Jueves, 25 de abril de 2024

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Desde el infierno (VI): Esperanzados

por Diálogos con Dios

"Me he quedado solo, todo ha sido en vano.Tanto sacrificio, tanta preocupación por los demás, tanta generosidad... inútil. Estoy solo y abandonado en el confín del infierno. Desvalido y olvidado por todos y... por Dios" 

Estos y otros pensamientos invaden el alma del sabio entre aquellas paredes que le tienen aprisionado. Se siente completamente hundido, triste y acabado. La luz de su alma espiritual está totalmente apagada. Apenas respira, apenas siente, apenas... vive. Su espíritu esta herido y amedrentado. No puede moverse... ni quiere.  

Solo llora. 

Solo gime. 

Es el infierno. 

 

Entretanto, en los cielos superiores, el crítico prosigue su campaña en favor del amigo olvidado. Se siente exhausto ante la negativa general de ayuda que se ha encontrado, no solo de sus compañeros sino de algunos otros moradores del espacio celeste. No sabe ya a quién acudir. Se apoya en el pasamanos de la terraza que da al abismo del purgatorio y contempla la caída interminable de aquel barranco, pensando en su hermano sepultado más allá, en los límites profundos del infierno. Quizás no haya esperanza y efectivamente Dios haya decidido dejar allí a su amigo. El sacrificio debe ser completo. La vida, la muerte y la eternidad no es un juego. Eligió su propio destino.  

Pero... 

En aquel momento un relincho de caballo le saca de sus diatribas y se gira para comprobar quién anda detrás de él.  

Es Juana. 

—Me han dicho que buscas ayuda—dice la santa niña mientras aparta sus dorados cabellos de la cara—quizás yo pueda ayudarte. 

El crítico asombrado siente que renace en su interior la esperanza y rápidamente le cuenta el caso a la guerrera francesa. 

—¿Y el Padre no se ha pronunciado? 

—No. Sabemos que lo sabe todo y nada se le escapa y por eso, es más inquietante su silencio.  

—¿Has consultado al tribunal de los doctores? 

—No. Era mi último recurso. 

Juana de Arco se acerca a la barandilla de la terraza observando el horizonte ensimismada en sus pensamientos, mientras el crítico la observa expectante. 

—Esto no puede quedar así. Vamos, acompáñame. 

Ambos suben a lomos del caballo celestial con un grácil salto y parten raudos hacia el norte. 

 


Al sabio no le importa nada. Nada hay por lo que luchar. Nada queda ya por lo que vivir. Se abandona a su suerte, rendido y derrotado. Su diálogo interior prosigue, aunque... quizás no sea tan interior. El sabio comprende poco a poco que se está comunicando con alguien. Sus pensamientos no nacen y mueren en el interior de su alma sino que se transmiten y alguien los oye y los responde. Se ha percatado que algunos de sus argumentos derrotistas no son propios sino que alguien los ha producido desde el exterior. A duras penas puede moverse entre las paredes pero logra palpar el muro que tiene rozando sus cara y nota cierto calor al otro lado. 

Definitivamente allí... hay alguien. 


 

 

Juana y el crítico desmontan al galope sin necesidad de que el caballo se detenga gracias a la agilidad y ligereza de sus cuerpos celestiales, logrando llamar la atención de Bernardo de Claraval. El monje cisterciense que predicó la segunda cruzada les podrá aconsejar en el asunto que traen entre manos. Después de ponerle en antecedentes, Bernardo pregunta: 

—¿Y qué pretendéis, bajar hasta allí y rescatarle sin más? 

—contesta impetuoso el crítico—montemos un equipo sin perder tiempo. 

—Cuando os aventurasteis allí abajo, el Padre se aseguró de que el equipo lo integraran almas en proceso de purificación para que su luz no brillara demasiado y pudierais pasar desapercibidos entre los demonios. Ahora hay que bajar más abajo todavía ¿Cómo pretendes hacerlo? ¿Enviamos almas menos preparadas a lugares más peligrosos?—y Bernardo sentencia finalmente El fracaso está asegurado. 

Juana interviene: 

—Alguna alternativa habrá. 

Bernardo de Claraval recuerda su vida terrena y las luchas en las que se vio envuelto. La segunda cruzada fue un auténtico fracaso y eso le marcó en su alma en los últimos años de su vida. Del grito de la cristiandad de la primera cruzada "Dios lo quiere" se pasó a la tristeza y el abatimiento de la segunda de la que él, como predicador por mandato del Papa Eugenio III, fue responsable. No quisiera repetir errores pero... 

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