La Iglesia con la sangre del testimonio
Perdonen, queridos lectores, pero es que yo me embeleso al contemplar a la Iglesia; pero es que, además, me encuentro tan a gusto en ella que me encontraría como un hueso dislocado si estuviese fuera. Ya comprenderán que, como obispo, veo muchos más defectos que los que pueda ver cualquier cristiano.
Pero vamos a nuestro tema. ¿Qué quiero decir con el título del artículo? Sencillamente, que hemos de luchar y sufrir como hijos de Dios y testigos de Jesús. Hemos de pasar por la cruz. Creo que podemos aplicarnos las palabras de Hbr. 12, 4: "No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado". Y por no llegar hasta la sangre, no ven en nosotros a Jesús, es decir, no somos testigos de Jesús.
A propósito, recuerdo haber leído u oído, no sé, un ejemplo: una niña ciega estaba cerca de un aeropuerto vendiendo manzanas. Un pequeño grupo de hombres medio corrían porque iban a perder el avión. Uno de ellos, sin querer, tropezó con la cesta y se esparcieron todas la manzanas. El hombre se detuvo y las fue recogiendo una a una. Animó a la pequeña, diciéndole que le dispensase, pero que ya estaban todas las manzanas en el cesto, se despidió de ella en el momento en que el avión estaba saliendo. Al marcharse, la niña lo llamó: “eh, señor”, y cuando se acerca, le pregunta ¿es Ud. Jesús? No, le respondió; soy cristiano.
Nos dice San Juan: "Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre" (1Jn. 5, 7). El agua y la sangre nos pueden decir que, al ser hijos de Dios por la gracia, hemos de ser testigos de Jesús. ¿Cómo? Con la sangre de nuestro sacrificio, es decir, con nuestras obras. Recordemos al Apóstol: “los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo" (Ef. 2, 13). Y si estamos cerca por la sangre de Cristo, no olvidemos que nuestra respuesta ha de ser con nuestra sangre, por mucho que nos cueste, si queremos ser sus testigos.
En la Iglesia a la que tengo el orgullo de pertenecer, veo cantidad de personas buenas, sencillas, humildes, enfermos, pobres que me dan ejemplo y me digo: serás todo lo obispo que quieras, pero a esta persona a quien nadie conoce y que a veces está marginada, no le llegas ni a la suela del zapato. En todos ellos veo a Jesús. Ésta es la Iglesia a la que pertenezco por la gracia de Dios, y de la que me enorgullezco; es que no me canso de repetirlo. ¿Que tiene defectos? claro. ¿Cuales? Exactamente, los que tenemos entre todos los que formamos parte de ella. Pero en ella habita el Espíritu Santo que es quien la santifica; por eso la Iglesia es santa, no pecadora; podemos decir que es santa llena de pecadores a quienes el Espíritu va santificando si se le deja actuar.
A muchos de los “pequeños” de este mundo, si les preguntásemos ¿es Ud. Jesús?, quizá en su humildad, no se atreverían a contestarnos que sí, pero cierto que veríamos en ellos a Jesús.
Aparte de los “pequeños de este mundo”, me enorgullezco también por la cantidad de hermanos que se han consagrado al Señor renunciando a todo lo que no sea vivir el Evangelio, extendiendo por todo el mundo la fe en Jesús.
¿Saben cuantos son los sacerdotes y consagrados en todo el mundo?
Según el Anuario Estadístico de la Iglesia, en estos momentos, la Iglesia cuenta con:
3.862.269 personas dedicadas al apostolado:
4.482 obispos
405.009 sacerdotes
26.629 diáconos permanentes
55.428 religiosos no sacerdotes
809.351 religiosas profesas
31.049 miembros de institutos seculares
80.662 misioneros laicos
2.449.659 catequistas.
A ver qué asociación puede presentar un número así de personas dedicadas al Señor en exclusiva, que no pocos tienen mucha categoría y podrían vivir muy cómodamente, que han renunciado a formar una familia propia, y aceptan obedecer y dedicar sus vidas a cualquiera, en cualquier lugar del mundo.
Y ahí están también esos millones de laicos con sus vidas de fe y dedicando muchas horas y días, en catequesis, en organizaciones de caridad, en apostolado seglar, visitando y atendiendo a enfermos, colaborando en comedores para niños pobres, en compromisos apostólicos, en misiones, aguantando persecuciones, incluso jugándose la vida y perdiéndola en muchos casos por manifestarse como cristianos. A pesar de todo, son el blanco de los que quisieran que la Iglesia desapareciese y cuanto antes, mejor.
Naturalmente que tenemos defectos, y a veces defectos muy serios, incluso en personas muy significadas; pero quien se atreva a criticarla, que le eche la primera piedra. ¿Tenemos en cuenta que Jesús ha dicho: “No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mc. 2, 17). Y pecadores somos todos. También los consagrados.
¿Que a algunos les gusta hurgar en la basura que hay en la Iglesia, como la hay en cualquier asociación? Sigan hurgando, no salgan del cuarto de la basura y seguro que hallarán mucha más basura de la que conocen, pero vean si en el cuarto de la basura que todos llevamos en nuestro interior hay algo parecido.
Queremos manifestar con la sangre de nuestro testimonio y con la cruz de nuestra vida, que queremos a Jesús, de manera que puedan preguntarnos como la niña del ejemplo: ¿es Ud. Jesús?
José Gea
Pero vamos a nuestro tema. ¿Qué quiero decir con el título del artículo? Sencillamente, que hemos de luchar y sufrir como hijos de Dios y testigos de Jesús. Hemos de pasar por la cruz. Creo que podemos aplicarnos las palabras de Hbr. 12, 4: "No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado". Y por no llegar hasta la sangre, no ven en nosotros a Jesús, es decir, no somos testigos de Jesús.
A propósito, recuerdo haber leído u oído, no sé, un ejemplo: una niña ciega estaba cerca de un aeropuerto vendiendo manzanas. Un pequeño grupo de hombres medio corrían porque iban a perder el avión. Uno de ellos, sin querer, tropezó con la cesta y se esparcieron todas la manzanas. El hombre se detuvo y las fue recogiendo una a una. Animó a la pequeña, diciéndole que le dispensase, pero que ya estaban todas las manzanas en el cesto, se despidió de ella en el momento en que el avión estaba saliendo. Al marcharse, la niña lo llamó: “eh, señor”, y cuando se acerca, le pregunta ¿es Ud. Jesús? No, le respondió; soy cristiano.
Nos dice San Juan: "Tres son los que dan testimonio: el Espíritu, el agua y la sangre" (1Jn. 5, 7). El agua y la sangre nos pueden decir que, al ser hijos de Dios por la gracia, hemos de ser testigos de Jesús. ¿Cómo? Con la sangre de nuestro sacrificio, es decir, con nuestras obras. Recordemos al Apóstol: “los que en otro tiempo estabais lejos, habéis llegado a estar cerca por la sangre de Cristo" (Ef. 2, 13). Y si estamos cerca por la sangre de Cristo, no olvidemos que nuestra respuesta ha de ser con nuestra sangre, por mucho que nos cueste, si queremos ser sus testigos.
En la Iglesia a la que tengo el orgullo de pertenecer, veo cantidad de personas buenas, sencillas, humildes, enfermos, pobres que me dan ejemplo y me digo: serás todo lo obispo que quieras, pero a esta persona a quien nadie conoce y que a veces está marginada, no le llegas ni a la suela del zapato. En todos ellos veo a Jesús. Ésta es la Iglesia a la que pertenezco por la gracia de Dios, y de la que me enorgullezco; es que no me canso de repetirlo. ¿Que tiene defectos? claro. ¿Cuales? Exactamente, los que tenemos entre todos los que formamos parte de ella. Pero en ella habita el Espíritu Santo que es quien la santifica; por eso la Iglesia es santa, no pecadora; podemos decir que es santa llena de pecadores a quienes el Espíritu va santificando si se le deja actuar.
A muchos de los “pequeños” de este mundo, si les preguntásemos ¿es Ud. Jesús?, quizá en su humildad, no se atreverían a contestarnos que sí, pero cierto que veríamos en ellos a Jesús.
Aparte de los “pequeños de este mundo”, me enorgullezco también por la cantidad de hermanos que se han consagrado al Señor renunciando a todo lo que no sea vivir el Evangelio, extendiendo por todo el mundo la fe en Jesús.
¿Saben cuantos son los sacerdotes y consagrados en todo el mundo?
Según el Anuario Estadístico de la Iglesia, en estos momentos, la Iglesia cuenta con:
3.862.269 personas dedicadas al apostolado:
4.482 obispos
405.009 sacerdotes
26.629 diáconos permanentes
55.428 religiosos no sacerdotes
809.351 religiosas profesas
31.049 miembros de institutos seculares
80.662 misioneros laicos
2.449.659 catequistas.
A ver qué asociación puede presentar un número así de personas dedicadas al Señor en exclusiva, que no pocos tienen mucha categoría y podrían vivir muy cómodamente, que han renunciado a formar una familia propia, y aceptan obedecer y dedicar sus vidas a cualquiera, en cualquier lugar del mundo.
Y ahí están también esos millones de laicos con sus vidas de fe y dedicando muchas horas y días, en catequesis, en organizaciones de caridad, en apostolado seglar, visitando y atendiendo a enfermos, colaborando en comedores para niños pobres, en compromisos apostólicos, en misiones, aguantando persecuciones, incluso jugándose la vida y perdiéndola en muchos casos por manifestarse como cristianos. A pesar de todo, son el blanco de los que quisieran que la Iglesia desapareciese y cuanto antes, mejor.
Naturalmente que tenemos defectos, y a veces defectos muy serios, incluso en personas muy significadas; pero quien se atreva a criticarla, que le eche la primera piedra. ¿Tenemos en cuenta que Jesús ha dicho: “No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores" (Mc. 2, 17). Y pecadores somos todos. También los consagrados.
¿Que a algunos les gusta hurgar en la basura que hay en la Iglesia, como la hay en cualquier asociación? Sigan hurgando, no salgan del cuarto de la basura y seguro que hallarán mucha más basura de la que conocen, pero vean si en el cuarto de la basura que todos llevamos en nuestro interior hay algo parecido.
Queremos manifestar con la sangre de nuestro testimonio y con la cruz de nuestra vida, que queremos a Jesús, de manera que puedan preguntarnos como la niña del ejemplo: ¿es Ud. Jesús?
José Gea
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