Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

El diapasón de la asamblea episcopal


Blázquez concita en este momento un amplio consenso entre obispos que pueden tener acentos y sensibilidades diversas. Representa a un tiempo la solidez doctrinal y la cordialidad pública, se le reconoce una capacidad de sumar que, ahora mismo, resulta imprescindible.

por José Luis Restán

Opinión

La renovación de cargos en la Conferencia Episcopal Española, que acaba de tener lugar, refleja una lógica continuidad (la Iglesia nunca se mueve mediante saltos ni rupturas) matizada por algunos elementos interesantes para comprender la dinámica histórica en la que se inscribe la presencia y misión de la Iglesia. El principal factor de continuidad es la reelección del cardenal Ricardo Blázquez como presidente para un segundo trienio. Blázquez concita en este momento un amplio consenso entre obispos que pueden tener acentos y sensibilidades diversas. Representa a un tiempo la solidez doctrinal y la cordialidad pública, se le reconoce una trayectoria no exenta de sacrificios gravosos (como su ministerio en Bilbao en años muy duros, marcados por el terror de ETA) y una capacidad de sumar que, ahora mismo, resulta imprescindible. Sus apelaciones a la laicidad positiva consagrada por nuestro texto constitucional, y su advertencia clara y templada sobre las consecuencias de un laicismo agresivo que parece tristemente rebrotar, sintetizan con austeridad castellana la palabra de la Iglesia en este último trienio, que incluye un 2016 marcado por la inestabilidad política y el populismo.
 
El último trienio de la CEE ha estado marcado por el cansancio que había provocado un modo de presencia pública que vino exigido por la pleamar del zapaterismo. Las valoraciones pueden ser diversas y aun contradictorias, pero es un hecho que una mayoría episcopal reclamaba una especie de pausa, un replanteamiento de las formas y un redimensionamiento de las insistencias, en línea también con las sugerencias del papa Francisco. Por otra parte, batallas de muy hondo calado social y ético como las del aborto, el matrimonio homosexual o Educación para la Ciudadanía, requerían ya un nuevo planteamiento, una vez que las respectivas legislaciones están asentadas. Además, el fuerte impacto social de la crisis económica unido a la cuestión creciente de la inmigración y posteriormente de los refugiados reclamaban una renovada atención eclesial, no sólo en el plano de la acción (que jamás ha faltado) sino también en el discurso público. A eso vino a responder la Instrucción Pastoral Iglesia servidora de los pobres, que en absoluto ha representado una ruptura pero sí un acento propio de la implicación histórica de la Iglesia.
 
El nuevo periodo que ahora se abre sigue marcado en buena medida por estas claves, pero el tiempo histórico corre de prisa y los obispos entienden que las coordenadas de 2017 no son exactamente las mismas que las de 2014. Quizás eso explique la relativa “sorpresa” de que hayan llamado de nuevo al cardenal Antonio Cañizares a ocupar la vicepresidencia. Y es que Cañizares ha representado la necesidad de alzar la voz en defensa de libertades fundamentales, no solo de los católicos, frente a una prepotencia y una intolerancia redivivas. El acoso a la escuela concertada y a los símbolos católicos en el ámbito de la comunidad y el ayuntamiento valencianos ha movido al arzobispo de aquella sede a levantar la voz, y consecuentemente a sufrir acoso social y político. Pero algo similar, aunque con envoltorio más blando, sucede en otras Comunidades Autónomas, donde gobiernos de izquierda y derecha imponen la ideología de género a través de la escuela y del discurso oficial, amenazando con sanciones que constituyen un grave peligro para la libertad.
 
Cómo responder a esos desafíos en este cambio de época, del que suele hablar Francisco, es una de las cuestiones que los obispos discutirán estos días. Cómo hacerlo sin olvidar que el núcleo de la misión de la Iglesia es comunicar, a través del testimonio personal y comunitario, la belleza, verdad y bondad de la vida que ha sido tocada y cambiada por Cristo. Y comunicarlo a un mundo que muchas veces ya no guarda memoria de las palabras cristianas elementales, que ha dejado de ejercer una racionalidad abierta y sostenida por la tradición cristiana, y que en algunos sectores se nutre de un rencor incomprensible. No hay fórmulas para esto; más bien debe ser fruto de esa conversión pastoral a la que llama el Papa y que todos los obispos españoles desean para sí mismos. Entre tanto, la Asamblea episcopal toma nota de una especie de aire malsano que estos días ha encontrado expresión en la maniobra patética y retorcida de Pablo Iglesias a propósito de la Misa en La 2 de TVE, y también atisba que los consensos para lograr el deseado pacto educativo pueden empujar a la orilla cuestiones vitales como la asignatura de Religión o la libertad de elección de los padres. Los obispos no abandonan la línea maestra del diálogo y del encuentro, simplemente observan que también es necesaria una palabra pública incidente.
 
Hace pocos días, uno de ellos me comentaba un encuentro con periodistas de fuste que le hacían notar la urgencia de que en el tiempo de Trump, del Brexit, del yihadismo que golpea en nuestras plazas, de la neurociencia y los vientres de alquiler, la palabra de la Iglesia pueda seguir siendo escuchada… aunque moleste. Y no eran precisamente devotos católicos quienes así lo demandaban. Seguramente esa conciencia ha sido compartida por obispos de diferentes edades y procedencias, y eso explica que la misma melodía se toque ahora con una clave algo distinta.
 
Por lo demás resulta un tanto necio seguir proyectando esquemas político-sociales sobre la realidad de la Iglesia. Dibujar una especie de arco parlamentario con una izquierda, un centro y una derecha que tendrían sus respectivos líderes episcopales, pujando entre sí, pactando y consiguiendo cuotas de influencia, es una mala película de ciencia-ficción. Y cuando se introduce el factor “Francisco” para dibujar una raya que separa obispos prometedores de rémoras cavernícolas, o para medir el grado de satisfacción o fastidio que provoca la libre elección que acaba de producirse, se incurre ya en algo tóxico para la narración de la vida eclesial.
 
Generalmente las cosas son más sencillas y limpias que las tortuosas fantasías de algunos. El nuevo Comité Ejecutivo, verdadero órgano de seguimiento y orientación del camino común de las diócesis españolas (que no otra cosa) refleja bastante bien una realidad que no encaja en torpes esquemas precocinados: lo preside Blázquez, que como hemos dicho representa el único “liderazgo” ahora reconocido (aunque sea un liderazgo tipo soft, frente a otros como los de los cardenales Rouco y Tarancón); ocupa la vicepresidencia Cañizares, que introduce el matiz de un diapasón social más elevado; en él se sentará el cardenal Osoro como arzobispo de la diócesis más populosa, y seguramente más dinámica y creativa de España; se suma el arzobispo Omella, el nuevo pastor de Barcelona, que no puede estar ausente de este órgano a la vista de todo lo que se juega en este momento histórico; entra por primera vez el arzobispo de Oviedo, Sanz Montes, franciscano y teólogo, un hombre que no rehúye el buen combate de la fe y de la razón; y completa la mesa el arzobispo de Zaragoza, Vicente Jiménez, que goza de aprecio general por su sencillez y talante pastoral.
 
Además de votar y votar, esta semana los obispos hablan de la urgente necesidad de sacerdotes que escuece a nuestra Iglesia, de suscitar vocaciones, de cuidarlas y acompañarlas hasta buen puerto; se plantean el desafío de encontrar y acompañar a los jóvenes sin tener miedo de la condición en que se encuentran; piensan juntos cómo hacer que las familias sean verdaderas protagonistas de una Iglesia en salida… Y saben que no basta repetir palabras justas y certeras: ayer “nueva evangelización” o “atrio de los gentiles”, hoy “Iglesia en salida” o “ir a las periferias”. Cada una de ellas abre una perspectiva necesaria, pero hace falta que esas palabras remitan a hechos, a presencias de carne y hueso, que describan la pasión, el dolor y la dulzura de anunciar a Cristo como el único que salva la vida. La CEE puede ayudar a todo eso, puede estimularlo con liderazgos, iniciativas y documentos adecuados… Pero no puede sustituir a la vida-vida, a los testigos de la fe, a las comunidades en las que brota el agua que necesitamos. Y los obispos, de cualquier cepa que sean, lo saben bien. Así que después de ponderar la importancia real de estas votaciones, no perdamos de vista lo que es más decisivo.

Publicado en Páginas Digital.
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