Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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De nuestro españolísimo belén: breve reseña histórica

por Luis Antequera

 
            Si ayer hablábamos del árbol de navidad (pinche aquí si le interesa el tema), de rigor es que lo hagamos hoy del nacimiento, costumbre, por cierto, tan española, y que debe a España, si no su origen, sí indiscutiblemente su gran expansión por el mundo.
 
         Es comúnmente aceptado que el primer nacimiento se lo debemos a ese gran santo que fue San Francisco de Asís, que lo habría realizado en la navidad de 1223 en la ciudad italiana de Greccio.

            Ahora bien, en puridad, lo que San Francisco hizo tiene poco que ver con un nacimiento o un belén, ya que el santo de Asís se limitó a aprovechar la liturgia del día de la navidad, -por cierto, no celebrada por él, que era diácono y no sacerdote-, para realizar una prédica dramatizada, al mismo tiempo que reproducía las condiciones en las que, según la piadosa tradición cristiana, nació Jesús, a saber, la fría cueva que Il Poverello había contemplado en su visita a Tierra Santa el año anterior, un pesebre a modo de altar, y la compañía de un buey y una mula. Eso sí, sin representación humana alguna, por lo que de controvertido podía tener en la época representación tal.
 
            El conocimiento de los hechos se lo debemos a su seguidor y biógrafo Tommaso da Celano, dándose la circunstancia de que el Giotto los inmortalizó en sus frescos de la Basílica de Asís (ver arriba), en los que, sin embargo, junto al buey y la mula se permitió la licencia de colocar en los brazos del santo un niño que nunca estuvo presente en la escena, y sí, a lo que parece, en las visiones que de la misma tuvo uno de los grandes admiradores y avalistas del santo de Asís, el señor de Greccio, Giovanni Velita.
 
            Para identificar verdaderamente la tradición del belén, pesebre o nacimiento, hemos de distinguir la confluencia de tres elementos muy característicos que le hacen ser lo que es y no otra cosa: primero, la representación de los eventos correspondientes a la navidad; segundo, la materialización de la misma mediante estatuas o figuritas tridimensionales; tercero, la identificación de su exhibición con la navidad, a modo de celebración. Y todo esto hecho, aún un cuarto fundamental, que aunque bien posterior, es el que le da su verdadera dimensión, y en el que, de manera muy activa, interviene España: la popularización del belenismo y su desbordamiento de las iglesias para entrar a ocupar un lugar en los hogares de los fieles. Así contemplado, se trata de un proceso largo, en cuya consecución invierte el cristianismo nada menos que diecisiete siglos, los que van del s. II al XVIII.
 
            Por lo que se refiere a lo primero, la representación de los eventos de la navidad, el fenómeno es muy temprano en la vida del cristianismo. Así, en las catacumbas de Santa Priscila en Roma y tan temprano como el s. II, existe ya una representación de una Virgen María con un niño en brazos y San José a su lado, así como una estrella de ocho puntas. Junto a ella otras tantas como el bajorrelieve del sarcófago de Adelfa y Valerio en Siracusa; los frescos de las catacumbas de San Sebastián, donde sin embargo, faltan las figuras de María y José; o los de las catacumbas de Pedro y Marcelino y las de Domitila, donde incluso comparecen ya en la escena los magos de oriente, bien que en número nada acorde con la tradición actual –si quiere puede leer al respecto el artículo que sobre el tema escribí el pasado 6 de enero- a saber, cuatro en las de Domitila, dos en las de Pedro y Marcelino.
 
            Por lo que se refiere al segundo de los aspectos, la traslación de dicha representación a tres dimensiones, en tiempos tan tempranos como los del Papa Liberio (352-255) se pudo erigir en la basílica romana de Santa María del Pesebre un a modo de pesebre en el que se intentaría reproducir las condiciones en las que se había producido el nacimiento de Jesús. Cosa que también se habría hecho en otras iglesias romanas y no romanas. Así, la de Santa María de la Rotonda en Nápoles.
 
            Desde tal punto de vista, uno de los belenes más antiguos de los que tenemos conocimiento, pero aún permanente y sin trascender el ámbito del lugar de culto que es la iglesia, es el realizado en mármol por el escultor Arnolfo Di Cambio (ver a la derecha) en 1283, ocho estatuitas de entre cincuenta y ochenta centímetros, representando los principales personajes del evento, a saber, San José, los tres Reyes Magos, un asno, una mula, y junto a ellos, una Virgen María y un niño cuya representación actual no es la original, pero sí unas reproducciones del s. XVI. Todos los cuales se pueden contemplar aún hoy en la Basílica de Santa María la Mayor de Roma. La tridimensionalidad del belén y el belenismo en general, se hallan en deuda con el fundador de los teatinos San Cayetano de Tiene (14801547), no sólo por añadir a las figuras tradicionales del evento evangélico otras más populares como pastores, ángeles, vecinos... sino por unirlo indisolublemente a una ciudad a la que tan vinculado se halla, cual es Nápoles, ya que en Nápoles realiza Cayetano el importante belén del Hospital de los Incurables.
 
            Por lo que se refiere al tercero de los aspectos, es decir, la pretensión de acompañar a la celebración de los hechos que conmemoran, es aquí donde la idea de San Francisco de Asís se revela innovadora aunque insuficiente, por tropezar con la cuestión de las imágenes y del uso que de ellas cabe hacer en el culto. Tema que no se resolverá definitivamente hasta el Concilio de Trento,  mediante el decreto emitido en la sesión XXV celebrada en 1563, que establece lo siguiente:
 
            “Enseñen con esmero los Obispos que por medio de las historias de nuestra redención, expresadas en pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo recordándole los artículos de la fe, y recapacitándole continuamente en ellos [...] Que se expresen y figuren en alguna ocasión historias y narraciones de la sagrada Escritura, por ser estas convenientes a la instrucción de la ignorante plebe”.
 
            Así resuelta la cuestión, algo más de un siglo después, a partir del XVIII, toma cuerpo el cuarto de los elementos del belén, y también el más característico del fenómeno: el traspaso de los muros de las iglesias para venir a instalarse en los hogares cristianos, cosa que viene de la mano de la reducción del tamaño de las figuritas, desde las grandes estatuas del Renacimiento hasta los cuarenta centímetros de alto, luego a los veinte o los diez; y la utilización de nuevos materiales más baratos y accesibles, como madera, yeso o terracota, el barro cocido del que están hechas tantas de las figuritas que muchos ponemos en nuestros hogares. Pues bien, es en este cuarto proceso verdaderamente conversor de lo que es mera imaginería eclesiástica en el fenómeno de devoción popular en que consisten los belenes o nacimientos, en el que la actuación española se muestra decisiva.

            En España, el belén o nacimiento hace acto de presencia rápidamente, merced a las intensas relaciones político-comerciales existentes entre Nápoles y los reinos aragoneses, ambos, como se sabe, bajo la misma corona desde el s. XIII. Los jesuítas que habían tomado parte tan activa en el Concilio trentino, hacen suya la práctica. Escultores como Martínez Montañés o la Roldana realizan excepcionales piezas. En Cataluña se forma prontamente la que se da en llamar Escuela catalana del yeso, fundamental en el proceso de entrada del belén en los hogares cristianos, como fundamental será la labor de otras escuelas, así la de Olot, la de Granada o la de Jerez.
 
            El acceso al trono español de un Carlos III, que antes de ser rey de España lo había sido de Nápoles, da un nuevo impulso al belenismo hispano. En el Palacio Real de Madrid todavía se puede admirar el impresionante belén napolitano compuesto de más de siete mil figuritas de procelana que se trae el tercero de los hijos reyes de Felipe V de la bella ciudad italiana para ceñir la corona española al morir su medio hermano Fernando VI. Así como el que se da en llamar el Belén del Príncipe, mandado hacer por el mismo rey para su hijo Carlos, el luego Carlos IV, realizado ya en España, con 89 magníficas piezas. De la época data también el maravilloso belén del escultor Salzillo, con novecientas piezas, que podemos contemplar en el Museo que tiene en la ciudad de Murcia.
 
            Y de España, el nuevo arte del belenismo cruza el charco para instalarse con fuerza en el continente americano, donde se convierte en todo un arte con gran vigor y personalidad, del que cualquiera que hay visitado algún país hispanoamericano, puede dar fe.
 
 
 
 
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