Miércoles, 01 de mayo de 2024

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En una semana se estrena la película NACIMIENTO sobre san Andrés Kim, primer sacerdote coreano

Los hermanos coreanos. En casa del gran mandarín

por Victor in vínculis

Capítulo segundo de la obra “Los hermanos coreanos” del Padre José Spillmann de la Compañía de Jesús.

Entretanto el sol había recorrido la cuarta parte de su carrera, y el gran gong que estaba colgado en medio de la ciudad en un campanario de escasa altura, fue tocado por los bonzos valiéndose de una gran viga suspendida a plomo junto a él, para que con su grave sonido anunciara que aquella hora era grata a los dioses y que en ella debían los coreanos saluda y felicitar al gran mandarín y desearle toda suerte de bienes. No tardaron en llegar a la casa del mandarín desde lugares diferentes, diputaciones de ciudadanos, de bonzos, de nobles, del partido de los Ti, de empleados de los ocho provincias del imperio, de sabios, comerciantes, artesanos, cazadores de tigres, labradores, pescadores, y marineros; hasta el gremio de los mendigos envió sus comisionados. Bandas de música precedían a cada uno de los grupos, llevando largas varas con placas en la punta, pintadas de rojo con letras de oro que expresaban felicitaciones y bendiciones, los títulos, dignidad y virtudes del mandarín o de los dones que los habitantes del país venían a ofrecerle.

-Mira, mira, compadre -decía un viejo que entre la compacta multitud estaba viendo pasar el cortejo-, las provincias de la montaña le envían ciento cincuenta bueyes cebados, las del norte cuatrocientos cerdos grandes, las del sur tejidos fino de seda por cientos, y las del oeste diez carros de arroz. Nosotros no hemos recibido tantas cosas cuando cumplimos sesenta años.

-Como que no somos mandarines -respondió el que estaba a su lado-. Mira ahora las magníficas botas que le regalan los zapateros y el enorme sombrero de etiqueta que le regalan los sombrereros, y la brillante espada que le ofrecen los armeros, y la cadena de oro de los joyeros y el vestido de seda que le traen los tejedores. Y allí la enorme tortuga y el magnífico pez adornado con cintas azules y rojas, cuyas escamas brillan como el oro. Tanto pesa que se dobla la vara de donde le llevan colgado aquellos dos pescadores. ¿No ves allí el par de libros que traen los sabios? Vienen tan orgullosos que no parece sino que traen un gran tesoro.

-¿Quién sabe si estos libros agradarán a nuestro Kim-mun más que el magnífico pescado, y que cadena de oro y que todos los hermosos cerdos y bueyes juntos? -notó un tercer espectador-. Kin-mun es gran amigo de los sabios y debe haber leído todos los libros del mundo-

-No solo los ha leído, sino que los sabe de memoria, con todos sus puntos y comas -añadió un cuarto espectador-. Me lo ha dicho un primo mío que es pinche de cocina en cada del gran mandarín.

-Pero a él no se los habrá recitado. No es poco que los haya leído todos -repuso el otro-. Lo cierto es que es un gran sabio, y ya veréis como invita a que estén esta tarde en su compañía al sabio Kim, al grueso jefe de los bonzos, y a algunos otros de los más sabios, después que se hayan ido todos los demás que han acudido a visitarle.

[Exterior del Palacio de Gyeongbokgung en Seúl, fotografía actual].

La predicción del honrado coreano se cumplió al pie de la letra. Todos los grupos de representantes de las diversas clases sociales entraron, siguiendo el orden de su clase y dignidad, en la casa del gran mandarín, y después de recorrer una larga fila de aposentos, fueron conducidos a la sala donde se hallaba Kim-mun, vestido con brillantes ropas de blanquísima seda, y sentado en un sillón junto a una mesa péquela que estaba cubierta de manjares exquisitos. Tal era la costumbre del país. Todos los grupos fueron entrando por orden a su presencia; el que llevaba la voz de cada uno de ellos, decía su mensaje; el mandarín inclinaba la cabeza, y les daba las gracias en breves términos por su felicitación, y los grupos salían por la otra puerta, y después de atravesar el patio entraban en una de las construcciones adyacentes, donde eran obsequiados con esplendidez. Sólo el grupo de los sabios entró a una señal que Kim-mun afablemente les hizo, en una habitación donde había una mesa reservada para el mismo gran mandarín y para sus íntimos amigos.

Largo tiempo había transcurrido desde que el gran gong anunció la hora del mediodía, antes de que todos los que habían acudido a felicitar a Kim-mun pasaran por delante de él y que el gran mandarín pudiera levantarse de su sillón de ceremonia.

-Ante todo quiero ver los libros que el sabio Kim y el gran Lao-lu y el discreto Tschai-pe me han traído -dijo a sus criados-. Llamad a estos sabios. Antes de comer quiero pasear con ellos y que me den explicaciones acerca de sus presentes.

Era Kim tío del niño que se había distinguido en el juego de las cometas; estaba en lo mejor de su vida; estaba en lo mejor de su vida; su rostro era afable e inteligente. En cambio Lao-lu, que vestía el traje amarillo de los bonzos, mostraba altivez y orgullo en la mirada de sus ojos, grandes pero sin expresión. Tschai-pe, anciano encorvado por los años y ya casi ciego, era conducido por Kim. Kim-mun saludó a los tres sabios y se hizo comentar  por ellos el presente con que le obsequiaban. Lao-lu le mostró, hablando orgullosamente, una colección de tomos que contenían la doctrina de Buda y una historia fabulosa relativa a su propagación.

-Mis bonzos -decía- han copiado para ti con sumo cuidado esta obra divina del tesoro de libros de nuestra gran terra (así llamaban a los templos de Buda) y la han adornado con preciosas imágenes. He aquí el gran Buda, al Sakia-muni, llamado Siaka por los japoneses; éstos con los penitentes que delante de su imagen atormentaban su propio cuerpo con garfios de hierro; mira aquí al divino fundador de nuestro primer convento en Corea, cómo sube al cielo en su dragón de fuego.

-Gracias te doy, ¡oh célebre Lao-lu!, a ti y a tus diligentes bonzos -respondió Kim-mun disimulando con  trabajo una sonrisa burlona, pues era demasiado sabio para creer las ridículas leyendas de los bonzos de Buda-. Hace largo tiempo que deseo poseer en mi biblioteca una copia de este maravilloso libro. Y tú ¿qué me traes, sapientísimo Tschai-pe?

-Sólo un libro muy pequeño, pero que conservo desde hace años como el más precioso tesoro -contestó el anciano-. Vino de Pekín con unos calendarios y está escrito por sabios del Occidente.

-¡Demonios del Occidente! -interrumpió coléricamente el bonzo a Tschai-pe-. Ese libro debe ser arrojado inmediatamente en las llamas.

-¿Y si hubiera hecho eso mismo con la doctrina de Buda, que también vino de remotos países al nuestro? -exclamó el anciano-. El hombre sabio examina las cosas antes de juzgarlas. Este breve librito lo estimo yo en más que todos los libros que he leído en mi vida; y sólo porque veo ya próximo el fin de mis días, me resuelvo desprenderme de él. ¿Quién mejor que tú, ¡oh sabio Kim-mun!, que con mi amado Kim has sido mi discípulo más aventajado, podrá apreciar su sabiduría? Tómalo, pues y léelo.

Con viva alegría tomó el gran mandarín el libro, en cuya pasta estaban escritas con letras doradas estas palabras: “Doctrina del Señor del cielo”. Era un breve catecismo compuesto por los misioneros jesuitas, impreso de Pekín en tiempo del emperador Kang-hi, que tan benévolo se había mostrado con los cristianos y propagado por millares en el inmenso imperio de la China.

-Tan pronto como tenga tiempo lo leeré; pero no lo tendré durante algunas semanas, pues la costumbre del país me obliga a contestar a los mandarines de las provincias y a todos los magnates que con motivo de mi Hoan-kap me han felicitado y obsequiado hoy.

-Entretanto -dijo el sabio Kim-, te ruego encarecidamente que me permitas sacar una copia de este raro librito. He tenido ocasión de ver citada la “Doctrina del Señor del cielo” en el estudio que he hecho de los novísimos expositores de los grandes sabios chinos Kon-fu-tse y Lao-tse, cuya explicación, ¡oh sapientísimo Kim-mun!, te ofrezco como humilde presente de mi afición al arte de escribir. Los sabios chinos intentan combatir esta doctrina, pero a mi juicio sin resultado.

-Tómalo, pues, y cuando hayas terminado la copia y yo tenga tiempo, juzgaremos juntamente con nuestro amado maestro, de la sabiduría de los hombres de Occidente. También podrá venir el sabio Lao-lu a nuestras conferencias.

-No permitan los dioses que yo profane mis oídos con las doctrinas de estos demonios extranjeros –gritó colérico el bonzo-. Arrojad al fuego el libro infernal antes de que venga sobre Corea la desdicha profetizada por los dioses para cuando permitamos en nuestro país la entrada de novedades extranjeras.

Esta explosión de cólera desagradó mucho a Kim-mun, el cual volvió la espalda al bonzo y dirigiéndose a los otros dos sabios les dijo:

-Ya es tiempo, amigos míos, de que vayamos a comer. Siento no poder invitar al gran Lao-lu, pero está muy excitado y sería de temer que le hiciera daño la comida.

Y diciendo estas palabras se alejaron de la presencia del primer bonzo, quien se quedó allí de pie, pálido de cólera, invocando la ira de los dioses sobre el gran mandarín y sus dos compañeros.

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