La Cruz. Reflexiones de la beata Concepción Cabrera de Armida
La Cruz. Reflexiones de la beata Concepción Cabrera de Armida
por Duc in altum!
Estaba en Paris hace unos años esperando a que saliera el autobús turístico rumbo a Versalles. Me di cuenta de que me quedaban alrededor de cuarenta minutos y decidí entrar a una iglesia cercana. Al llegar, vi a una mujer que no dejaba de mirar un crucifijo de gran tamaño y valor artístico. Su mirada proyectaba emoción y, al mismo tiempo, sorpresa, casi conmoción. Como es un barrio parisino muy turístico, me dio la impresión de que iba en plan de vacaciones y, entonces, se encontró con aquella escena de casualidad. No supe si era católica o no, pero la admiración con que apreciaba la cruz me hizo recordar que estamos tan acostumbrados a toparnos con un crucifijo que hemos perdido la capacidad de reflexionar sobre todo lo que enseña. No la imagen en sí, sino lo que evoca. Pienso que, a veces, pasamos de largo, no solo por costumbre, sino también por miedo. ¿Miedo? Sí, en el fondo, muchos de nosotros, frente al sufrimiento, llegamos a dudar de que Dios sea amor, aunque, de hecho, lo es. Todos o casi todos pasamos por momentos así. ¿Qué he hecho yo para transitar del miedo a la experiencia positiva de identificar a Dios que, en vez de querer que suframos, nos ayuda a vivir las contrariedades con suavidad? Leer y aprender las reflexiones que la beata Concepción Cabrera de Armida (1862-1937), como mistagoga, nos dejó justamente sobre el tema más polémico (y necesario) de todos los tiempos: Jesús en la cruz.
Concepción Cabrera de Armida abordó, con su vida y escritos[1], el gran dilema de la humanidad; es decir, las crisis, el dolor, el drama de algunos episodios que a veces nos tocan. En pocas palabras, el miedo a perder algo. Ella, en vez de mirarla con miedo, la contemplaba con fe. Muchas veces, experimentó la presencia de Dios que le daba sentido a sus pérdidas. Para Concepción Cabrera, la cruz no es un fin, sino un medio; no es un castigo, sino un proceso de aprendizaje que libera de vicios y manías; no quita la felicidad, sino que ayuda a construirla con bases sólidas como la perseverancia y la capacidad de crecer. Si exploramos nuestras crisis, veremos que tarde o temprano surgió algo positivo o que tuvo sentido luego de no pasarla tan bien. Quizá gracias a ese incidente que nos llevó a estar con una férula tres semanas, pudimos entrar en reposo y mirar al interior luego de años de activismo. Cosas por el estilo.
Ella nos enseña que la felicidad viene de superar la obsesión de evitar a toda costa el más mínimo contratiempo. Muchas veces, sufrimos más por el “temor a” que por lo que realmente sucede. De ahí su afirmación categórica: “El que ama la cruz es verdaderamente feliz” (C.C.[2], 13, 393)”. Amar la cruz no significa amar el sufrimiento ni dejar de aliviarlo cuando existe la posibilidad de hacerlo, sino valorar cómo Dios en los momentos de vulnerabilidad se deja sentir; cómo, nosotros mismos, crecemos y salimos de situaciones que de otro modo nos tendrían todavía atados. Amar la cruz es valorar la certeza (y la experiencia) de que Dios llega en medio de todo y disfrutar de nuestros avances a raíz de la prueba. Comprende que los momentos difíciles también forman y nos recuerda que “la cruz es la única puerta que conduce al cielo” (C.C. 13, 393), pero un cielo que puede comenzar a vivirse desde hoy, porque al tener una vida espiritual profunda encontramos la paz y nadie puede negar que eso es propio de una mente sana.
La cruz, por lo tanto, nos ayuda a crecer. Hay que valorarla. Nos dice Concepción Cabrera: “He conocido, lo que la cruz vale, el tesoro que encierra, su ternura, sus riquezas, su atractivo. Y la dicha que poseemos con ella. Es la marca de los escogidos” (C.C. 6,10). La aprecia por lo que nos deja a su paso y porque no la vive sola, aislada, sino en unión con Dios que le da otra perspectiva. No es ella y las meras preocupaciones, sino ella y Jesús. Por eso, también subraya que “en la cruz anida el Espíritu Santo y por esto ahí y sólo en ese árbol sagrado, se recogen, abundantes frutos” (C.C. 7, 314). En otras palabras, la presencia de Dios suaviza todo. ¿Cuáles frutos? Madurez, confianza, sentido del humor, manejo asertivo de conflictos, capacidad de perdonar, volver a lo esencial, disfrutar de las cosas sencillas como un amanecer a orillas de la playa, etcétera.
Las dificultades sin Dios son algo imposible. Por esta razón, “sólo el Espíritu Santo puede infundir este espíritu de cruz y de amor dentro de las almas” (C.C. 2,3). Es decir, la fe, la certeza de que Jesús camina con nosotros, permite que esas dificultades puedan vivirse con horizontes y buen ánimo. Ahora bien, en concreto, como vivía Concepción Cabrea un mal día. Dejemos que nos lo cuente: “Fue un día de contrariedades; me robaron treinta o treinta y cinco pesos[3]. Sentí disgusto, pero luego me dio mi Jesús gracia para dominarme y recé un rosario por el pobre ladrón y lo perdoné con todo mi corazón y voy a pedir permiso para hacer penitencia por su intención” (C.C. 21,333).
En resumen, frente a las dificultades de la vida, a la luz del aporte de la beata Concepción Cabrera de Armida, tenemos una triple certeza. Primero, que Dios no nos prueba más allá de nuestras fuerzas. Segundo, que la cruz siempre nos lleva a un bien mayor, aunque misterioso y tercero, que termina por liberarnos y contribuir a nuestra felicidad.
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[1]Agradezco al P. Alejandro Reyes González M.Sp.S. las cápsulas que ha subido en redes sociales sobre los textos de Concepción Cabrera de Armida que he podido citar.
[2]Significa Cuenta de conciencia. Documento elaborado por Concepción Cabrera de Armida en el que reportaba el estado de su vida espiritual.
[3]En la época de Concepción Cabrera (siglos XIX-XX) era una suma fuerte, cuando aplicaba el antiguo peso mexicano.
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Les propongo dos libros electrónicos que he escrito y que pueden ser de su interés.
"El proceso de Dios", es un pequeño libro que reflexiona sobre puntos importantes de la fe desde una perspectiva teológica y filosófica. Es concreto y, al mismo tiempo, profundo, capaz de responder las preguntas propias de aquellos que se cuestionan en su relación con Dios.
¿Cómo abordar la emergencia educativa? ¿Cuál es el futuro de los colegios católicos? ¿Qué cambios tienen que darse? Éstas y otras preguntas son las que se abordan en el libro. Lo interesante es que el autor trabaja como maestro y, por lo tanto, los puntos que ha escrito parten de su experiencia en la realidad, en la "cancha de juego". Una interesante reflexión de todos los que de una u otra manera saben lo complejo que es educar en pleno siglo XXI y, al mismo tiempo, lo necesario que resulta seguirlo haciendo.
Nota:
Al comprar alguno de los dos libros contribuyes al apostolado que llevo a cabo en favor de la fe y la cultura. ¡Gracias!