Amor a los enemigos
“Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian. Bendigan a los que los maldicen, rueguen por los que los difaman.” (Lucas 6, 27-28). Es una exigencia grande la que el Señor planteaba a los oyentes de su época. Y sin duda es una exigencia también grande para quienes hoy nos acercamos a sus palabras sin pretender atenuar su literalidad. Nótese que se trata de un texto escrito en imperativo: no está planteado como una opción igual de válida que otras tantas.
Sería un error pensar que, con estas palabras, el Señor nos presenta un modelo abstracto. En realidad, en primer lugar, se está describiendo Él mismo. Fue Él quien primeramente amó a los que lo veían como un enemigo, quien hizo el bien a los que lo odiaban, quien bendijo a los que lo maldecían, quien oraba por quienes lo difamaban. De ahí que aun si Jesús no hubiera pronunciado estas palabras, el mandato que contienen seguiría igual de vigente. Esto ya que todo cristiano está llamado a actuar como actuó Cristo, a ser otro Cristo.
¿Un doble estándar?
No sería muy difícil estar de acuerdo en que amar, hacer o desear el bien, incluso rezar por otros son comportamientos que hacen de quien los practica una buena persona. Podríamos decir que se trata de exigencias aplicables a todos. Si acaso las palabras de Jesús generan cierto desconcierto no es por el mandato de realizar estas acciones, sino por el destinatario de las mismas: “Amen a sus enemigos”. Al respecto, uno podría pensar que el Señor viene a plantear un nuevo estándar sólo para los cristianos, y que para el resto de las personas basta con amar sólo a aquellos de quienes uno también recibe amor. Esto es un error.
Cristo no vino sólo a revelarle al ser humano el rostro de Dios, sino que vino a revelarle al ser humano el auténtico rostro del ser humano (Cfr. Gaudium et spes, 22). El paradigma, el modelo de ser humano es Cristo. De ahí que responder al mal con el bien no es una exigencia sólo para los cristianos, sino para todo aquel que aspire a lograr una cierta plenitud en su vida, ya sea creyente o no. Para Platón, es peor cometer un mal que padecerlo (Cfr. Apología, 30d; Critón, 49b-c). En efecto, las acciones manifiestan lo que hay en el corazón, y cometer un mal es expresión de una corrupción interior. El que difama, el que maldice, el que odia; en suma, el que hace el mal se hace mal. Y el mal que uno hace a otros es directamente proporcional al mal que uno se causa haciéndolo.
Una gran recompensa
Hacer el bien incluso a quienes a uno le hacen mal es ya una recompensa. Nadie dice que sea fácil; pero uno siembra lo que cosecha, y responder al mal con el mal, si bien pareciera nivelar la balanza, al final, termina acrecentando la herida. El mal sólo se vence a fuerza de bien. Y si bien el triunfo sobre el mal que puede haber en el propio corazón ya es suficiente recompensa, el Señor promete un premio todavía mayor para quienes practiquen esta exigencia: la vida eterna.
Queda como tarea examinar la propia vida a la luz de la de Cristo, y ver cómo uno trata a sus enemigos, a quienes lo odian, a quienes lo maldicen, a quienes lo difaman. Puede que uno no tenga enemigos declarados, pero uno puede guardar en el corazón sentimientos de enemistad hacia otros en la propia familia, entre los amigos, en el centro de estudios, en el trabajo. ¿Soy para ellos otro Cristo? Atribuyen a San Francisco de Asís una advertencia que se puede parafrasear así: “Cuidado, tus acciones pueden ser el único evangelio que otros lean.”