Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Dios y el hombre


Cuando se dice que quienes están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos, se está cayendo en el «pensamiento débil» de nuestros días.

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

A partir de Jesucristo, Dios sólo puede ser afirmado afirmando al hombre; nunca al margen y menos a costa del hombre; y el hombre no puede ser afirmado y reconocido plenamente al margen y, menos aún, en contra de Dios. El hombre no es una «cosa» o un «objeto» del cual servirse, sino que es siempre un sujeto amado cada uno por sí mismo por Dios, objeto de un amor incondicional, dotado de conciencia y de libertad, llamado a vivir responsablemente en la sociedad y en la historia, ordenado a valores espirituales y religiosos. Esto es básico: entre todas las criaturas de la tierra sólo el hombre es persona, y precisamente por eso, centro y vértice de lo que existe sobre la tierra. La dignidad personal es el bien más precioso que el hombre posee.

Los principios-fundamentos cristianos sin duda iluminan la razón y desvelan la gramática común del ser humano, de cuyo rostro no se pueden borrar los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios y el amor de Dios de que es objeto. En estos principios se encuentra la fundamentación más firme de los derechos universales; a partir de los fundamentos cristianos, se puede establecer una jerarquía objetiva, no relativista, de los mismos. No cabe, no debería caber en modo alguno, atentado contra la dignidad del hombre, contra lo que corresponde a su verdad: vulneraría el derecho fundamental. Y en un derecho fundamental está en juego un valor que no se le puede privar al hombre sin grave daño e injusticia, y en el que se expresa algo de la esencia del hombre. La perdida del sentido de esa esencia, o verdad, del hombre es donde podemos encontrar la raíz de la actual crisis política y social, en general, y de los derechos humanos en particular.

La crisis política y social a la que me estoy refiriendo, en particular de los derechos humanos, es fácilmente constatable para cualquier observador imparcial de la actual hora histórica y crítica de la humanidad; se manifiesta, en concreto, en toda su hondura moral y en su trascendencia crucial para el futuro del hombre a través del nuevo planteamiento del derecho a la vida, que ha precedido, acompañado y seguido a los cambios legislativos entorno al aborto. La duda sobre el sujeto del primer derecho fundamental de la persona humana, del derecho a la vida, ha quedado instaurada en el corazón mismo del sistema ético-jurídico, tan laboriosamente elaborado a lo largo de siglos de purificación constante de la experiencia jurídica de la humanidad, en medio de innumerables contratiempos y dificultades. La praxis jurídica y social que se ha impuesto, por desgracia, en los ámbitos legislativos y jurisdiccionales de la mayoría de los Estados hasta ahora, es la negación al ser humano del derecho fundamental a la vida en el periodo inicial que sigue a su concepción. El precio antropológico no podría ser otro que el poner en cuestión su carácter de humano, llevando la argumentación, en no pocos casos, hasta el extremo, abiertamente insostenible desde todos los puntos de vista científicos, de que el embrión es una cosa, un algo, que forma parte del cuerpo u organismo de la madre, y no, en feliz expresión de Julián Marías, un alguien, un quien, al que no se le puede sustraer la condición de ser personal, inherente a todo ser humano.

La historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está de parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista, según la cual no existe una norma moral arraigada en la naturaleza misma del ser humano, a cuyo juicio se tiene que someter toda concepción del hombre, del bien común y del Estado. El relativismo impide poner en práctica el discernimiento necesario entre las diferentes exigencias que se manifiestan en el entramado de la sociedad, entre lo justo y lo injusto, entre el bien y el mal. Cuando ya no se tiene confianza en el valor mismo de la persona humana, se pierde de vista lo que constituye la nobleza de la democracia: ésta cede ante las diversas formas de manipulación y corrupción de sus instituciones.

Cuando se dice que quienes están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos, se está cayendo en el «pensamiento débil» de nuestros días. «Pensamiento débil» al que correspondería una moral subjetivista y una política pragmática que, tras la crisis de las ideologías políticas, convertiría a la democracia misma en una ideología y dejaría el conjunto de la vida política al resultado azaroso de la lucha de intereses o de poder. ¿No es este pensamiento el que se ha apoderado de las legislaciones europeas u occidentales al legislar sobre el derecho a la vida en el caso del aborto o de la eutanasia? ¿No sucede algo parecido con respecto al matrimonio y a la familia? ¿A dónde nos conduce todo esto?
 

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