Jueves, 25 de abril de 2024

Religión en Libertad

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Carta abierta a los católicos prohombres españoles

por César Uribarri


No, no sólo una crisis económica, algo peor: una guerra sutil. Son palabras del Papa en lo que Marcello Pera (ex presidente del Senado italiano) ha calificado como "un discurso poco diplomático al cuerpo diplomático". Pero su glosa sobre el discurso del Papa, en la entrevista que concedió al diario Avvenire, tampoco ha sido diplomática:
 

“Sutil pero no menos trágica: a dos siglos de distancia, Europa vuelve a adorar a la diosa razón y a reformar los calendarios, como en los tiempos de la Revolución francesa. Con el espejismo de la misma “liberté” de entonces, con el mismo objetivo de sustituir al cristianismo y, por desgracia, con los mismos medios. La guerra interna es más peligrosa, porque ésta alimenta a la otra.

América se está convirtiendo en una gran Europa y Europa se está convirtiendo en una gran Bélgica o una gran Canadá, es decir, una tierra espiritualmente desolada. Los Estados Unidos corren nuestro mismo riesgo, si bien allí la sociedad civil resiste mejor, siente todavía la llamada de los orígenes. Pero la rápida europeízación es preocupante y todo Occidente no sólo se enfrenta a una crisis, la crisis económica que todos vemos, sino también al comienzo de una decadencia.

 

El comienzo de una decadencia. Pero una decadencia a la que nos hemos entregado voluntariamente los católicos, ciegos y sordos a todo lo que no fuera progreso, enriquecimiento, riqueza. Y esto lo vemos con nítida claridad en España, tierra paradigmática de cesión y connivencia con el mal. Porque ha sido la catolicísima España; la tierra de misioneros y conventos; la tierra de católicas costumbres; la tierra cuyos gobiernos, empresas, industrias, bancos, instituciones educativas, han sido dirigidas por catolicísimos prohombres; la tierra de órdenes seculares y novísimas instituciones… ha sido esta tierra la que hoy enarbola como primera del frente, el estandarte de la guerra sutil y de la decadencia.

 

¿Dónde estábamos, los catolicísimos españoles? Alimentando la bestia. Desde fuera y desde dentro se apoyaba la entrega de los tesoros espirituales a cambio de un carnet de modernidad. El odio a la fe ya había tomado las instituciones supranacionales, donde la lealtad a la conciencia y a la fe cedió el paso a la construcción de un mundo de paz, pero sin Dios. España debía ceder a Dios para entrar en esa construcción. Y la cesión fue rápida. Adolfo Suárez dejó su pertenencia al Opus Dei a cambio del gobierno. La construcción de la ciudad del hombre, antes que Dios. Desde Roma, como un mantra perverso, se nombraban obispos (en aquellos años de democracia incipiente) más que por su espiritualidad, por su amor a la liberté, por su “sentido democrático”. Lo pasado, esos años de dictadura, serían aborrecibles, y habría que apoyar la construcción de la ciudad del hombre. La Iglesia oficial la primera. Dolorosamente debía reconocer Ratzinger los errores de aquellas decisiones. Pero la iglesia civil, la segunda. Porque ésta (la católica sociedad) también tendría su mantra perverso. Mantra que verbalizó López Rodó en aquella famosa entrevista en los últimos años de dictadura: “En España no podrá haber democracia hasta que no tengamos una renta per cápita similar a la de Francia o Italia”. El mal ya estaba inoculado, solo debía actuar. ¿Y cual era el mal? La equiparación de la paz al progreso económico. Dios era prescindible para la paz, porque la paz la ganaba el hombre a costa de riqueza. A costa de modernidad.


“Dad riqueza a los españoles, y les traeréis la paz”. Fue un lema encubierto, vivido, que tenía una segunda derivada muy golosa: “tú cree privadamente, pero enriquécete, porque así construirás el reino de Cristo”. Y el reino de Cristo se derrumbaba en la tierra predilecta de su reinado. Se olvidó la justicia social y los catolicísimos grandes dirigentes y grandes empresarios (que el pequeño siempre bastante ha tenido con sobrevivir) en aras de la riqueza, el crecimiento, el dinero (la construcción de la ciudad del hombre en suma), dejaron entrar medidas de destrucción de la familia. No sólo se admitió con facilidad la ley del divorcio o el aborto, sino que se facilitaron ritmos de trabajo contrarios a la familia. Había que crecer a cualquier precio. Y nos fue cobrado. La tasa de natalidad española cayó desde niveles admirables hasta la ultima posición. No habría tasa de reposición. España agonizaba en la familia.


Pero el catolicísimo español, gran ejecutivo o gran dirigente, vivía su fe privada y felizmente, jugando al merecido golf como premio a la construcción de la ciudad del hombre, mientras sus equipos laborales, su gente, llevaban ritmos de trabajo contrarios a la familia. Había que crecer económicamente. Y ese mantra seguía actuando. Pero la familia se extinguía. Y sólo era una pieza de la decandencia. El motor estaba en otra parte. Y es que se dejó la cultura -así decían nuestra catolicísimos creadores de la ciudad del hombre- “a los pelagatos”, o la misma y crucial educación a "los que no podían aspirar a otra cosa, aquellos que no daban más de si, los de segunda fila, porque los valiosos debían incorporarse al flujo del crecimiento”. Y no hizo falta más. Esa minoría destructiva tenía el campo abierto.


Las iglesias ya habían sido cubiertas por los destructores de la fe: “hay que hablar al hombre en su lenguaje”. Y tanto le hablaron que se olvidaron de Dios. Pero, en el otro frente, el mundo civil ya había sido tomado. Los católicos les daban la riqueza, ellos, esas minorías destructoras, darían la cultura y se lo cobrarían en riqueza. Educación, cine, literatura, prensa, fue tomada por elites destructoras. Los catolicísimos españoles alimentaban la bestia: lo importante no es formar hombres de Dios, sino técnicos del mundo. Y catolicísimas universidades trajeron al mundo la elite de la destrucción. El IESE se llenaba de reconocimientos internacionales, pero sus hijos engrosaron cualificadas piezas de la maquinaría que hoy lleva al mundo al abismo económico. Otras universidades, como Comillas, tiempo atrás que decidieron secundar a las minorías destructuras de la fe -que diría el sufriente Pablo VI-. Basten estos ejemplos.

 

¿Dónde están ahora los catolicísimos españoles? Echando la culpa a la izquierda. Sin ver sus culpas pasadas, pero sin ver que el mal no es cuestión ya de signo, sino de globalidad. Marcello Pera no tendría empacho en reconocerlo. "El ataque a nuestros valores fundamentales y a las raíces cristianos parece provenir de varios frentes", le preguntan. Y su respuesta, nítida:


"Viene tanto de la izquierda como de la derecha. Recuerdo sólo que un año atrás, Fini y Granata firmaron un manifiesto en el que sostenían los “orígenes paganos de Europa”.

 

Y eso en Italia, porque en España la primera actitud de la derecha católica fue esconder su adscripción de fe. Una tal Villalobos no tuvo reparo en romper la disciplina del partido (PP) para votar Sí al aborto. Y ahí sigue, nada ha pasado. Pero no se conocen plantes similares de políticos católicos para defender la fe. La única fe que traerá paz a España. Había que construir la ciudad del hombre, y tanto se esmeraron que apenas queda Ciudad de Dios.



Hoy cuando los signos son manifiestos, cuando la decadencia ya se torna agresiva (el cierre de la capilla en aquella universidad catalana, la filtración de que la Pajín prohibirá los conciertos en colegios de educación diferenciada, los comités bioéticos que decidirán sobre la vida y la muerte contra el parecer no ya del enfermo, sino de la familia y un triste etcétera), hoy, por tanto, es cuando por fin podemos ver con nitidez que si no tomamos la construcción de la Ciudad de Dios en primer y obligatorísimo lugar, la ciudad del hombre acabará en breve ahogando al propio hombre, ahogando primero su dignidad y luego su libertad.

 


 

 

x       cesaruribarri@gmail.com

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