Domingo, 06 de octubre de 2024

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El tesoro de la viña I: aprender a conocer

El tesoro de la viña I: aprender a conocer

por Por mí, que no quede

“Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida”, decía Woody Allen, y tenía mucha razón. Pero a los educadores, padres, profesores o simples ciudadanos – educar educamos todos-, hay otro futuro que nos preocupa, el de nuestros niños y jóvenes. ¿Cómo podemos prepararlos para ese futuro?

 La preocupación es tan vieja como la propia humanidad porque los niños no vienen dotados genéticamente con todas las herramientas que necesitan para sobrevivir. Ese déficit genético es el que suple la cultura y la .educación

 Pero educar no se puede reducir a la mera transmisión del pasado por muy glorioso que fuera – que nunca lo fue, salvo en la indulgencia de la memoria-. Mantener los pilares del pasado sí, pero inmovilizarse en ellos es un rancio tradicionalismo que el dinamismo de la vida misma se encargará de ridiculizar. Respeto y cariño hacia el pasado, pero sin nostalgias paralizantes. Tampoco se trata de una confianza ciega en el progreso: el bienestar y el “bien ser” de un pueblo, como el de las personas, puede crecer o menguar, dependiendo del esfuerzo consciente y sostenido de cada uno de las personas que componen ese pueblo.

 Lo grave es que, además, no sabemos mucho del futuro al que se encaminan nuestros jóvenes -la historia muestra que las profecías son arriesgadas-. La aceleración histórica y la fragilidad de las instituciones y valores en esta “sociedad líquida” hacen más frágil aún esas previsiones.

 ¿Cómo educar para el futuro? Es la misma pregunta que se planteó hace tres décadas la UNESCO cuando finalizaba el siglo XX, y que dio lugar al correspondiente Informe sobre la educación para el siglo XXI, conocido como informe Delors.

 El título del mismo: “La Educación encierra un tesoro”, parafrasea la recomendación que en la fábula de Esopo un labrador dio a sus hijos antes de morir: “No vendáis la viña que en herencia nos dejaron nuestros padres. Encierra un tesoro.” Una vez fallecido el padre, los hijos tras coger los arados y azadas cavaron toda la tierra. No encontraron el tesoro, pero la viña les dio la mejor de las cosechas.

 La herencia recibida es la educación, pero como relata la fábula de Esopo el tesoro no es otro que el trabajar a fondo la viña. No caben fórmulas mágicas. La preparación del futuro requiere un esfuerzo constante, sostenido de cada uno de los actores, el primero de los cuales es el propio sujeto, el niño, joven o adulto que quiere aprender y educarse (la educación no es una tarea propia de una etapa de la vida sino una actividad consustancial a lo largo de toda la existencia).

 En el documento se establecen cuatro pilares fundamentales, el primero de los cuales es Aprender a conocer que siguen siendo válidos y que vamos a comentar en los siguientes artículos.

Vivimos en la era de la información incesante. Abarcarlo todo es imposible. “En nuestros días, una mente, verdaderamente formada necesita una amplia cultura general y tener la posibilidad de estudiar a fondo un pequeño número de materias”. Se trata en definitiva de evitar “microespecialistas” y “macroignorantes”. Aprender a conocer requiere recuperar algunas de los hábitos intelectuales hoy en olvido entre los cuales se encuentran:

 En primer lugar, el asombro, la curiosidad intelectual, la capacidad de admirarse, de sentirnos atraídos por las cosas. Recordemos que el asombro infantil es el origen de todo conocimiento, pero lo es también del comienzo de la sabiduría occidental, la que surge con los griegos y mantiene un largo reguero hasta la modernidad,  (Descartes)donde fue sustituida por la sospecha para acabar finalmente en el aburrimiento de la postmodernidad en la que estamos instalado. Sólo a título de anécdota, no deja de ser paradójico que los cientos de canales a nuestro alcance nos aburran más que cuando teníamos solo dos en televisión.

 En segundo lugar, la atención sostenida que requiere, entre otras cosas, la capacidad de silencio y de paciencia. Sin atención es difícil, por no decir imposible, cualquier aprendizaje. Simone Weil decía que “no hay arma más eficaz que la atención”. Prestar atención a algo o alguien es demostrar el valor que le concedemos, pero a la vez es la forma más placentera de actividad. Por el contrario, la dispersión constante, la falta de atención es la garantía de cansancio y falta de productividad.

 El conocimiento requiere, en tercer lugar, de la memoria, hoy tan denostada, como antídoto necesario contra la fugacidad de la información constante. Vivir es tener memoria, ser humano es tener memoria. Es cierto que hay que ser selectivos y que los dispositivos nos liberan de muchos datos prescindibles pero, en última instancia, somos lo que recordamos y sobre eso seguimos creciendo intelectualmente.

 Por último, el conocimiento requiere la capacidad de pensar, es decir de analizar, comparar, relacionar información y, sobre todo, juzgar a la luz de principios y criterios sólidos que permitan discriminar lo frívolo de lo serio, lo superficial de lo profundo, lo accidental de lo substancial, en definitiva, lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto.

 A todos los que nos preocupa el futuro de nuestros niños y jóvenes nos corresponde equiparles con tal bagaje de hábitos mentales que sean capaces de convertir la sociedad de la información en una sociedad del conocimiento, donde, el contraste de los datos, la verificación de hipótesis, la coherencia lógica, el rigor intelectual sean capaces de cribar la multiplicidad de la información para convertirla en conocimientos sólidos, contrastados y coherentes.  Es la mejor vacuna contra la manipulación.

Sin esos hábitos, el futuro humano será preocupante, no solo por la Inteligencia Artificial, sino lo que es peor, por la estupidez humana.

 

JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD

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