Domingo XXIV: No huir de la cruz ni perder la esperanza
“Jesús empezó a instruirlos: El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar a los tres días… Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Jesús se volvió e increpó a Pedro: ¡Quítate de mi vista, Satanás! Tú piensas como los hombres, no como Dios.” (Mc 8, 29-32)
Está de moda hablar de Dios como amor, lo cual es bueno, pues es un aspecto fundamental de la verdad revelada por Cristo acerca de Dios, aunque a veces se olviden otros aspectos de esa misma verdad -manifestada en el Antiguo Testamento y asumida por Jesús en sus enseñanzas-, como es el hecho de que Dios es Juez o Señor. En todo caso, lo que no está tan de moda es percatarse de que ese amor de Dios se puso de manifiesto sobre todo en Cristo, en la encarnación del Hijo de Dios, y muy especialmente en la muerte redentora de Cristo en la Cruz. La Cruz, pues, es la mayor prueba del amor de Dios hacia los hombres, la prueba definitiva.
Pues bien, del mismo modo que Dios ha hecho con nosotros, así debemos hacer nosotros con Él. Nuestras cruces deben convertirse en la prueba de que nosotros le queremos a Él. Y para ello nada mejor que aceptar lo que Dios nos pide, tanto lo que es nuestra obligación como los imprevistos de la vida. Si somos capaces de no huir de la cruz por amor a Cristo, que por amor a nosotros no huyó de su Cruz, entonces le estaremos demostrando a Dios que le queremos de verdad.
No hay que olvidar que en las enseñanzas del Señor a sus discípulos entra también el concepto de resurrección: la prueba pasa y lo que triunfa al final es la verdad y la justicia.