Sábado, 18 de mayo de 2024

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El maná escondido

 El maná escondido

El Señor Jesús previene a los suyos: “Donde esté vuestro corazón, allí estará vuestro tesoro” (Lc 12,34). Con estas palabras establece la relación de un hombre de fe, un discípulo, con las riquezas, con sus bienes. Es una exhortación que les suena tan nueva como extraña y que, por supuesto, les deja asombradísimos. Ya les había dicho anteriormente que a los ojos de su Padre son más valiosos que las aves del cielo y los lirios del campo, a quienes provee y cuida (Mt 6,26…); ahora su Maestro les habla al corazón para inculcarles que su relación con sus bienes es el termómetro que marca la calidad de su fe y amor a Dios.

En realidad les ha trazado el punto de partida que conduce al pastoreo según su corazón. Decimos esto porque a continuación les imparte una catequesis que tiene el fin de delinear este aspecto que define la identidad de su ser pastores, y que consiste en compartir con Él sus entrañas de misericordia para con la multitud vejada y abatida: “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor” (Mt 9,36).

Volvemos al texto de Lucas con el que comenzamos esta reflexión. Después de exhortarles e indicarles la relación entre corazón y tesoro, añade: “Estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas…” (Lc 12,35 ss). Estad preparados para caminar como vuestros padres en Egipto cuando salieron hacia el camino a la libertad: Yo soy vuestro camino y vuestra libertad; ceñíos, pues, los lomos para poder seguir mis pasos; “escuchad mi voz y seguidme” (Jn 10,27). Escuchadme y prestad atención a mis huellas, las que llevan al Padre. Para ello, “tened encendidas vuestras lámparas”; sólo con mi luz podréis sortear el valle de tinieblas que se interpone ante vosotros (Sl 23,4). No temáis, no os dejaré solos, como nunca solo me dejó mi Padre. “El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada a Él” (Jn 8,29).

Ésta será, podría seguir diciendo, vuestra mayor experiencia de fe. Que la Luz de Dios     –que soy yo mismo- estará siempre a vuestro alcance, como lo profetizó el salmista: “Tú eres, Dios mío, la lámpara que alumbra mis tinieblas” (SL 18,29). A esta altura, Jesús previene a los apóstoles de lo que podríamos llamar la desidia en su ministerio, en su pastoreo; prevención que culmina con un apremio a estar preparados porque “en el momento que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre” (Lc 12,40).

Nos preguntamos cómo cogió a los apóstoles esta exhortación catequética del Hijo de Dios. Tenemos motivos para creer que un poco desprevenidos. Lo que escuchan tiene mucho de novedad, no están acostumbrados a un lenguaje así, tan directo. Quizá la experiencia que tienen de los pastores que les habían apacentado es de otra índole; algo más sistemático, funcional y, por supuesto, sin la fuerza de provocar grandes cambios en sus vidas. Pastores acostumbrados, que sólo imparten normas, y celebran ritos que dejan a sus ovejas vacías, insatisfechas, y, lo peor de todo, “acomodadas al sistema”.

Es evidente que lo que oyen de su Maestro y Señor les espolea, más aún, les sabe a pan candeal, tierno y humeante, como despidiendo aún el olor de las brasas; también a vino nuevo. Sus paladares, los del alma, parecen despertar después de un largo letargo. Podríamos decir que por primera vez los discípulos se percibieron que estaban provistos del “sentido del gusto en el alma”. No obstante, junto a la grandeza y sublimidad que se estaba apoderando de ellos, surge la normal pregunta o inquietud; es Pedro quien la pone sobre la mesa: “Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?” (Lc 12,41).

Jesús acoge y escucha atentamente la inquietud formulada. Su respuesta no deja lugar a dudas: la proclama con la autoridad que le da el ser el “único Maestro” (Mt 23,8); y además, esta respuesta es y llegará a ser la carta de ciudadanía que habrá de identificar a los pastores según su corazón. Sus pastores, aquellos según su corazón, serán administradores fieles y prudentes, pecadores y débiles, pero con tanto amor a su Evangelio que se harán fiables. Por eso recibirán de Él el alimento para poder nutrirse, primero, a sí mismos, y también a sus ovejas, a las que proporcionarán “a su tiempo su ración conveniente” (Lc 12,42).

Lo que era figura de los bienes futuros (Hb 9,11) se ha hecho realidad en Él y, por su medio, en sus pastores. La ración de maná que los cabezas de familia de Israel habían de recoger en el desierto para ellos y para los suyos (Ex 16,16), alcanza su plenitud en los pastores según el corazón del Hijo de Dios, los que Él llama.

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