Domingo XXXIII: No adoréis a nadie más
“Cuidado con que nadie os engañe. Muchos vendrán usando mi nombre, diciendo ‘Yo soy’, o bien: ‘El momento está cerca’; no vayáis tras ellos” (Lc 21,8).
Creer en un solo Dios tiene muchas ventajas. Entre ellas, que sólo ante ese Dios se dobla la rodilla. Chesterton decía que el problema del siglo XXI no va a ser creer en Dios sino creer en muchos falsos dioses, pues cuando uno no cree en Dios es capaz de creer en cualquier cosa, como en la política, o en el dinero, o en el placer. Para el cristiano, nada ni nadie puede pretender ocupar el lugar de Dios en el corazón y en la vida. Ni el trabajo, ni la política, ni la patria, ni tan siquiera la familia pueden estar antes que Dios, tal y como nos exige el primer mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”.
Eso no significa que no tengamos que amar a los amigos, al trabajo, a la patria, a los familiares. Significa que, si en alguna ocasión esos amores pretenden competir con Dios y separarnos de él, tendremos que recordar y recordarles que somos cristianos y que precisamente por eso sólo ante Dios nos postramos y sólo a él adoramos.
A la vez, este estricto monoteísmo que profesamos nos enseña que sólo de Dios podemos esperarlo todo y sólo en Él podemos encontrar la felicidad. Eso nos ayuda a ser menos exigentes con los demás, a entender que, como ellos no son Dios, es normal que no sean perfectos y, sobre todo, a no pretender que ellos nos hagan felices, pues como mucho pueden colaborar a que lo seamos, pero no pueden darnos la felicidad plena pues eso escapa a las posibilidades de cualquier ser humano. También nos ayuda a no desesperar de nosotros mismos al comprobar nuestras imperfecciones; basta con que estemos en la lucha por alcanzar la santidad, con que empecemos cada vez que hemos caído.