Compuso junto a Paul Claudel una obra sobre Santa Juana de Arco
Arthur Honegger, compositor bíblico: un protestante que estuvo a la vanguardia de la música católica
Una de las obras que el propio Johan Sebastian Bach (1685-1750) más valoraba de su propia creación es la Misa en si menor, obra grandiosa que el compositor envió desde Leipzig a la corte católica de Dresde y después retomó por su propio interés personal, convirtiéndola en la que hoy conocemos. Nunca fue interpretada en vida de Bach y fue estrenada apenas en la primera mitad del siglo XIX, caso semejante al de otras de sus obras.
Una de las cimas mayúsculas de su consumada maestría, esta Misa es la expresión de fe de un luterano para el cual el catolicismo no era en absoluto extraño. Había estudiado a fondo varias Misas de Palestrina y conocía a la perfección las obras de compositores católicos italianos y franceses de su generación o anteriores a ella.
Bach, a diferencia de muchos de sus correligionarios de entonces, no sentía odio ni prejuicios contra los católicos, a pesar de que en algunas de sus cantatas los textos aluden muy breve y tangencialmente al papismo y a una hegemonía religiosa de Roma no deseada. Su Misa es un ejemplo extraordinario de genuino ecumenismo. Al fin y al cabo, es imposible que las ramas desdibujen del todo su origen en el tronco.
Arthur Honegger, admirador de Bach
En el siglo XX, un suizo protestante, radicado la mayor parte de su vida en Francia, hizo lo propio como ferviente admirador de Bach y, a la vez, vinculado desde las entrañas a poetas y artistas del catolicismo francés, con quienes trabajó y se entendió perfectamente. Se trata de Arthur Honegger (1892-1955), autor de obras de excelencia en el campo vocal y religioso.
Inició su tarea en ese sentido con el breve Cántico de Pascua, basado en las palabras "¡Aleluya! ¡Cristo ha resucitado!" También Georg Friedrich Händel (1685-1759), otro luterano y luego anglicano, el más ilustre contemporáneo de Bach, con el que a veces se asocian los grandes coros triunfales de Honegger, iniciaba su prolífico legado de oratorios de temática religiosa durante su estancia juvenil en Italia -allí el sajón aprendió mucho del catolicismo musical- con La Resurrección, segunda de sus obras en ese género, el del oratorio.
Prosiguió luego el suizo sus composiciones de índole religioso, hasta el fin de sus días, con una magnífica serie de profesiones musicales de fe. El Rey David, Judith, Juana de Arco en la hoguera, Nicolás de Flue, La danza de los muertos y Una Cantata de Navidad, entre otras, se cuentan entre lo más notable de su producción.
Del dolor penitencial a la exultación mística
Para la composición de El Rey David, drama de encargo, como lo es la mayor parte de su obra, y que puede representarse como ópera o como obra de concierto -el compositor prefería la primera forma-, Honegger, que había expresado sus deseos de ser un "compositor bíblico", fue recomendado por Igor Stravinski (1882-1971).
La partitura describe admirablemente la totalidad de la epopeya del rey penitente que tan extáticamente salmodiaba a su Creador, desde su condición de pastor, jefe y conductor de ejércitos, elegido por Dios para su excelsa misión, hasta su ensalzamiento como rey y profeta, terminando con su muerte, en tanto que su hijo Salomón asciende al trono.
Una serie de Salmos, ya penitenciales, ya de alabanza, se alternan con páginas de bravura, como el canto de los israelitas que celebra el triunfo de David sobre Goliat, las inquietantes notas del sombrío interrogatorio de Saúl a la bruja de Endor, la danza paroxística del pueblo ante el arca que celebra la coronación del segundo rey de Israel, y la majestuosa coronación del autor de los Proverbios.
La música acierta inmensamente en la creación del drama religioso, en el cual la gloria del gran antepasado del Redentor, que nació de su estirpe, es amenazada por la envidia de Saúl y se viene más tarde a pique con el deseo lujurioso por Betsabé, la muerte provocada de Urías y la traición de la que David es víctima por parte de su otro hijo, Absalón, muerto en una batalla.
El dolor y el arrepentimiento más sentidos se contrapone a las explosiones de júbilo y adoración. Completamente fiel el relato de los dos libros de Samuel y al espíritu de los Salmos, esta obra maestra, una de las cumbres de la música del siglo XX, sigue siendo aplaudida por el público melómano de hoy, aunque valdría la pena señalar que tiene un antecedente temático en la excelente ópera del compositor danés Carl Nielsen (1865-1931), Saúl y David; ambas son émulas muy dignas de oratorios como Saúl y Salomón de Händel, quien quizá, por sus afectos tanto por el Antiguo (Susana, Judas Macabeo, Israel en Egipto, Sansón, José y sus hermanos, Josué, Esther, Jefté), como por el Nuevo Testamento (El Mesías), puede ser considerado como el más bíblico de todos los compositores.
La victoria del bien
En Judith y Una Cantata de Navidad, Honegger adopta un principio estructural semejante: parte de la compunción y el lamento para llegar al goce supremo de la victoria del bien.
El primero de los oratorios en cuestión empieza con un pueblo hebreo que se siente derrotado y amenazado con la destrucción por parte del ejército de Nabucodonosor. La desolación es completa, el coro se eleva en fúnebres compases. Pero Judith levanta la cabeza y, como de cabezas se trata, consigue decapitar a Holofernes. El tercer acto finaliza con coros victoriosos de una radiante exultación mística, a la manera de Händel.
La Cantata, testamento de fe del compositor, quien la escribió convaleciente, sintiendo a cada instante la cercanía de una muerte que lo asedió durante los ocho años siguientes a un infarto y otras dolencias, ofrece una altura mística envidiable. La larga espera del Mesías en la Historia, reflejada en la ansiedad de los profetas y las vicisitudes de los reinos de Judá e Israel, encuentra su trasunto sonoro en las voces del órgano y una orquesta anhelante, voz instrumental de supremo desgarramiento y congoja milenaria.
Van brotando poco a poco de las profundidades del espíritu, que la música como ningún otro arte puede transmitir, como lo ha dicho el calumniado héroe de la fe Benedicto XVI, un coro de ángeles y otros coros de villancicos alemanes y franceses que se superponen, en los dos idiomas, con el dominio de una polifonía en la que Honegger sabía lucirse con esplendor siguiendo a su principal maestro, Bach, el cantor de Leipzig. Siguen un Gloria y un Laudate Domino de un ferviente catolicismo en espíritu, el de un protestante suizo que muy seguramente se dolía por la unidad perdida.
Un postludio, en el que nuevamente se entreteje el contrapunto de los villancicos interraciales y transacionales, pone fin a esta maravilla de esperanza y luminosidad, de verdadero y auténtico ecumenismo. Resulta insólito que la polifonía integre y a la vez diferencie tan felizmente el canto popular de villancicos de diferentes lenguas.
De este modo se despedía de la vida un devoto a ultranza de la prosodia francesa, que se esmeraba en respetar en sus obras vocales, y le tendía así la mano fraternalmente al alemán familiar de su sangre suiza; lo era por sus padres y su origen, aunque había nacido en el puerto francés de Le Havre.
La colaboración con Paul Claudel y otras obras de carácter religioso
El poeta católico Paul Claudel y Honegger crearon conjuntamente dos obras vigorosamente religiosas: Juana de Arco en la hoguera y La danza de los muertos.
La primera, ópera también interpretada en conciertos, es una obra tan crucial que merece un capítulo aparte (queda pendiente).
La danza de los muertos, inspirada en la iconografía que se encuentra en Basilea sobre este motivo, la omnipresencia de la muerte con la certeza del juicio final, especialmente en la tragicómica serie de grabados de Hans Holbein, el joven (1497-1543), se compone de tres pilares: Acuérdate, hombre, de que eres polvo; Acuérdate, hombre, de que eres espíritu y Acuérdate, hombre, de que eres piedra.
Un recitador, las voces solistas del coro y la orquesta, exponen el trueno inexorable de la muerte, lamentos y sollozos que culminan con: La respuesta de Dios, la Esperanza en la Cruz y una Afirmación final. La música es estremecedora y por momentos angustiosa, pero en ella se imponen decididamente la fe y la misericordiosa voluntad divina. Textos de Ezequiel y Job conducen al canto: "Y todos los hombres sabrán que yo soy el Señor" y, por la Afirmación conclusiva, a las voces de los ángeles en la "inmensa octava de la creación" (Honegger).
Por su parte, Nicolás de Flue, en la que se entremezclan melodías de origen popular, nuevamente voces celestiales de ángeles, sublimes coros de peregrinos, una mayestática marcha de embajadores, toques de campanas y el elevado canto de un pueblo unido por la fe y el amor a la patria, cuenta la historia de Nicolás de Flue (1417-1487), el santo nacional suizo que abandonó a sus seres queridos y se convirtió en un ermitaño -sólo se alimentaba de la eucaristía en su renuncia al mundo-, a quien sus compatriotas consultaban en los momentos más críticos de su Historia, atendiendo a sus sabios consejos y exhortaciones, fundamentales para lo que sería la unión católica y solidaria de los cantones.
En esta ópera, como en otras de sus obras, el compositor suizo muestra su compenetración con el género protestante del coral, el canto de la comunidad de fe, que tiene su mayor modelo en Bach.
Música instrumental
Entre las muchas obras instrumentales, camerales y las cinco sinfonías de Honegger, sobresale la Sinfonía Litúrgica, cuyo esquema constructivo asume libremente el que es, de todos modos, un sello de la liturgia católica: Dies Irae, que se remonta a esta secuencia o himno gregoriano de larga trayectoria en la música, o bien en función del canto original de la antigua Misa de difuntos (Requiem), o como texto musicalizado no en su forma inicial gregoriana; De profundis, página instrumental apoyada en la referencia al salmo 129, así intitulado, el preferido de Honegger; y Dona nobis pacem, son las tres partes de una música que, una vez más, emerge de lo más hondo de la angustia y el desasosiego para iluminarse progresivamente con la serenidad de la apacible comunicación con Cristo del creyente.
"A falta de otra expresión, he empleado el epíteto 'litúrgica' para expresar el carácter religioso de mi sinfonía", declaraba Honegger.
El cine
El compositor aportó la música para más de cuarenta películas, siendo uno de los pioneros que se dedicó por primera vez a este trabajo seriamente en la década del treinta, como lo prueba la banda sonora de Los miserables. Previamente había sido el responsable de la partitura para el gran clásico Napoleón (1927) de Abel Gance. Uno de sus más modélicos ejemplos en el género es la música de L´idée (1932), película animada dramática, no cómica, a la que las notas de Honegger dotan de una imaginación musical desbordante.
Tradición y función social del compositor
Sobremanera inquieto, interesado en todas las manifestaciones artísticas, socio de eminentes poetas como Claudel, Paul Valéry y Jean Cocteau, crítico y radical enemigo de presuntas innovaciones sin anclaje en el pasado, Honegger puntualizaba: "Si conservo algo de los sistemas ya pasados es porque creo que, para ir hacia adelante, hay que mantener un firme vínculo con lo que nos antecede. No hay que romper los lazos con la tradición musical. La rama cortada del tronco rápidamente se seca. Hay que ser un nuevo jugador dentro del mismo juego porque, cambiando las reglas, se destruye el mismo juego y se le reduce al punto de partida. Una adecuada aplicación de los métodos establecidos me parece más difícil, pero que también trae mejores resultados que el llevar demasiado lejos la audacia. No tiene sentido bloquear las puertas que pueden abrirse".
El suizo enriqueció esa tradición con técnicas de composición propias de la música contemporánea: ritmo y tempos agudamente contrastados; armonía poco clásica, melodías que a veces pueden parecer ásperas y turbulentas, pero que finalmente el oído percibe con gratitud, y una exuberante gama de timbres.
Sentado ante su piano, sobre el cual estaba siempre un crucifijo, Honegger, que solo podía trabajar aislado, sin ningún ruido a su alrededor, suprimiendo visitas innecesarias y no atendiendo a llamadas telefónicas, había acordado con su mujer que ambos vivieran separadamente, encontrándose, eso sí, todos los días, lo mismo que con sus dos hijos. Pero experimentaba una soledad mayor, viendo cómo la importancia social de los compositores iba desapareciendo, lenta pero seguramente.
Aunque conquistó fama mundial, se consideraba testigo, en carne propia, del ocaso de la música como una de las voceras centrales de lo que antaño era la comunidad social. A mayor oferta musical en conciertos, grabaciones, y hoy en la red de internet, mayor abandono por parte de las mayorías del sentido último de trascendencia y vuelo espiritual inherente a la mejor música: "El fin de nuestra cultura musical, que se está dando un poco más rápidamente que el fin de nuestra civilización -hay que ser consciente claramente de ello- es tan inevitable como la muerte".
El valor de la música
Al respecto, valdría la pena preguntarse: ¿Qué importancia tiene la música para la ideología woke o para el transhumanismo? Aristóteles habría respondido: Por supuesto, ninguna, porque los ruidos pseudomusicales en boga para el consumo masivo en vez de edificar, pervierten y contribuyen como pocas otras cosas a arruinar el espíritu y la concordia.
A Arthur Honegger se le asocia con el llamado Grupo de los Seis, del cual también hicieron parte su gran amigo Darius Milhaud y Francis Poulenc, con quien compartía el interés religioso. Los seis se habían agrupado informalmente en torno a la figura del excéntrico Eric Satie (1866-1925), partidario de una música altamente simplificada y no ajena a una raigambre popular. Para algunos críticos de la década el veinte del siglo pasado, se trataba de unos iconoclastas vanguardistas.
El compositor suizo muy pronto afirmó su independencia y renunció a ser considerado un vanguardista desentendido del amor al Bach plenamente cristiano o del refinamiento y la muy intensa labor en los conceptos formales. Para él la música, al igual que para un filósofo, como Hegel, no emanaba de una generación espontánea sino de una actividad intelectual incesante, intelecto nunca desprovisto de amor a su público y a la Humanidad, y de fe en el crucificado.
Fue un vanguardista, sí, pero que, teniendo en alto aprecio al acervo occidental, estuvo en la primera fila de la vanguardia cristiana del arte. Un músico que sabía de grandeza y de soberana humildad.