Viernes, 29 de marzo de 2024

Religión en Libertad

Con Rafael, ahuyentando «diablillos»


De forma similar a como el destino natural del niño es hacerse hombre, así también el fin del cristiano es ser santo. Es la meta lógica de quien ha sido redimido por Cristo…; lo contrario sería una frustración.

por Monseñor Munilla

Opinión

¡Felicidades Palencia! Ha llegado el anhelado 11 de octubre: la canonización de nuestro muy querido Hermano Rafael Arnáiz.
 
Rafael es, antes de nada, nuestro «amigo»; consecuencia lógica que se desprende de ser «santo», es decir, «amigo de Dios»... No dudemos de que él puede ayudarnos a «acertar» en el camino de la vida. Su historia, sus ansias de felicidad y sus luchas interiores, se asemejan a las nuestras, mucho más de lo que nos imaginamos… Las circunstancias de nuestra vida serán muy distintas, pero las batallas que nos presentan las tentaciones y los medios que tenemos para poder vencerlas, son básicamente los mismos. Aunque hayan pasado más de setenta años, y aunque el estrés y el ruido que nos envuelven, contrasten con la paz y el silencio del claustro monacal, estamos básicamente ante los mismos retos.
 
Para demostrarlo, me quiero servir de un texto extraído de las cartas del Hermano Rafael; un pasaje entrañable y emblemático, en el que nuestro santo comparte con nosotros su lucha contra el hastío y la falta de sentido de la existencia:
 
«Las tres de la tarde de un día lluvioso del mes de diciembre. Es la hora del trabajo, y como hoy es sábado y hace mucho frío, no se sale al campo. Vamos a trabajar a un almacén donde se limpian las lentejas, se pelan patatas, se trituran las berzas, etc. (…) La tarde que hoy padezco es turbia, y turbio me parece todo. Algo me abruma el silencio, y parece que unos diablillos, están empeñados en hacerme rabiar, con una cosa que yo llamo recuerdos... En mis manos han puesto una navaja, y delante de mí un cesto con una especie de zanahorias blancas muy grandes y que resultan ser nabos. Yo nunca los había visto al natural, tan grandes... y tan fríos... ¡Qué le vamos a hacer!, no hay más remedio que pelarlos.
 
El tiempo pasa lento, y mi navaja también, entre la corteza y la carne de los nabos que estoy lindamente dejando pelados. Los diablillos me siguen dando guerra. ¡¡Que haya yo dejado mi casa para venir aquí con este frío a mondar estos bichos tan feos!! Verdaderamente es algo ridículo esto de pelar nabos, con esa seriedad de magistrado de luto.
 
Un demonio pequeñito y muy sutil, se me escurre muy adentro y de suaves maneras me recuerda mi casa, mis padres y hermanos, mi libertad, que he dejado para encerrarme aquí entre lentejas, patatas, berzas y nabos. (…) Transcurría el tiempo, con mis pensamientos, los nabos y el frío, cuando de repente y veloz como el viento, una luz potente penetra en mi alma... Una luz divina, cosa de un momento... Alguien que me dice que ¡qué estoy haciendo! ¿Que qué estoy haciendo? ¡Virgen Santa! ¡Qué pregunta! Pelar nabos..., ¡pelar nabos!... ¿Para qué?... Y el corazón dando un brinco contesta medio alocado: “Pelo nabos por amor..., por amor a Jesucristo”».
 
La batalla de Rafael con esos «diablillos» que pretendían robarle la paz, la alegría y hasta la misma esperanza, es también la nuestra. Nuestra vida puede resultarnos monótona, tediosa e insufrible, o por el contrario, gozosa e ilusionante, dependiendo de la clave de sentido que mueva nuestra existencia.
 
Frente a quienes piensan que el motor del mundo es el dinero, el poder o el placer; los santos nos recuerdan que el verdadero motor, y el único capaz de darnos la capacidad de ahuyentar a «los diablillos», al mismo tiempo que nos revela el sentido de nuestra existencia, es el amor: el amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús.
 
El rostro de Cristo tiene la virtud de hacerse presente y de cautivarnos a través de los santos, y ahora, en concreto, a través de quien será venerado como san Rafael Arnáiz. Porque, como dice nuestro Papa Benedicto XVI, con una expresión certera, «los santos son la estela luminosa con la que Dios ha atravesado la historia».
 
El Hermano Rafael está acompañado de otros cuatro santos más, en esta ceremonia de canonización: Zygmunt Szcęsny Feliński, polaco, obispo y fundador de la Congregación de las Hermanas Franciscanas de la Familia de María; Francisco Coll i Guitart, español, sacerdote dominico y fundador de la Congregación de las Hermanas Dominicas de la Anunciación; Jozef Damian de Veuster, holandés, sacerdote de la Congregación de los Sagrados Corazones (muy conocido por su entrega heroica a los leprosos, relatada en la película «Molokay»); y Marie de la Croix, francesa, fundadora de la Congregación de las Hermanitas de los Pobres.
 
Ciertamente, estamos ante grandes figuras que han destacado por su fecundidad apostólica y por la estela que han dejado tras ellos. Entre estos, el Hermano Rafael llama la atención, porque no fundó nada, ni tuvo ningún puesto relevante, ni destacó externamente ante los demás; es más, hubo de conformarse con ser un simple «oblato», ya que su salud no le permitió abrazar íntegramente la regla trapense… Rafael no hizo cosas grandes, ¡¡sólo fue santo!!
 
Esto nos recuerda que no debemos confundir la santidad, con unos modelos determinados de liderazgo que nos resultan inalcanzables para el común de los mortales… La santidad no sólo debe ser admirada, sino sobre todo deseada, trabajada y suplicada a Dios. De forma similar a como el destino natural del niño es hacerse hombre, así también el fin del cristiano es ser santo. Es la meta lógica de quien ha sido redimido por Cristo…; lo contrario sería una frustración. Como decía la Madre Teresa de Calcuta: «La santidad no es el lujo de unos pocos, es un simple deber para cada uno de nosotros». Por ello, el escritor converso León Bloy escribía: «Sólo existe una tristeza: no ser santo».
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