Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

Conciencia cristiana y libertad


La conciencia cristiana toma sus decisiones buscando la conformidad con el Evangelio, porque sabe que está implicada en la Historia de la Salvación.

por Pedro Trevijano

Opinión

Dios expresa su Ley, es decir lo que espera de nosotros, en el Antiguo Testamento por medio del Decálogo, y en el Nuevo, por las Bienaventuranzas, y en ambos Testamentos, por la Ley del Amor. Dios es el Dios que se nos revela a través de Cristo, fundamentando así la Moral y la conciencia cristiana. Para discernir la voluntad de Dios, es decir lo que Dios pretende de nosotros, debemos tener en cuenta a la vez la ley exterior y la ley de la conciencia. La conciencia es la voz interior que exige hacer el bien y evitar el mal. Es en nuestra conciencia, sola ante Dios, pero iluminada por la fe y el amor, donde Dios nos habla y donde la razón intentará discernir cómo actuar la ley externa en función de nuestras circunstancias concretas.

Nuestra realización personal exige coherencia y madurez. Para ello nuestro obrar debe buscar realizar los valores morales y las normas formuladas, en especial los mandamientos divinos, como aquello que nos lleva hacia Dios. Esta unidad hay que conseguirla en nuestra situación real, donde el hombre no es ni tan solo cuerpo material ni puro espíritu, sino que la experiencia de fe conlleva nuestro actuar espiritual y corpóreo.

La conciencia cristiana toma sus decisiones buscando la conformidad con el Evangelio, porque sabe que está implicada en la Historia de la Salvación y debe colaborar en su desarrollo. Es por tanto una conciencia esencialmente influida por el encuentro entre la Revelación y la realidad humana histórica, encuentro del que surge una tarea ética a realizar, porque la Historia de la Salvación debe hacerse también historia personal.

Entender la dimensión temporal es de suma importancia para la comprensión de la persona. Experimentamos no sólo el instante actual, sino que somos también conscientes de la continuidad temporal. Nos reconocemos en el pasado, podemos someterlo a crítica y adoptar así nuevas actitudes ante el futuro. Esperamos en éste nuestra plena realización, la consecución de la finalidad de nuestra existencia. Ahora bien somos conscientes de que esto supera una vida que termine con la muerte, y por ello sólo el encuentro pleno con el Dios absoluto y transcendente supone nuestra realización personal. El no encuentro con Dios supone la no realización de nuestra máxima aspiración personal: ser felices siempre. La dimensión temporal, por tanto, si se vive con esperanza, al abrirnos a la Transcendencia nos lleva a superar incluso las fronteras de la muerte en nuestro actuar.

Además nuestra conciencia cuando se despierta a la existencia, despertar que coincide con el brotar del sentido moral, se pregunta: ¿quién debo ser?, ¿cómo llegar a ser lo que debo ser? En el cuadro de la Historia de la Salvación la determinación del quién y del cómo se realiza a través de nuestra unión con Cristo, unión que desarrolla la estructura de nuestro ser como ser para la libertad y la responsabilidad, porque el hombre unido a Cristo se ve llamado a la libertad y responsabilidad y en ellas encuentra su respuesta para con Dios y con el prójimo (cf. Gal 5,1315).

La libertad cristiana es sobre todo una fuerza vital que libera al hombre del poder del pecado y de la Ley, y nos dirige hacia el Reino de Dios. “Donde está el Espíritu del Señor, hay Libertad” (2 Cor 3,17). Libertad y amor son los elementos constitutivos del estilo de vida cristiano, que nos lleva a desarrollarnos en madurez, a comprometernos con el mundo y sobre todo a una dinamización de nuestra responsabilidad humana. En el ámbito eclesial ello significa no sólo una obediencia, sino también una actividad responsable. La primera escuela de la conciencia es la autocrítica, con una búsqueda sincera de la verdad; la segunda es dejarnos ayudar por todos los que tratan de facilitarnos que podamos obrar el bien.

El hombre es plenamente libre cuando elige lo que es bueno para sí mismo y para los demás; es decir lo justo, lo verdadero, lo que agrada a Dios (cf. Rom 12,2; Flp 4,8), pero puede también escoger bienes aparentes o falsos y optar contra sí mismo eligiendo el mal, lo que nos daña. La libertad humana es, pues, falible y limitada y con el pecado nos hacemos inútiles para vivir el amor y hacer el bien. Entran en esta categoría de tarados morales aquéllos, como los relativistas, que niegan la existencia de una Ley moral natural, porque si los hombres debemos hacer el bien y evitar el mal, el conocimiento sobre lo que es bueno o malo debe estar inscrito en nuestro interior y debemos llegar a poder conocerlo con la ayuda de la razón. En el relativismo se niegan los principios éticos, con lo que la libertad deja de ser un derecho precioso que el poder civil debe proteger y garantizar. En efecto en el ejercicio de su libertad, el hombre no puede desligarse de referencias objetivas, compromisos y responsabilidades, de tal manera que su actuación no se puede disociar de los imperativos y exigencias que para bien suyo, han sido inscritas por Dios en su mismo ser personal. La libertad limita, en último término, con aquellas inclinaciones y aspiraciones más profundas de la propia naturaleza en las que se puede descubrir la invitación del Creador a actuar tendiendo al bien.

Es necesario, en consecuencia, aquilatar continuamente la libertad para que pueda actuar responsablemente y acertar el tomar sus decisiones. Se trata de un proceso a largo plazo, de un camino de maduración en el que vamos descubriendo poco a poco el sentido de la vida y del amor como entrega a los demás.

Toda la Ley y sus preceptos se cumplen en el amor; y así la "Ley de Cristo" (Gal 6,2) se convierte en algo nuevo: en actuación liberadora que brota de la disposición íntima de servir a los demás. Esta libertad moral no pone en peligro la autonomía del hombre, no le pone límites o cortapisas, sino que la afirma y la eleva hasta hacerse "la Ley perfecta de la libertad" (Sant 1,25; 2,12).
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