Martes, 19 de marzo de 2024

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Del divorcio en el Antiguo Testamento

por En cuerpo y alma

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            Contrariamente a lo que cabe imaginar, en el Antiguo Testamento el matrimonio no es en modo alguno indisoluble, como se extrae con toda claridad del Deuteronomio:
 
            “Si un hombre toma una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le escribirá un acta de divorcio, se la pondrá en su mano y la despedirá de su casa” (Dt. 24, 1).
 
            ¿Quiere ello decir que en el judaísmo existía el divorcio tal y como lo contemplamos hoy día? Pues no, tampoco. Lo que existe es una cosa totalmente diferente que se llama “repudio” o si se prefiere, el “divorcio unilateral”, por el que un hombre puede abandonar a una mujer, pero no al revés. El divorcio veterotestamentario no sólo consagra la disolubilidad del matrimonio, o si se prefiere, la no indisolubilidad de la institución matrimonial, sino una evidente desigualdad entre hombre y mujer que también tiene una expresión en lo relativo a este tema, estableciendo una potestad que le es dada a aquél respecto de ésta, pero no a ésta respecto de aquél.
 
            Se detiene también el Deuteronomio en extrañas casuísticas como la que afecta a la mujer que después de ser repudiada por un hombre, es después repudiada por otro, estableciendo esta extraña regla:
 
            “Si después que ella ha salido y se ha marchado de casa de éste, se casa con otro hombre, y luego este segundo hombre la aborrece, le escribe el acta de divorcio, se la pone en su mano y la despide de su casa; o si se muere este otro hombre que se ha casado con ella; el primer marido que la repudió no podrá volver a tomarla por esposa después de haberse hecho ella impura” (Dt. 24, 1).
 
            Y por el contrario, un único caso recoge el mismo libro en el que la mujer no podrá ser repudiada, aquélla cuyo marido la acuse falsamente de no ser virgen:
 
            “Los ancianos de aquella ciudad tomarán a ese hombre y lo castigarán, y le pondrán una multa de cien monedas de plata, que entregarán al padre de la joven, por haber difamado públicamente a una virgen de Israel. Él la recibirá por mujer y no podrá repudiarla en toda su vida” (Dt. 22, 1819).
 
            Es decir, la incapacidad para repudiar como castigo.
 
            Ninguna mujer repudiada podrá casarse con los miembros del cuerpo sacerdotal:
 
            “No tomarán por esposa a una mujer prostituta ni violada, ni una mujer repudiada por su marido; pues el sacerdote está consagrado a su Dios” (Lev. 21, 7).
 
            El Antiguo Testamento no recoge excesivos casos puntuales de repudio, apenas los de Jusín y Baará por Sajaráin (1Cr. 8, 8), y siempre está, desde luego, el caso de Agar, la esclava que Abraham toma por esposa:
 
            “Al cabo de diez años de habitar Abrán en Canaán, tomó Saray, la mujer de Abrán, a su esclava Agar la egipcia, y se la dio por mujer a su marido Abrán” (Gn. 16,3).
 
            Una mujer con la que Abraham tiene un hijo, Ismael, y a la que, sin embargo, repudiará cuando Sara, su primera esposa y antigua dueña de Agar, mucho tiempo después y siendo vieja ya -sin “la regla de las mujeres”, especifica el Génesis- tenga a Isaac. El Génesis relata con todo detalle los pormenores de tan deshonroso repudio:
 
            “Cuando vio Sara al hijo que Agar la egipcia había dado a Abrahán jugando con su hijo Isaac, dijo a Abrahán: ‘Despide a esa criada y a su hijo, pues no va a heredar el hijo de esa criada juntamente con mi hijo, con Isaac’. Abrahán lo sintió muchísimo, por tratarse de su hijo, pero Dios dijo a Abrahán: ‘No lo sientas ni por el chico ni por tu criada. Haz caso a Sara en todo lo que te dice, pues, aunque en virtud de Isaac llevará tu nombre una descendencia, también del hijo de la criada haré una gran nación, por ser descendiente tuyo’. Abrahán se levantó de mañana, tomó pan y un odre de agua y se lo dio a Agar; le puso al hombro el niño y la despidió” (Gn. 21, 914).
 
            Aun cuando sean pocos los casos individuales explicitados en el Antiguo Testamento, el fenómeno del repudio debió de alcanzar dimensiones preocupantes, cuando en el libro de Miqueas, Yahvé se queja amargamente:
 
            Expulsáis de sus hogares confortables a las mujeres de mi pueblo y arrancáis a sus niños para siempre mi honor” (Mq. 2, 9).
 
            Y no lo haga menos el autor del Eclesiástico, uno de los libros más interesantes y modernos en cuanto a sus conceptos y contenidos de todo el Antiguo Testamento y que el lector de esta columna conoce bien (y si todavía no lo conoce, pinche aquí, que le gustará):
 
            La lengua calumniadora ha repudiado a mujeres excelentes, privándoles del fruto de sus trabajos” (Ec. 28, 15).
 
            Y eso que, como establece el libro de Malaquías, no es institución, esta del repudio, que sea del agrado de Dios:
 
            “No traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo odio el repudio, dice Yahvé Dios de Israel” (Ml. 2, 1516).
 
            He aquí por lo tanto, la situación que se encuentra Jesús cuando desarrolla su ministerio, y a la que, por cierto, dará, como acostumbra a decirse, un giro copernicano. Pero eso es harina de otro costal que hemos de moler otro día y no precisamente hoy. Así que sin más por el momento, me despido de Vds. hasta mañana, no sin desearles, desde luego y como siempre, que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.
 
 
 
            ©L.A.
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