Miércoles, 01 de mayo de 2024

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En una semana se estrena la película NACIMIENTO sobre san Andrés Kim, primer sacerdote coreano

Los hermanos coreanos. La doctrina del Señor del cielo

por Victor in vínculis

Capítulo tercero de la obra “Los hermanos coreanos” del Padre José Spillmann de la Compañía de Jesús.

Era el sabio Kim persona muy acomodada. A una legua corta de la capital poseía una casa de campo muy bien situada en las últimas estribaciones de las montañas. Allí habitaba durante el verano con sus hermanas y los hijos de ésta.

Desde la terraza del edificio principal, que como todas las casas de los coreanos sólo tenía un piso, se podía disfrutar de un magnífico espectáculo. Limitaban el paisaje al oriente una cordillera de elevadas montañas; en el fondo de ellas, de norte a sur, había otros órdenes de alturas menores que descendían en suaves ondulaciones hasta el valle, el cual ofrecía al oeste hasta llegar al mar, una extensa perspectiva. Verdad es que el mar estaba demasiado lejos para que la vista pudiera alcanzar a ver su superficie azul; pero en cambio el ancho río Han-kang, con sus numerosas sinuosidades y sus muchas islas, ofrecía un cuadro vivo y animado. A lo lejos podía verse los pesados juncos coreanos, con sus dos mástiles y sus velas desplegadas en forma de abanico, deslizarse navegando río arriba o descendiendo por él a través de los bosques de bambúes de la orilla. Ligeros botes de pescadores se movían entre aquellas pesadas naves mercantes, y en las cercanías de la ciudad circulaban embarcaciones de todo género. La misma capital, con sus múltiples calles y caminos, con sus muchas casitas de techo de paja, entre las cuales se veía de trecho en trecho alguna pagoda budista o descollaba algún edificio público, parecía, vista desde el huerto de Kim, como colocada en una batea. Desde los muros de la ciudad empezaban a extenderse una serie de jardines y casas de campo sobre la suave pendiente de la colina, cuya altura coronaba la quinta de Kim, que muy lejos se divisaba.

Dos meses han transcurrido desde la fiesta del Hoan-kap, celebrada por el gran mandarín, descrita en el capítulo anterior, y por entonces empieza el otoño en Corea, lo mismo que entre nosotros. Se hacía la recolección de las manzanas en la quinta de Kim, el cual había convidado con tal motivo a los compañeros de juego y de escuela de sus sobrinos Yn y Kuan. La turba infantil había ayudado a la recolección, comiendo, como es natural, cuanto quiso del dulce y sazonado fruto, y corriendo y saltando después. Ahora están los niños sentados dentro de un cenador que hay en la terraza, contemplando los barcos que suben o descienden por el río.

Después de hablar de sus juegos y de los premios de la escuela, se quejan de cuán difícil es aprender los signos de la escritura china, y de cuán inútil es saberla, pues los libros chinos contienen sólo necedades de casi todos.

-No todos -dijo entonces Yn, nuestro amigo de la cometa-; nuestra madre está copiando ahora para mi tío Kim un libro que el anciano Tschai-pe ha regalado al gran mandarín en su Hoan-kap- Ya sabéis que mi madre es quien mejor letra tiene de toda la ciudad. De este libro nos ha contado cosas hermosísimas acerca de Dios y de nuestro fin en la tierra. Todo en este libro, que no es grande, es muy nuevo y muy confortante a la razón, y enteramente distinto de las necias historias que los Ta-lapin (los bonzos budistas) nos refieren de Buda y de sus ridículos santos.

-Mira, Yn, lo que dices; no te castiguen los dioses por tales expresiones, dijo uno de los compañeros.

-Así habla mi tío Kim y también mi primo, sobre todo desde que han leído el libro del sabio Tschai-pe -añadió Yn.

-Refiérenos lo que nuestra madre te ha contado últimamente del Hijo de Dios, que nació de una virgen y que vino al mundo para hacer a todos los hombres dichosos -dijo Kuan.

Sí, sí, cuéntanoslo -añadieron todos los demás sentándose en el suelo alrededor de Yn. El niño empezó de esta manera:

-Ante todo he de deciros cómo ha bajado a la tierra este Hijo de Dios. El libro del sabio Tschai-pe sostiene que no hay más que un solo Dios.

-Ya no quiero saber más de ese libro -interrumpió uno de los niños.

-Nosotros adoramos a miles y millares de dioses; sólo en nuestra pagoda se cuentan por cientos las imágenes de otros tantos dioses -añadió otro niño.

-¡Pero qué dioses! Monstruos espantosos, que no puedo mirar sin sentir miedo, porque se me representan en sueños y me causan terror -les replicó resueltamente Yn-. Además, unos son enemigos de los otros y se hacen guerra entre sí, y ninguno de ellos es omnipotente. Pero el dios del libro del sabio Tschai-pe es omnipotente e infinitamente bueno, es decir todo lo puede y está propicio a mostrar  su bondad en todas las cosas, especialmente en los hombres. Este dios único es, pues, el que ha creado el mundo entero. Con sólo decir “hágase”, fueron creados el cielo y la tierra que antes no existían. Así creo al sol que nace y se pone y alumbra y calienta la tierra, y a la luna y a las estrellas que brillan durante la noche. Y en la tierra los montes y los valles, los ríos y los mares, y en el mar todos los peces, y en el aire todas las aves, y en la tierra todos los animales que andan o se arrastran por el suelo, y por último, creó un magnífico paraíso, mucho más grande y más hermoso que el jardín de nuestro rey, y puso en él árboles de toda especie, de los cuales pendían dulcísimos frutos, y dio este jardín por morada a un hombre y a una mujer, que fueron nuestros primeros padres.

-¿Y creo también a los hombres este buen dios? -preguntó uno de los niños.

-También creó a los hombres, mas no como a los animales. Formó de la tierra el cuerpo del hombre y le infundió un alma inmortal, que ha de volver a su criador cuando el cuerpo muera y vuelva a la tierra. Pero también el cuerpo habría sido inmortal si los primeros hombres hubieran obedecido a Dios, y no hubieran comido del fruto de un árbol al cual el mismo Dios les prohibió que tocaran. La envidia del demonio fue la que les indujo a comer de él.

-También dice, pues, el libro del sabio Tschai-pe, que hay demonios, como enseñan nuestros bonzos.

-¿Pero ha creado Dios igualmente a los demonios? -preguntó uno de los niños.

-Ciertamente, ha creado a los demonios como a todos los demás seres del cielo y de la tierra, pero cuando los creó eran espíritus celestiales que rodeaban el trono de Dios. Uno de ellos se rebeló contra su criador, y en castigo de tan gran crimen fue convertido en demonio y lanzado juntamente con todos los que le siguieron, en las llamas del infierno. Así, también el libro del sabio Tschai-pe, o para llamarlo por su nombre, la “Doctrina del Señor del cielo”, cree que hay un infierno donde son atormentados los malos.

-En la pagoda de Koang-tsiu, donde hace poco estuve con mi tío, está pintando en los muros todo el infierno. -¡Qué horror! -observó un niño, primo de Yn-. Después apenas pude dormir de miedo. Allí había tigres que despedazaban a los condenados, elefantes que los pisoteaban, serpientes que los abrazaban con sus anillos, dragones que los devoraban y demonios abominables que los abrasaban. ¿Se dice esto mismo en el libro de Tschai-pe?

-En él se enseña que los malos son lanzados al fuego eterno, y que allí estarían ardiendo por sus pecados los primeros hombres si el Hijo de Dios no se hubiera hecho hombre para poder morir y satisfacer por ellos.

-¿El Hijo de Dios? ¡Entonces hay más de un Dios! -interrumpió uno de los niños mayores.

-Sólo hay un Dios, pero en Él hay tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dice mi madre que esto no lo podemos comprender nosotros, pero que no ha de maravillarnos el no comprender la esencia de Dios, pues ni siquiera comprendemos cómo crece la hierba más humilde.

Luego habló el niño con toda sencillez de la Santísima Virgen María y de San José y de Belén y refirió que el Hijo de Dios se hizo niño y nació en un establo, y fue puesto en un pesebre y que los primeros que le adoraron fueron unos pobres pastores. Lo cual oían todos los niños con mucha atención.

Sólo unos de ellos, que pertenecía a una familia acaudalada, torció el gesto y dijo:

-¡Un Dios que nace en un establo y que se deja adorar por un pueblo de mendigos! Esto no me agrada. En él podéis creer tú y tus amigos.

-De muy buen grado creeré yo en este Dios que por amor a los hombre se ha hecho tan pequeño y tan débil -replicó Yn.

-¿Y no has oído cómo mi hermano refirió que los ángeles del cielo cantaron en honor suyo? -añadió el niño Kuan.

-También vinieron tres reyes de países remotos, a los cuales anunció una estrella el nacimiento del Hijo de Dios, y le ofrecieron dones y le adoraron -continuó diciendo el narrador.

Después refirió que el salvador predicó su doctrina, curó a los enfermos, resucitó a los muertos y finalmente murió en una cruz  padeciendo espantosos tormentos, por cumplir la voluntad de su Padre celestial y para abrirnos las puertas del cielo, cerradas por nuestros pecados.

Algunos de los niños no pudieron contener las lágrimas; sobre todo Kuan lloró amargamente, compadecido del Salvador crucificado. Pero el orgulloso y adinerado joven decía que todo aquello era una fábula, que si Jesús hubiera sido Dios, habría confundido con sus rayos a los verdugos y que jamás habría muerto.

-Esto mismo dijeron sus enemigos que no querían creer en Él -respondió Yn, que recordaba muy bien las palabras de su madre-. Ellos le gritaron: “Si eres el Hijo de Dios, ¡desciende de la cruz y creeremos en ti!”. Pero Jesús quiso morir por nosotros y probar su divinidad con un milagro mayor, pues habiendo sido traspasado su corazón con una lana y su cuerpo sepultado durante tres días, resucitó de entre los muertos lleno de vida y de hermosura, y más resplandecientes que el sol. De esta manera, dice mi madre, ha demostrado su divinidad. Y subió al cielo, donde está sentado a la diestra de Dios Padre, de donde vendrá sobre las nubes para juzgar a todos los hombres. Después se llevará consigo al cielo a los buenos, que creyeron en él y guardaron sus santos mandamientos, y los hará eternamente dichosos; y a los malos que no creyeron en él o no los observaron, los condenará a castigos eternos. Esta es la doctrina del Señor del cielo según el libro del sabio Tschai-pe.

-¿Y si nosotros no creemos, seremos también condenados? –preguntó el joven orgulloso. ¡Tan necio eres Yn, que crees tales cosas! ¿Dónde ha nacido y ha sido crucificado ese Dios singular? ¿Aquí en Corea? Jamás se ha oído cosa semejante. ¿O en China? Nuestros maestros nos han explicado las diferentes religiones de los chinos, pero nada nos han dicho de ese Dios crucificado. Tampoco puede haber vivido y enseñado en el reino de Oriente, pues ya lo habríamos sabido los japoneses.

-Dios ha nacido en un remoto país del Occidente, y hombres sabios han traído su libro al imperio central. De allí lo ha recibido Tschai-pe con los calendarios; los hombres sabios nos lo habrían traído ellos mismos, si nuestro país no estuviese cerrado severamente a los extranjeros.

-Y con mucha razón y justicia, porque de fuera sólo pueden venirnos desdichas, como siempre está diciendo mi padre. Y ésta es razón suficiente para que yo nunca acepte esa necia doctrina -añadió el hijo de la familia adinerada-. Yo me atengo al primitivo libro Kami-ro-mitsi (Camino de los espíritus) que nos vino del Japón. Este libro refiere así el origen del mundo: Siete dioses reinaban en el cielo; un día dijo el séptimo su mujer: “En otro lugar debe haber tierra firme; ¡busquémosla!”. Y lanzó al aire su espada adornada de piedras preciosas. Entonces se formó en una gota de agua en la hoja, y esta gota se convirtió en una isla, adonde iban a morar el dios y su mujer. Esta isla era el Japón, y Dios llamó a ocho millones de hombres para que poblaran el mundo desde allí. Así refiere el divino libro Kami-ro-mitsi, al cual yo creo más que a todos los libros de los demonios de Occidente.

-¿Y de dónde ha llamado tu dios esos ocho millones de hombres? ¿De dónde tomó el hierro y las piedras de su espada antes que hubiese creado el mundo? -preguntó Yn.

-Él lo habrá sabido mejor que tú -respondió el joven-.En fin, yo nunca aceptaré doctrinas extranjeras.

Otros niños asintieron en lo que éste decía; pero la mayor parte de ellos manifestaron que les había gustado mucho la doctrina del Señor del cielo, y pidieron a Yn que les hablara de nuevo ella cuando hubiera leído el libro entero. Y el pequeño Kuan añadió:

-¿No creéis que la gran Señora de quien ha nacido este Dios, ha de tener mucho valimiento delante de Él? Roguémosle, pues, que nos ayude para que conozcamos y sigamos las enseñanzas de su Hijo.

Yn y sus amigos vinieron en ello con mucho gusto, mientras que el joven orgulloso y los que como él pensaban se despedían de los “creyentes de Occidente”, como él los llamaba, y se dirigían a la ciudad riéndose y burlándose de sus compañeros.

En esto se acordó Yn de que su tío poseía entre varios objetos raros una moneda en que estaba grabada la imagen de una mujer en actitud de orar en medio de un sol resplandeciente y con una media luna a los pies. Lo que esto significaba nunca pudo averiguarlo su tío; sólo decía que la medalla procedía del tiempo en que Taikosama, el dominador de Japón, había pasado por Corea con su ejército.

Esta imagen podría representar a la madre de Dios”, dijo para sí el niño. Fue en busca de ella, con permiso de su tío. Los demás niños la miraron respetuosamente y Kuan la besó. Después la pusieron en el tronco de una gran morera y la adornaron con ramos de flores. Kuan levantó las manos al cielo y rogó:

-¡Oh gran Señora, si puedes escuchar nuestras súplicas, envíanos hombres que nos anuncien la doctrina de tu Hijo!

La medalla era efectivamente una imagen de la Inmaculada Concepción, pues en el ejército de Taikosama había muchos japoneses cristianos. María oyó la súplica de los niños, los cuales oraban ante su imagen siempre que iban a la quinta de Kim. Pero Yn y su hermanito Yuan oraban en su presencia todos los días.

Final del capítulo tercero. Continuará

 

Lamberto de Echeverría escribió esta reseña en los años sesenta para el Año Cristiano de la B.A.C. (primera parte)

París, rue du Bac. La calle está hoy compartida. Una de sus aceras la ocupan casi íntegramente los inmensos almacenes “Au bon marché”. La otra acera conserva todavía un cierto aire del primitivo París. Una puerta humilde, que da a un estrecho callejón, conduce a una iglesia objeto de la veneración de todos los católicos del mundo: la capilla de las apariciones de la Virgen Milagrosa. Siguiendo por la misma acera encontramos otro edificio, también humilde en apariencia, pero de enorme significación en la historia de la Iglesia: el seminario de misiones extranjeras. Allí se forjó un nuevo estilo en la manera de concebir la tarea misional y allí, por vez primera, en forma orgánica, el clero secular forjó sus armas para salir a luchar las rudas batallas contra el paganismo.

El seminario llevaba ya muchos años funcionando cuando en 1831 se confiaba a sus alumnos un nuevo territorio de misión: la península de Corea. Territorio muy vasto, su extensión equivale prácticamente a la de Italia, y cuya evangelización habría de resultar muy penosa. Pese a estar a la misma latitud que España o Italia, el clima es duro, continental, extremado. Por otra parte, el país es pobre, y no podría resultar fácil la vida de los misioneros. En cambio iban a tener éstos una ventaja: les esperaban unas cristiandades que habían sufrido ya su bautismo de sangre y la terrible prueba de la persecución.

En efecto, en 1784, un intelectual coreano, bautizado en Pekín, consiguió introducir el cristianismo en Corea. Pero aquella naciente cristiandad sufrió una dura persecución y estuvo a punto de ser aniquilada. Sin embargo, cuando en 1794 un sacerdote chino vino de Pekín encontró todavía cuatro mil cristianos, tan fervorosos que en poco tiempo su número se duplicó. En 1801 se produce una nueva represión, y el sacerdote fue ejecutado con unos trescientos cristianos, entre quienes destacaba la noble figura de Juan Niou y su mujer Lutgarda.

Treinta años después, la Sagrada Congregación de Propaganda erigía un vicariato apostólico en Corea y lo confiaba, según hemos dicho, al Seminario de Misiones Extranjeras, de París. Pese a que en 1815 y en 1827 había habido nuevas oleadas de persecución, el número de cristianos sobrepujaba ya los seis millares. Al frente del nuevo vicariato iba a ser colocado un fervoroso misionero de China: Lorenzo José Mario Imbert.

Su nombre es el primero y el más destacado de la larga relación de mártires cuya fiesta se celebra hoy (20 de septiembre). Había nacido en la diócesis de Aix-en-Provence. Su familia residía en Calas, y era harto pobre. Es conmovedor saber cómo aprendió a leer: un día encontró un centimillo en la calle, con el compró un alfabeto y rogó a una vecina que le enseñara las letras. Así, a fuerza de perseverancia, consiguió la preparación suficiente para poder ingresar en 1818, en el seminario de Misiones Extranjeras. Después de dos años de estudios se embarca en Burdeos y marcha a trabajar a China.

En plena tarea apostólica le sorprende el nombramiento de vicario apostólico de Corea y su elevación al episcopado. En mayo de 1837 es consagrado en Seu-Tchouen, y al terminar el año llega a Corea.

No era el primero en llegar. Le habían precedido ya otros dos misioneros, llamados a compartir el martirio con él. Los dos franceses: Pedro Filiberto Maubant, nacido en la diócesis de Bayeux, y Santiago Honorato Castán, nacido en la diócesis de Digne. El primero había venido directamente de Francia. El segundo había trabajado anteriormente en Siam.

Inmediatamente pusieron manos a la obra. Ante todo fue necesario aprender la lengua coreana, tributaria del chino, pero con muchas analogías con los dialectos siberianos. Después pudieron ya ponerse de lleno al trabajo apostólico.

[Bajo estas líneas: Los doce mártires coreanos de la Sociedad de Misiones Extranjeras de Paris. Ilustración del libro Le catholicisme en Corée, son origine et ses progrès , 1924].

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