé que necesito algo más. Tengo que volverme hacia Dios para cambiar en el fondo. Para vivir más en Dios. Miro a Juan y miro a Jesús que se abaja ante Juan y recibe en el Jordán el Espíritu Santo de sus frágiles manos. Jesús trae en la fuerza del Espíritu la justicia y la paz verdadera. Juan es la voz, Jesús la palabra: «Sobre Él se posará el espíritu del Señor: espíritu de prudencia y sabiduría, espíritu de consejo y valentía, espíritu de ciencia y temor del Señor. Le inspirará el temor del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará sólo de oídas; juzgará a los pobres con justicia, con rectitud a los desamparados. Herirá al violento con la vara de su boca, y al malvado con el aliento de sus labios. La justicia será cinturón de sus lomos, y la lealtad, cinturón de sus caderas». Me gusta mirar a Juan elegido para anunciar a Jesús. Mirar su fragilidad y ver a Jesús en sus ojos, bajo sus manos bendiciendo. ¡Qué misión tan grande en manos tan débiles! Juan me pide cambiar para poder ver a Jesús, para poder encontrarme con Él. Sé que Jesús amó sin condiciones a los pecadores. No pidió como premisa el cambio del corazón. Jesús amó sin medida. Se mezcló con todos. El anuncio siempre es menos que Dios mismo. La esperanza de Juan fue superada del todo por Jesús. Pero era necesaria esa voz en el desierto. Para despertar en el alma el deseo. Para animarme a buscar más. Para salir al desierto y mirar al cielo. Para ver la propia vida en su verdad. Para aprender a pedir perdón. Para mirar el corazón y darme cuenta de cuánto necesito a Dios. Juan me abre el camino. Me ayuda a buscar a Dios. A mirar cuánto necesito cambiar el corazón para estar con Jesús. Me anima a desear que llegue pronto y toque mi vida, cambiándola para siempre.

El otro día leía algo sobre la empatía y me quedé pensando. La empatía es esa habilidad de ponerse en el lugar del otro para entender sus necesidades, sus sentimientos y sus problemas. Es una virtud que escasea un poco. Se trata de escuchar y captar las emociones en una relación cercana y comprensiva. Me permite comprender las emociones y los actos aunque no esté de acuerdo necesariamente con ellos. El otro día vi una película, el zapatero. En ella se cuenta la historia de un zapatero que poseía una máquina de arreglar zapatos que tenía poderes mágicos. Cuando el zapatero se ponía los zapatos arreglados con esa máquina se convertía físicamente en el dueño de los mismos. Se ponía, como vulgarmente decimos, en sus zapatos. Ese poder era una verdadera responsabilidad. Es la caricatura de la empatía. Me pongo en los zapatos del otro, me acabo pareciendo al otro, soy el otro. ¡Qué importante es esta actitud para ser misericordioso con los hombres! Necesito aprender a ponerme en los zapatos del que se acerca a mí buscando cariño, un consejo, una ayuda. No es tan sencillo ponerse en su piel, entender lo que siente, aceptar lo que él ve. Mi tentación es la de juzgar sus actitudes desde mi postura, desde mis zapatos, desde mi estructura. Mi mirada es estrecha y puede ser algo rígida. Por eso necesito crecer en empatía. Ponerme en el lugar del que sufre. Mirar por sus ojos. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Hay que despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha hecho daño». Tengo que educarme para captar el sufrimiento de los que están cerca y comprender su dolor. Captar cuando yo les hago daño. Sentir lo que el otro siente. Y acercarme a sanar su alma con mi voz aunque yo no le haya herido. Y más aún cuando yo haya sido la causa de su dolor. Con mis palabras, con mis gestos, con mi mirada o con mis omisiones. Ponerme en sus zapatos y mirar con sus ojos. Es lo que hizo Jesús cuando tomó mi carne. Pasó poniéndose en el lugar de los que sufrían. Comprendiendo sus miedos. Abrazando sus angustias. Sosteniéndolos en sus heridas. Jesús se puso siempre en camino hacia el corazón del otro. Lo hizo sin pausa, sin demora. El otro día escuchaba en el Evangelio a Jesús: «Voy Yo a curarlo». Se acerca un centurión que tiene a su criado enfermo y Jesús de forma inmediata se ofrece para ir a curarlo. Me impresiona siempre la actitud de Jesús que ve el dolor en el corazón del que se acerca y no duda, se pone en su piel y actúa. Se pone en camino. Responde con prontitud. No tiene esquemas rígidos, no se protege ni se guarda del dolor de los hombres. Se involucra. Sufre con el que sufre. Yo a veces en la vida no respondo así. Pongo excusas, digo que ya iré, que ya lo haré, que ya curaré. Me protejo del sufrimiento de los otros. Para no sufrir yo. Y espero a que otro se me adelante y se acerque al que sufre. No me pongo en camino ahora mismo. No lo hago de forma inmediata. Me acomodo en mi concha, en mi esqueleto, en mi estructura, en mis planes. No hago, no actúo. En el fondo de mi alma deseo que alguien se adelante a mí y actúe liberándome a mí de toda responsabilidad. Me pasa con frecuencia. No digo que voy. Espero. Me escondo. Como si no escuchara. Busco excusas y justifico mi pereza. No quiero ponerme en los zapatos del que sufre. Prefiero pasar de puntillas por su vida. Sin tocarlo mucho. Para que no se me pegue al alma su dolor. No quiero cargar con esa responsabilidad. Pero Jesús quiere que me ponga en la piel del que sufre, del que está solo, del que no tiene nada. El Adviento me saca de mi estructura, de mis límites y me pone en camino hacia el que está junto a mí. ¿Qué está viviendo? ¿Qué le preocupa al que camina a mi lado? No tengo que ir muy lejos. A veces no sé ni lo que está sintiendo el que comparte mi camino. No me pongo en sus zapatos. No me abajo para estar a su lado. Me encierro en mi concha. Me protejo de su dolor. No voy a su encuentro. La empatía es un don sagrado. Es la actitud de la misericordia. Es el Dios que se abaja para caminar en mi alma.

El Adviento es el tiempo de allanar y de limpiar el alma para Jesús. Juan limpia con agua el alma de los que se arrepienten. La condición para que Jesús llegue a mi vida es cambiar, allanar el camino, preparar el alma. Me encanta la imagen del agua y del fuego. Juan regala agua. Limpia y purifica. Para preparar el corazón para Jesús que ya está pisando el umbral. Jesús llega con su Espíritu. Él se da a sí mismo con su fuego. No arrasa. No corta. Sólo transforma con su amor. Enciende el alma. Jesús supera la esperanza. Pero es necesaria la esperanza que anuncia Juan. El desierto. La búsqueda. Mirar el corazón. Abrirlo. Cambiarlo. Limpiarlo. Es el paso humano. El pequeño paso de preparar el camino. De cambiar algo que no funciona en mí. De romper algún muro. De buscar. Después, cuando llegue Jesús, Él hará morada en mí tal como soy. El Adviento es el paso humano. La llegada de Dios es el desborde de misericordia que supera totalmente lo que sueño, lo que busco, lo que me merezco. Mientras Juan habla, Dios calla en Nazaret. Jesús oculto. Juan famoso. El agua limpia mientras el fuego está guardado en el corazón de Jesús. Dios lo va modelando. Un día se encontrarán. El buscador y Dios. El que creyó y Dios. El que esperó y Dios. Toda su vida para un momento. Pienso que el encuentro con Dios es siempre en la medida del anhelo. En la medida de cuánto he abierto el corazón. En la medida de cuánto he mirado hacia dentro. Y aun así, siempre el encuentro supera mi esperanza. Lo que deseo. Lo que espero. Dios no cabe en mi esperanza, en mis manos. Las condiciones de Juan son necesarias para encontrarse con un Dios que ama sin condiciones. La pobreza de Juan en el desierto es necesaria para encontrarme con Dios que camina conmigo, en mi pobreza. Yo lo espero todo. Dios me lo dará todo, mucho más de lo que espero. Hoy Isaías describe ese mundo que anhela mi corazón: «Habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león pacerán juntos: un muchacho pequeño los pastorea. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león comerá paja con el buey. El niño meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi monte santo». Deseo un mundo de paz. Sin daños ni estragos. Un mundo de concordia. En el que todos se entiendan, se amen, se respeten. Miro el mundo que me rodea y me siento tan lejos de ese sueño. Yo mismo no construyo un mundo así con mis actitudes. Un mundo de paz en el que podamos vivir los unos junto a los otros sin entrar en discusiones y peleas. Ni siquiera es posible en mi hogar, en mi familia. Quiero que cambie todo con su paz. Con su amor tranquilizador. Quiero ese encuentro que me desborda. Pero a veces no logro entrar en mí y no dejo a Dios actuar en mi alma. Por eso no logra darme su paz. Ese mundo de Isaías es el paraíso que sueño. Dios lo puede hacer realidad en mí si me dejo. Puede hacerme instrumento de su paz. ¿Cómo hago para que haya paz en mi propio corazón? ¿Cómo hago para que reine la paz en mi propia familia? Hoy viene Dios a mí a traerme su paz. Hoy juan me grita a mí. Es la voz de Dios en mi desierto. ¿Qué palabra me dice Juan a mí en mi desierto para preparar mi corazón para Jesús? La vida de Juan sin Jesús no tiene sentido. Mi propia vida sin Jesús tampoco tiene sentido. Jesús ya está en el umbral de mi vida. Viene a mí, llega pronto.
 

[1] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[2] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 28
[3] J. Kentenich, Vivir con alegría
[4] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[5] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[6] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
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