Martes, 19 de marzo de 2024

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Del episodio del Antiguo Testamento que mejor retrata la envidia

por En cuerpo y alma

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            Y bien amigos, cuando hace apenas unos días les hablaba a Vds. de la tan inexacta como incompleta definición de envidia que recoge el Catecismo de la Iglesia del año 1997 (pinche aquí si le interesa el tema), les prometía traerles en breve el relato bíblico que hacía una mejor descripción del pecadito en cuestión. Pues bien, día hoy de cumplir con la palabra dada, he aquí el pasaje del Antiguo Testamento que les prometí, aquél que, a mi humilde entender, recoge el mejor retrato de la envidia de todo el Antiguo Testamento. Se contiene en el Libro primero de los Reyes, y es generalmente conocido como “El juicio de Salomón”:
 
            “Por entonces dos mujeres prostitutas fueron a presentarse al rey. Se pararon ante él, y dijo una de ellas: «Por favor, mi señor, yo y esa mujer vivíamos en una misma casa, y di a luz, mientras ella estaba conmigo en la casa. A los tres días de mi parto, parió también la mujer ésa; estábamos juntas, no había nadie más en la casa, sólo nosotras dos. Una noche murió el hijo de la mujer ésa, porque ella había permanecido acostada sobre él. Se levantó durante la noche y, mientras tu servidora dormía, tomó a mi hijo de mi costado y lo acostó en su regazo, y a su hijo, el que estaba muerto, lo acostó en el mío. Al amanecer me levanté para amamantar a mi hijo, y ¡estaba muerto! Pero lo examiné bien a la luz de la mañana y vi que no era mi hijo, el que yo había parido.» La otra mujer repuso: «No, por cierto, mi hijo es el vivo y tu hijo es el muerto.» Pero la otra replicaba: «No, al contrario, tu hijo es el muerto y mi hijo es el vivo.» Y seguían discutiendo ante el rey. Dijo el rey: «Ésa dice: `Éste es mi hijo, el vivo, y tu hijo es el muerto,' y la otra dice: `No, al contrario, tu hijo es el muerto, y mi hijo es el vivo.'» Entonces ordenó el rey: «Traedme una espada.» Presentaron la espada al rey y éste sentenció: «Cortad al niño vivo en dos partes y dad mitad a una y mitad a otra.» A la mujer de quien era el niño vivo se le conmovieron las entrañas por su hijo y replicó al rey: «Por favor, mi señor, que le den a ella el niño vivo, pero matarlo, ¡no!, ¡no lo matéis!» Mientras, la otra decía: «Ni para mí ni para ti: ¡que lo corten!» Sentenció entonces el rey: «Entregadle a ella el niño vivo, ¡no lo matéis! Ella es su madre.» El juicio pronunciado por el rey llegó a oídos de todo Israel y cobraron respeto al rey, al ver que dentro de él había una sabiduría divina con la que hacer justicia” (1Re. 3, 16-28).
 
            La disputa empieza pareciéndole al lector una disputa franca sobre la maternidad del niño en litigio. No le cuesta mucho tiempo percatarse de que una de las madres va de buena fe, y la otra no, y que lo que se presentaba como una disputa para esclarecer la maternidad es, en realidad, una disputa para quedarse con el niño, más allá de su código genético. Al final, sin embargo, apenas un poquito después de que lo haya hecho el rey sabio, y cuando éste ha sometido ya a las madres a la prueba y va a emitir su famosa sentencia, se le abren los ojos al sorprendido lector, apareciendo ante él lo único que realmente hay, a saber, la envidia de una de las prostitutas, la que no es la madre, hacia la otra, la que sí lo es. Y con ella el quebranto de aquélla, su desazón, su infinita pesadumbre, sólo reparable mediante la desaparición del objeto que los causa, aunque esa desaparición implique partir a un niño por la mitad. “Ni para mí ni para ti”, como dice la propia envidiosa. Y bien, esa es la envidia, como decíamos ayer, así de estéril, así de improductiva, así de destructiva, así de inabarcable… así de perversa.
 
            Y por hoy me despido, no sin desearles, como siempre, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos, e invitándoles, una vez más, a no envidiar: el que envidia hace mucho daño, pero también se lo hace a sí mismo: nadie sufre tanto como el que envidia; a menudo, más que el mismísimo envidiado.
 
 
 
            ©L.A.
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