Viernes, 29 de marzo de 2024

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Como buen estratega, "Dios entrega sus más duras batallas a sus mejores soldados"

por Familia en construcción

 Tener a un hijo hospitalizado es una experiencia poco agradable. Verle enfermito, sufriendo cada vez que se acerca una enfermera porque piensa que le van a pinchar de nuevo, sin fuerzas, con una u otra debilidad... Sin embargo, la mayoría de veces que esto ocurre suele ser por circunstancias que habitualmente no son graves, por lo que dentro de todo lo mala que puede ser la situación, uno sabe que pronto pasará y el peque volverá a casa a hacer vida normal y todo quedará en un oscuro recuerdo.

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Sin embargo, desgraciadamente no siempre es así. Desgraciadamente, algunas veces las cosas son más serias, más complicadas. Desgraciadamente, a veces el diagnóstico es atroz y el sufrimiento de los padres indescriptible. Todos los pequeños detalles del sufrimiento diario de ese niño (cuando le ponen una vía, cuando no puede salir a la calle a jugar con los demás y tiene que estar postrado en una camita de hospital, cuando se despierta varias veces cada noche aterrorizado al oír pitar la bomba de las medicaciones, cuando tiene que entrar a quirófano o hay que dormirlo enterito para una prueba de diagnóstico...) todas esas cosas que a cualquier padre nos estremecen, pasan a un segundo plano en esos casos en que la esperanza solo permanece en el corazón, pero médicamente es incierta.

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Por eso, quiero dedicar este post a esos padres que sufren de la peor manera que puede sufrir un padre y que, a pesar de todo, no solo resisten y aguantan, sino que avanzan, sonríen cada día, miran hacia el futuro con confianza, se apoyan plenamente en Dios y se convierten -en su dolor infinito- en los mejores aliados de sus pequeños, que gracias a esa actitud, tienen un día a día como el de cualquier niño, solo condicionado por las propias limitaciones de la enfermedad.
Padres que se abandonan a sí mismos por completo, olvidando enteramente su dolor, para volcarse en la felicidad de ese niño suyo. Padres que destierran cualquier natural egoísmo, renunciando a una comprensible sobreprotección, para tratar a sus hijos de la manera más normal posible y hacer así, de su día a día, un camino de alegría y normalidad que son un regalo para la vida de esos niños. Padres que, conscientes de la importancia de su papel, no renuncian a seguir educando cada día a sus hijos, a pesar de la excepcionalidad de su situación, porque saben que ese es el mejor camino para hacerles crecer felices y fuertes de espíritu. Padres que, pese a la inmensidad de su dolor, en su infinita generosidad, sufren y lloran en silencio, para hacer más llevadera la enfermedad del pequeño a todos los que tienen cerca. Padres que no se quejan de su dolor, sino que agradecen a Dios cada segundo que les regala junto a sus niños, y así lo manifiestan. Padres que no huyen de los comentarios de conocidos y extraños ni eluden el tema de conversación, sino que agradecen como un bálsamo de gracia cada regalo de oración por la curación de sus hijos. Padres, en definitiva, que no están hechos con el mismo barro que los demás padres, porque ya dicen que Nuestro Señor, en su infinita sabiduría, envía sus más duras batallas a sus mejores soldados. Eso es lo que son esos padres, luchadores celestiales en medio del mundo. Guerreros valientes que afrontan sus miedos y los desechan para avanzar cada día por el camino del ejemplo y del amor.

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