Martes, 16 de abril de 2024

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La tradición como "chivo expiatorio"

La tradición como "chivo expiatorio"

por Duc in altum!

 Dentro del lenguaje coloquial, tenemos la expresión “chivo expiatorio”, para describir a una persona que carga la culpa de algo que no hizo, pero que injustamente le fue atribuido para salir del paso. A veces, ante resultados poco alentadores en medio de nuestro trabajo en la Iglesia, podemos desanimarnos y, en vez de aprovechar el fracaso para llevar a cabo una autocrítica constructiva, caer en el error de culpar a las personas o, en su caso, a las circunstancias. La tradición, casi siempre mal interpretada, ha sido un blanco fácil de las frustraciones al constatar pocos avances en el apostolado; sin embargo, ¿no será un “chivo expiatorio”? todo parece indicar que sí. Es verdad que, como Iglesia, debemos buscar siempre lo esencial, la vuelta al origen, porque se han dado muchos agregados culturales que nada tienen que ver con su verdadera naturaleza y que alejan en lugar de acercar, pero de ahí a querer cambiarlo todo sin tener memoria histórica o fidelidad creativa hay un exceso inaceptable, cuyos resultados negativos han sido certificados por muchos que se encuentran sobre el terreno. En otras palabras, la tradición, tiene que ver con el sentido de pertenencia que, a su vez, construye referencias, sin las cuales, los católicos nos quedamos varados y poco conectados entre sí.

El Concilio Vaticano II, entendido desde la hermenéutica de la continuidad, ayudó a profundizar en la tradición, distinguiendo entre lo esencial y lo accesorio; sin embargo, algunos autores, en vez de citar los documentos conciliares, terminaron por interpretarlo de una forma unilateral, distorsionando conceptos e ideas. Por ejemplo, confundir “simplificar” con “eliminar”. Los padres conciliares pidieron que la Iglesia se simplificara, evitando excesos o signos poco coherentes, pero en ningún momento solicitó que se suprimiera, por citar un caso, la riqueza de la liturgia que, tanto en el “Vetus” como en el “Novo Ordo”, expresa el dinamismo de Dios que interviene en la historia de la humanidad y requiere de un espacio para adentrarse en los misterios de la fe, fortaleciendo la dimensión espiritual del ser humano. Por lo tanto, el problema nunca será el Vaticano II, que en realidad fue un regalo a nuestro tiempo, sino las lecturas subjetivas. De ahí la necesidad de entender a la tradición dentro de un proceso de revisión, maduración y asimilación, pero que dista mucho de la eliminación sistemática.

En todas las familias se conservan algunas tradiciones que, al ser motivo de convivencia y unidad, pasan de generación en generación. Quitarlas, dejaría un hueco. A nivel Iglesia, podemos decir lo mismo. Debemos estar al día, a la vanguardia, pero hay elementos simbólicos que necesitan permanecer, porque nos vinculan, además de ofrecernos identidad en un mundo a menudo marcado por la confusión. No se trata de eliminar las opciones. Al contrario, precisamente para dialogar con la realidad de nuestro tiempo hay que hacerlo partiendo de algo, pues son muchos los que nos preceden. Es decir, de una identidad clara, concreta y capaz de entrar en contacto con las opiniones de los demás sin perder por ello su aporte o “chispa”.

A veces, movidos por un racionalismo desmedido, podemos llegar a criticar ciertos gestos de piedad. Por ejemplo, una persona que le enciende una vela a la Virgen. Ciertamente, debe tener la formación adecuada para no confundirse y fundamentar su fe en “dar” algo a Dios, pero cuando existe una orientación apropiada, ¿qué sentido tiene rechazar dicha expresión que, aunque tradicional, es una muestra de afecto, cariño y, sobre todo, de confianza en la intercesión de María, nuestra madre? La Iglesia guarda una íntima relación con la fe y la razón. Dicho binomio debe desarrollarse en armonía a modo de complemento. Lo mismo en cuanto al uso de la música sacra. Es verdad que muchas obras son antiguas y difíciles de interpretar para los que carecen de un cierto grado de especialidad en la materia, pero ¿acaso discutiremos la altura y calidad de un himno como el “Veni Creator Spiritus”? Mientras ayude a que las personas entren en contacto con Dios, no importa la fecha o los siglos que hayan transcurrido. Son un clásico y, por lo mismo, resulta una referencia que, además del valor artístico, facilita la oración. No es una tradición que deba quitarse. La creatividad es buena, necesaria, capaz de abrirse a nuevas expresiones artísticas, pero desde la memoria histórica. El Papa Francisco acostumbre citar a Benedicto XVI, porque valora la profundidad de su pensamiento y experiencia. Nosotros podemos aprovechar su magisterio para entender la tradición en su justo medio.

Ahora bien, ¿por qué fallamos?, ¿qué hace que los jóvenes se queden a la mitad el proceso? Sin duda, no es culpa de la tradición. Atribuírselo, es evadir las cosas. Conviene entender las salidas o “fugas” a partir de dos causas que nunca serán un análisis absoluto o necesariamente concluido, pero que sirve para clarificar algunas cosas y dar un salto de calidad. La primera tiene que ver con el secularismo, un factor predominantemente externo; sin embargo, la segunda, parte de nuestra manera de trabajar y, en algunos casos, exige replantearse el nivel de coherencia o testimonio personal. Recordemos que “la palabra mueve, pero el ejemplo arrastra”.

El primer paso, al ser sinceros con nosotros mismos, es identificar si somos justo lo que criticamos. Hay que cuestionarnos a fondo, pero con paz y por medio de la oración. Es el mejor análisis o examen de conciencia que podemos hacer, además de seguir adelante en un serio proceso de profesionalización. Hacer la diferencia, implica coherencia y la tradición, lejos de entorpecer, nos ayuda, gracias a la experiencia acumulada. La Iglesia es experta en humanidad. Los títulos de “madre y maestra” son una realidad porque nos enriquece y ayuda a desarrollarnos integralmente. Hagamos de la tradición un signo de identidad que nos facilite el sentido de pertenencia y misión.
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