Gemelos monocigóticos con un cambio en un cromosoma: muy raro, pero no imposible
¿Cómo pudieron surgir Adán y Eva? El genial genetista Jerome Lejeune planteó una hipótesis
¿Cómo surgieron los primeros hombres, cómo se pudo pasar de una especie de homínidos a nuestra especie, los Homo Sapiens?
Para que una nueva especie vea el día, es preciso que un macho y una hembra compatibles vengan al mundo al mismo tiempo y en el mismo grupo. ¿Cómo podría ocurrir tal cosa?
El genial investigador y médico francés Jérôme Lejeune, pionero de la genética moderna y descubridor del origen genético del síndrome de Down, reflexionó sobre el tema y propuso una hipótesis. La sometió a la crítica de otros genetistas, y su hipótesis resultó ser "técnicamente factible".
El periodista y escritor José Javier Esparza lo explica con su habitual agilidad como divulgador en el reciente libro Jérome Lejeune: amar, luchar, curar (Libros Libres).
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La hipótesis de Adán
por J.J.Esparza, capítulo dentro del libro Jérome Lejeune: amar, luchar, curar
¿Cómo se pasa de los grandes simios a los hombres? Ningún paleontólogo ha encontrado nunca un paso intermedio entre el mono y el hombre. Tenemos reconstrucciones,
hipótesis, pero no una prueba fundamental, y menos desde el punto de vista genético. Los gorilas, los chimpancés o los bonobos tienen 24 pares de cromosomas; los humanos, 23. ¿Por qué?
Hoy se ha especulado mucho sobre nuestro cromosoma 2, que -se arguye- podría ser resultado de la fusión de dos pares de cromosomas, y por eso los simios tienen 24 pares y los humanos 23. Pero esto era indemostrable en la época de Lejeune y sigue siéndolo hoy en día: no es más que una hipótesis formulada a partir de un resultado que se conoce de antemano, lo cual reduce a cero su valor científico. ¿Y entonces? [...]
Jérôme Lejeune tiene una idea: ¿Por qué no una aparición repentina del hombre? ¿Por qué no un salto cualitativo en los cromosomas de los grandes monos? Nada en la paleontología lo contradice. Nada en la genética lo desmiente tampoco. Y por otro lado, la hipótesis es compatible con la explicación religiosa del origen de la Creación tal y como se detalla en el Génesis.
Ojo: Lejeune sabe que no está formulando una teoría científica, sino una mera hipótesis. Pero también sabe que es una hipótesis razonable. [...]
La clave está en el paso de una especie a otra. ¿Cómo puede un conjunto de cromosomas transformarse en otro? ¿Puede descartarse el paso de una especie a otra, que es uno de los principios de la teoría de la evolución? Lejeune cree que no: no puede explicarse cómo ocurre, pero tampoco hay razones para considerarlo imposible.
Y tiene una idea al respecto: lo que llama «la hipótesis de Adán».
El genetista Lejeune y su esposa con su amigo, San Juan Pablo II
Al principio de su carrera, Lejeune trabajó sobre diversas formas de anomalías cromosómicas que afectaban a la sexualidad. En aquel momento estudió un caso extremadamente raro, pero incontestable, que era el de los gemelos monocigóticos, ambos nacidos por la fecundación del mismo óvulo por el mismo espermatozoide, pero que, a consecuencia de un accidente precoz, venían a formar una asombrosa pareja de verdaderos-falsos gemelos, uno niño y otro niña.
La explicación científica del fenómeno era relativamente simple. No es tan excepcional, en efecto, que un cromosoma, en la primera división celular después de la fecundación, se pierda. Tal era el caso de esos gemelos. Uno de los dos continuó su evolución normal, pero el otro, amputado su cromosoma Y, se encontraba reducido sólo al X de la feminidad, pero aislado, sin su correspondiente pareja X. De golpe, no era ya el hombre que habría debido ser ni la mujer que no podía ser. A pesar de una apariencia femenina, la mayor parte de los casos estudiados no presentaban sistema sexual femenino. Era una fuerte anormalidad para la que no había remedio.
Jérôme recordaba a una de esas jóvenes pacientes, llegada ya a la adolescencia, perdida entre sus naturalezas contradictorias, confesando lo siguiente: «Me miro en un espejo y tengo la impresión de ver a mi hermano». No era un desorden psicológico, sino una verdad genética: veía a su hermano porque ella era su hermano.
Esta patología, y esto es lo más interesante, no es exclusiva de la especie humana. La genética ha conocido otros ejemplos, sobre todo entre ratones.
Ahora bien, contra lo que se pudiera esperar, una parte al menos de esos ratones lograba superar su hándicap y engendraba como si fueran hembras normales. ¿Y podría haber pasado esto en una especie distinta? ¿Podría haber ocurrido en una especie pre-humana? Si esto fuera posible, podría aportar una luz científica distinta sobre el nacimiento de la humanidad.
Ahora bien, de inmediato se plantea un problema: ese nuevo ser nacido de ese súbito cambio genético, ¿con quién se habría cruzado para engendrar descendientes similares?
¿Como pudo ser el paso de especies de homínidos a una especie distinta, el ser humano?
La respuesta también se aparta de la teoría neodarwinista. Ésta sostiene -recordemos- que los grandes primates se habrían transformado gradualmente en humanos y, al término de un número indefinido de generaciones, esos cambios mínimos habrían conducido a un cambio de especie y algunos seres habrían dejado de ser monos.
Pero el genetista sabe que eso no ocurre tan fácilmente: es posible multiplicar las razas, pero la barrera de las especies no se franquea jamás, salvo muy raras excepciones. Podemos cruzar animales sensiblemente próximos como el caballo y el asno o el tigre y el león, y de estos cruces puede nacer, efectivamente, un producto nuevo, pero siempre, en todos los casos conocidos, ese nuevo ser es estéril.
El individuo aislado no puede dar nacimiento a una especie porque su mensaje genético está compuesto por cromosomas incompatibles y, por lo tanto, incapaces de emparejarse para dar células sexuales que transmitan a su vez de forma equilibrada el patrimonio de las dos especies. Cada especie posee su propio cariotipo, definitivamente incompatible con el de otras especies, porque los cromosomas no son ni del mismo número ni de la misma talla ni llevan los mismos genes.
Admitamos que en un grupo de primates nace un pequeño que porta modificaciones genéticas tales que ya no es un primate, sino un humano. Eso implica que tampoco
podría reproducirse, porque no encontraría una pareja genéticamente compatible. En cuanto a la posibilidad de encontrar una pareja de sexo opuesto portadora de la misma anomalía cromosómica, sería sencillamente imposible. Para que una nueva especie vea el día, es preciso que un macho y una hembra compatibles vengan al mundo al mismo tiempo y en el mismo grupo. ¿Cómo podría ocurrir semejante prodigio?
En realidad sólo hay una manera: la aparición de una de esas famosas parejas de falsos gemelos, donde la hembra, contra toda expectativa, pero no contra toda posibilidad (lo demuestra el caso de los ratones), hubiera sido fecundada. A partir de ahí, es óptima la probabilidad de que se reproduzcan, den a luz hijos viables, fecundos entre sí, portadores de un patrimonio genético nuevo, sí, pero normal, y que por tanto puede transmitirse a la siguiente generación.
Eso vendría a ser el «monogenismo»: el principio de la pareja primordial, conocido por todas las mitologías y todas las religiones del mundo. En el ámbito judeocristiano, la historia de Adán y Eva. Lo que Jérôme llamaba «la hipótesis adánica». La hipótesis de Adán y Eva.
Lejeune publicó esta hipótesis en la Nouvelle Revue Théologique de la Universidad de Lovaina en febrero de 1968. Venía a contestar a otro autor -religioso, por cierto- que sostenía la incompatibilidad entre la genética y la fe. De inmediato, los defensores de la teoría neodarwinista le respondieron. El debate estaba abierto.
Hay que subrayar que Lejeune no estaba solo en esta defensa de una alternativa a la teoría sintética de la evolución. Casi en los mismos años, el etólogo austriaco Konrad Lorenz, premio Nobel de Medicina en 1973, proponía explicar los cambios en la evolución, que él prefería llamar «filogénesis», como producto de un fenómeno que definía con el término «fulguración» y que aplicaba también a los procesos cerebrales humanos.
En el mismo sentido, los paleontólogos norteamericanos Stephen Jay Gould y Niles Eldredge aportaban su teoría del «equilibrio puntuado», que explica el cambio de especies por súbitas revoluciones genéticas (súbitas en términos geológicos) que causan bruscas transformaciones. Pero el planteamiento de una hipótesis genética verificable sí es aportación personal de Jérôme Lejeune.
Genio y figura: con la hipótesis en la mano, Lejeune busca, ante todo, verificar que los especialistas en filogénesis validen su teoría. ¿Hay algún error metodológico o de concepto en la hipótesis de Adán? Aprovechando un viaje a los Estados Unidos, Jérôme va a ver a un eminente neodarwinista: el ucraniano Theodosius Dobzhansky, profesor en la Universidad de Columbia y autoridad incontestable en genética de poblaciones. Dobzhansky era partidario de la teoría sintética, pero con un matiz: fiel cristiano ortodoxo como era, no veía incompatible el modelo evolutivo con la mano de Dios.
El genetista Theodosius Dobzhansky (1900-1975) se hizo popular con su frase "nada tiene sentido en la biología si no es a la luz de la evolución"
¿Y qué contestó Dobzhansky? Que era posible. Técnicamente, era posible. El modelo de Lejeune le parecía altamente improbable, pero, desde un punto de vista estrictamente científico, la teoría era correcta: no había errores en el planteamiento.
«Puede parecer impropio -explicará muchos años después Lejeune en una conferencia en Notre Dame de Paris- conciliar los datos de la Revelación con las hipótesis fundadas sobre los conocimientos científicos. Es verdad que se trata de dos modos de conocimiento profundamente diferentes. El uno, otorgado gratuitamente, se expresa en un lenguaje poético que se dirige al corazón; el otro, conquistado trabajosamente, es un discurso difícil que exige un esfuerzo de la razón. Según han ido variando las teorías explicativas, las dos vías han parecido a veces confirmarse, a veces contradecirse. Pero lo importante es que las dos deben conducirnos a la verdad».
En realidad todo se reduce a eso: buscar la verdad. En el laboratorio, en una enzima, en un dibujo de unas redes neuronales y, sobre todo, en las caras de todos y cada uno de los enfermos que pasaban por su consulta. La búsqueda de la verdad era el motor que movía a Jérôme Lejeune.
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