Sábado, 20 de abril de 2024

Religión en Libertad

José Antonio Ullate, ante el Bicentenario

«Con la doctrina política católica en la mano, las independencias americanas fueron injustas»

Enrique Rodríguez

José Antonio Ullate.
José Antonio Ullate.

A partir del año 2010 comienzan a celebrarse los procesos independentistas que dieron origen a las actuales repúblicas hispanoamericanas. Como embajador español para dichas celebraciones el Gobierno designó a Felipe González, lo cual da idea del sesgo que adquirirán los fastos. José Antonio Ullate acaba de publicar en LibrosLibres una obra que va justo en la dirección contraria. Y de título bien expresivo: Españoles que no pudieron serlo (LibrosLibres).

-¿Por qué es tan radical en su crítica a las independencias?

-¿Acaso hay algo que celebrar en la mentira, la ocultación, la nocturnidad y, sobre todo, en la negación de las graves obligaciones hacia la comunidad política llamada España –o las Españas–, circunstancias todas ellas que marcaron el nacimiento de las repúblicas americanas?

-¿En qué nos ayuda hoy reinterpretar aquellos hechos?

-Necesitamos volver a aquellos enrevesados episodios de hace dos siglos para comprender qué ha sucedido con España desde entonces y cómo el actual caos que padecemos está muy relacionado con las llamadas independencias americanas.

-Dos siglos después, ¿no hay que asumirlas como un hecho consumado?

-Las cosas son lo que son en su origen. Nadie niega que dos siglos de historia no se pueden cancelar y nadie razonable aspira a hacerlo. Pero de lo que se trata es de comprender, no de estimular las pasiones. Es precisamente lo que hemos tenido en estos doscientos años: demagogos que han excitado las pasiones en detrimento de la serena comprensión y transmisión del legado político e histórico.

-¿Qué opina de los Libertadores?

-Los llamados «libertadores» fueron conceptuados por la mayor parte de sus contemporáneos como traidores a su patria. Traidores con sentido de la oportunidad.

-Son los padres de naciones hermanas...

-Entre las cosas que habría que revisar en este bicentenario está el concepto de nación. Los independentistas, después de haberse escondido tras el señuelo de un rey cautivo, pasaron a explotar la idea del derecho de la nación o de las naciones americanas a su autodeterminación. Se habla poco sobre esto. Ni siquiera los llamados «libertadores» se ponían de acuerdo: para algunos, toda América era una nación diferenciada, para los demás, cada uno defendía diferentes, múltiples y superpuestas naciones contrapuestas.

-Pero ¿no son hoy realidades políticas innegables?

-Quizá hoy pueda hablarse con propiedad de naciones americanas, pero en 1810 hace falta echarle imaginación... Y si no hubo naciones, falla la principal y supuesta justificación teórica de las independencias.

-¿Cómo podría dársele la vuelta a la historia?

-Ya le digo que no se trata de revertir la historia. Se trata de hacer algo que en doscientos años parece que no ha sido posible: reflexionar serenamente y sin cortapisas ideológicas sobre la legitimidad de aquellos movimientos y sobre las consecuencias de una eventual ilegitimidad pueda tener sobre la historia posterior y el momento presente, en América y en Europa.

José Antonio Ullate, 'Españoles que no pudieron serlo'.

»No quiero que se me malinterprete: tan ilegítimo me parece el nacimiento de aquellas repúblicas como la absurda «refundación» de una España liberal, artificial, antihistórica en la península ibérica a partir de 1833.

-Si no había causa justificada para las independencias, ¿por qué sucedieron?

-Se ha querido ver la causa de las revoluciones hispanoamericanas en un profundo malestar de los criollos frente a los españoles europeos. Esto es un sinsentido. Ese malestar se manifiesta con caracteres muy similares desde poco después de comenzar la hispanización de América y nunca esconde ningún deseo secesionista.

-¿El descontento fue sólo el pretexto?

-Agitado por los ideólogos servirá de combustible a la revuelta, pero en sí mismo es un problema de articulación interna del imperio, y se da de forma parecida y paralela en los distintos reinos de la península.

-¿Qué otros ingredientes eran precisos?

-La revolución francesa exportó la nueva idea de las naciones como tercer estado que reclama para sí las riendas políticas, frente a la monarquía y la aristocracia. Esta nueva ideología prendió en agitadores como Miranda o Bolívar, pero nunca llegó a calar en el pueblo. Además de ese componente ideológico, minoritario y rector, hizo falta un progresivo debilitamiento interno de la monarquía y del imperio merced a inveteradas y crecientes políticas regalistas contrarias a los fueros y, por último, la ocasión favorable y vergonzosa de la invasión napoleónica. Sin esos componentes, la sola ideología de Bolívar, de Hidalgo, de Miranda o de San Martín no hubieran podido prender en Hispanoamérica.

-Un hecho curioso es que indios y negros querían mantener la fidelidad a la Corona...

-La mayor parte de los indios y de los negros, pero también de los criollos querían mantener la fidelidad a la corona. Sin la mencionada labor de intoxicación ideológica nunca hubieran trasvasado sus lealtades.

-¿Qué papel jugó la masonería?

-La mayor parte de los “padres de las patrias” americanas fueron amandilados. El alma ideológica de las independencias es de matriz revolucionaria y liberal. Pero hasta donde yo he podido averiguar, si bien muchos jefes independentistas fueron masones, las logias estaban poco implantadas en suelo americano antes de las revoluciones. Su influjo provenía más de Europa.

-¿Hubo además una negación de principios católicos?

-A la luz de la doctrina política de la Iglesia y de la actuación del Papa Pío VII, las revueltas americanas sólo se pueden denominar sediciones y atentados contra el bien común político. La clave está precisamente en la reflexión sobre el bien común temporal, ausente en las apologías con que, desde la secesión americana, multitud de católicos han pretendido justificar la independencia. Con la doctrina política católica en la mano, las independencias americanas fueron completamente injustas.

-¿Por qué?

-Que las independencias fueran injustas no absuelve de gravísimas culpas a los gobernantes españoles, particularmente a los últimos reyes. Son dos niveles distintos. Fernando VII, por ejemplo, fue un pésimo rey, pero no perdió la legitimidad, por lo que los deberes, políticos y morales de los españoles les obligaban a ayudar a sus gobernantes legítimos, buscando, eso sí, una reforma de un modo de gobernar errático.

-¿Qué cambió a partir de la última independencia, en 1825, y del triunfo liberal en la península, en 1833?

-Una vez que la comunidad política española quedó suspendida, tras 1825 y 1833, en realidad tenemos una actividad política antihistórica y antiespañola tanto en América como en la España europea, que a partir de entonces pasa a monopolizar el uso del término «España». En realidad no se trata de que España pierda América, sino de que España como comunidad política en el sentido histórico se desdibuja completamente y lo que ocupa su lugar son un montón de repúblicas artificiales en América y una refundación en la península, conforme a los patrones liberales, igualmente artificiales, del constitucionalismo de Cádiz.

-España entró en agonía...

-Sí, pero la pérdida de actualidad de la vieja España como comunidad política, como monarquía federal y foral, no significa su completa aniquilación. Sigue operando como bien común heredado de nuestros antepasados, y nos sigue obligando, no sólo a aspirar a una confederación hispanoamericana como ámbito territorial históricamente hispano, sino sobre todo a una reconstitución de una vida política fundada en el bien común.

-¿Una nueva Reconquista?

-Recordemos que España como comunidad política actual desapareció con la invasión sarracena y durante siglos su existencia fue análoga a la actual: era un bien común acumulado que obligaba las conciencias de algunos. Lo que España es hoy es ante todo un reclamo para nuestras conciencias, para luchar por hacer justicia. Hoy, que padecemos una invasión peor que la sarracena, necesitamos tener fe y esperanza para transmitir un legado que nos obliga.

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