Viernes, 04 de octubre de 2024

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Santa Catalina de Siena (13471380). Doctora de la Iglesia (2): Santidad eclesial.

por Contemplata aliis tradere

 

Santidad eclesial

Un día a mediodía, cuando los suyos iban a comer, el Señor le dijo a Catalina: únete a ellos. De ahora en adelante comparte su vida. Sábete que los preceptos del amor son dos: Amor a mí y amor al prójimo. Una nueva etapa ha sonado para Catalina. Le costó trabajo a Catalina volver a la familia. Todos la miraban asombrados del cambio. Los padres y hermanos perciben el nuevo aire que toma su vida: solícita, atenta, pródiga, cariñosa, inmensamente más humana que la recóndita Catalina de la etapa anterior. Su cuñada Lisa que antes era una desconocida, ahora se ve íntimamente amada y se torna su especial amiga y confidente. Lo bueno es que al volcar sus cuidados sobre los demás no desiste de sus intimidades y coloquios con su amado. En cierta ocasión Lisa la dejó junto a la lumbre como en éxtasis. Al volver, unas horas después, la encontró caída entre las brasas. ¿Cuánto tiempo pasaría así? No tenía ni la más leve quemadura.

Entre unas cosas y otras, Catalina había cumplido ya los 21 años. La presencia bondadosa de Jacobo y de Lapa continuaba en aquel hogar siendo lazo de unión familiar. Sin embargo, pronto atacó la enfermedad a Jacobo. Su hija Catalina lo cuidó con absoluta entrega y mimo. Al poco tiempo el Señor se lo llevó con él. Nada más morir, la familia se vio envuelta en las revueltas políticas que agitaban Siena. Algunos de sus hermanos se vieron obligados a desterrarse. En la ciudad había dos facciones y en ambas había comprometidas varias familias. Por una parte la de los Cannischi y por otra la de los Grasselli. La ciudad se trasforma, no raras veces, en escenario de dramas y muertes; grupos armados se empeñan en reyertas de sangre dentro de las estrechas calles y el clamor de las blasfemias, de los gritos y de los estertores llena y turba violentamente los barrios. Los sicarios asesinan muchas noches en cualquier rincón de la ciudad rompiendo los alaridos el silencio de la vecindad.

Por impulso de lo alto Catalina se empezó a relacionar con gente de especial calidad espiritual. El Señor le daba palabras de sabiduría y salían de sus labios auténticas predicaciones sobre Jesucristo. Poco a poco se fue formando en torno a ella una “escuela espiritual”. El primer adicto a la escuela espiritual dirigida por Catalina fue su confesor, amigo de infancia en Fontebranda Fray Tomás della Fonte O.P. Luego se asociaron algunos dominicos más. Destacan dos:  Caffarini y Dominici. Fray Tomás Caffarini fue instrumento valiosísimo para explicar a Catalina el sentido de las Escrituras y la Teología. Nos ha dejado un Suplemento a la Vida o Leyenda Mayor, escrita por Raimundo de Capua, de excepcional valor. Bartolomé Dominici fue un colaborador humilde y sencillo, fiel y devoto, que contribuyó al sano clima espiritual de los “Caterinatos”. Poco a poco se fueron uniendo otras gentes de variada clase y condición.

La santidad de Catalina cambió de signo. Ya no sería una humilde mantelata de íntimos y solitarios coloquios con el Señor, llena de experiencias místicas sino una mujer de Iglesia, con una proyección religiosa, política y cultural solo imaginable para el Espíritu Santo. Su santidad ya no sería individual sino eclesial. No fue elegida para sí misma sino para los demás. De ahora en adelante vivirá en función de las necesidades de la Iglesia tal como el Espíritu le fuera mostrando.

Los caterinatos, que así se comenzaron a llamar sus discípulos,  le acentuaron su condición de madre, maestra y directora de almas. Su epistolario nos cuenta a veces por donde andan sus discípulos y con qué dificultades se encuentran. Catalina por estas fechas, alrededor de 1370, tiene unos veintitrés años. En esta época podemos colocar una serie de experiencias místicas muy famosas como por ejemplo perder el sentido después de la comunión, beber en las llagas de Cristo y, sobre todo, el trueque del corazón con Jesús. Desde entonces Catalina decía en sus oraciones: “Señor, te doy tu corazón”. Esta etapa mística tiene mucho que ver sin duda, con la doctrina espiritual que después expuso sobre la alegoría de los tres peldaños que nos permiten subir a Cristo: el primero al nivel de los pies de Cristo crucificado; el segundo estadio de perfección es el nivel de su costado para beber su sangre,  el tercero a nivel de su boca y manos, para el beso y el abrazo definitivo del amor (Diálogo 51 ss).

Los discípulos de Catalina continúan actualmente formando grupo. El chico que vendía los recuerdos, cuando visitamos Siena, nos hizo descuento por ser terciarios mis acompañantes y nos dijo que no era terciario porque aquí en Italia los dominicos seglares o terciarios son todos muy viejos; él era caterinato. Todavía subsiste el movimiento de discípulos que rodeaban a Catalina y que se alimentaban de ella. Ellos son los que sostienen verdaderamente el culto de Santa Catalina en Siena, ya que los frailes van y vienen y, al parecer, no tienen tiempo para coger cariño al lugar. Al menos eso nos dijeron.

Podéis imaginar que el tema de la comunidad de caterinatos le produjo a Catalina graves problemas, críticas, murmuración y hasta calumnias.  Dicen que el deporte español más ejercitado es el de la envidia; pues no, que nadie se llame a engaño, es un deporte mundial y de todos los tiempos. En 1372, próxima a cumplir veinticinco años empezó contra ella y su comunidad una durísima batalla. No me voy a detener casi nada en ello porque es lo de siempre. Cuando el Señor da una gran experiencia de fe no te deja solo, te da una comunidad que esté más o menos a tu altura porque la fe en soledad nos trastornaría.

El primer tema de crítica fue la dieta con la que era imposible sobrevivir, a saber, un poco de pan y unas hierbas. Los éxtasis, muchos de ellos públicos, desataron toda clase de críticas, con lo que la fama de farsante se multiplicó. Hasta su confesor y amigo Tomás della Fonte sintió el escalofrío de errores en la dirección. Catalina, en cambio, inalterable, se permitió el lujo de pasar toda la cuaresma de 1373 sin probar bocado. Tras un tiempo de zozobra su confesor salió a favor de ella en contra de casi toda Siena.

En el segundo acto de tales críticas entraron en escena sus hermanas mantelatas e, incluso, algún fraile. Celosas, más bien que santas y bienintencionadas, difundieron muchos rumores grotescos y feos: Soberbia oculta, hipocresía vil, afectividad desordenada e inmadura, simulaciones místicas, pretensiones de abadesa gobernando a sus discípulos. En el cuidado de enfermos que por aquellos días ejercitaba,  las críticas llegaron a mancillar su virginidad. Las mantelatas la sometieron a un juicio en el que Catalina respondió con toda serenidad y sencillez: Hermanas, con la ayuda de Dios y por su gracia, os puedo asegurar que conservo intacta mi virginidad;… os lo aseguro: soy virgen.

 

Raimundo de Capua

No sabemos bien cómo se conocieron Raimundo y Catalina. Se dice que Catalina fue llamada a un capítulo general de los dominicos celebrado en Florencia en mayo de 1374. Es cierto que se  celebró el capítulo y es cierto que Catalina se encontraba en Florencia por esas fechas. La leyenda dice que el capítulo, dada su fama y siendo dominica, quiso interrogarla para conocer un poco mejor su espíritu. Nada, al parecer, tuvieron contra ella; mas, dada ya su fama, pusieron a su lado al P. Raimundo de Capua para que la dirigiera y en su caso la controlara. No sabemos cómo recibió Catalina tal mandato. Lo cierto es que estando una vez en misa Catalina oyó del Señor una voz inequívoca en lo profundo de sí misma que le sugería confiar su alma al P. Raimundo. El anterior confesor, cerciorado del tema, le entregó una larga relación a Fray Raimundo de los muchos años que él la dirigió.

            Raimundo tenía diecisiete años más que Catalina. Había nacido en Capua y pertenecía a la noble familia delle Vigne. Había entrado muy joven en la Orden y había adquirido una notable cultura teológica y humanista. Cuando asumió la dirección de la Santa, destinado ya como lector en Siena, tenía conocimiento de los pareceres discordantes que había, incluso entre los frailes, sobre Catalina. Apenas tuvo un poco de intimidad con ella y conoció los detalles de su vida espiritual se puso totalmente a su favor. Una de las alegrías más vivas de Catalina bajo la nueva dirección fue la frecuencia de la comunión ya que Raimundo se lo permitía hacer muy frecuentemente.

Raimundo tuvo el mérito de comprender que Catalina no podía ser medida con la vara ordinaria y corriente. Una joven dotada de los grandes dones del Espíritu  no puede ser vista como una beata cualquiera por muy normal que sea. Por eso, Raimundo censuró en voz alta las restricciones impuestas a una devoción muy superior a la corriente, se opuso a todas las murmuraciones y charlatanerías, (arma de las almas mezquinas que pretenden juzgar a los espíritus elegidos) que habían sido para Catalina el martirio más doloroso durante los años precedentes.

Él comprendió el hambre eucarística que se agitaba en aquella alma ardiente dándole rienda suelta para encontrarse cuando quisiera con el Señor. La dejó libre para ir donde quisiera y para que ayunara y se mortificara a su gusto, sin dejar de amonestarla alguna vez cuando le parecía ver alguna exageración. Fue él quien le dio permiso para que fuera a Pisa viaje con el que comenzó las largas embajadas de paz y el destino nuevo de su vida. Catalina no podía vivir dentro de los estrechos límites de la mayoría de sus contemporáneos pero el Señor le regaló a un hombre amplio en todo el sentido de la palabra, incluso más que ella misma. Comenzó por darle licencia para ejercer una frenética actividad de caridad con motivo de la peste negra en Siena.

Nos lo cuenta Caffarini, testigo ocular, en unos párrafos  que merece la pena ser citados aunque sean un poco largos: “Arreciaba la peste en Siena (año de 1347) y Catalina se lanzó de cabeza entre los apestados y se zambulló en la muerte sin morir y asombró al pueblo donde había nacido. Primero en su propia casa donde Lapa resistía al frente de once nietecitos de los cuales murieron ocho. Catalina los sepultó con sus propias manos pues no había que pedir ayuda para los muertos cuando los vivos la necesitaban toda. Con cada uno que enterraba repetía: “A éste ya no lo pierdo para la eternidad”.

Pero Lapa, a su lado, lloraba a lágrima viva cuando su maternidad indómita primero en sus veinticinco hijos y ahora en tantos nietos se veía desprotegida de todo favor. Murieron varios de sus hijos. Esteban, que estaba en Roma, Catalina le vio morir por visión sobrenatural, y no pudo por menos de dejar de exclamar: “Sabed, pobre madre, que vuestro hijo Esteban ha pasado a la otra vida”. Por lo cual Lapa rompía en lágrimas de la mañana a la noche y deploraba haber escapado a la muerte seis años antes: “Mas acaso habrá puesto Dios a mi alma atravesada en mi cuerpo para que no pueda salir? ¡Cuántos hijos e hijas, grandes y pequeños se me han muerto!...”

Catalina se movía con sus mantelatas por toda la ciudad. Pasaba la carreta cargada de cadáveres y el cochero llamaba a cada puerta: quien los tenía recientes los cargaba y el carro seguía su marcha fúnebre. En algunas calles ninguna voz respondía ya a la llamada: las casas eran ya tumbas y los sepultureros no subían a retirar a los muertos. Morían también los sepultureros y algunos de los que pasaban caían de improviso, y allí, tendidos sobre el adoquinado, agonizaban sin que nadie les pudiera prestar atención.

Nunca, escribe Caffarini, había parecido Catalina tan admirable como entonces: siempre en medio de los apestados, les auxiliaba, les preparaba para morir, los enterraba con sus propias manos. Yo mismo presencié el celo hecho de amor con el que asistía y la maravillosa eficacia de sus palabras, que realizaron tantas conversiones. Muchos escaparon a la muerte en virtud de su extraordinario sacrificio y mientras era incansable en su obrar invitaba a las compañeras a seguir hasta el final. Gracias al deambular fuerte y amable de su blanca figura por todos los rincones de la muerte, los sienenses creyeron en ella o, mejor, dicho la conocieron de verdad”.

Pronto la providencia la envió a ejercer nuevas caridades. Escribe Juan pablo II[1]: “Esta inmersión en la caridad fue como un impulso hacia más altos espacios, que se abrían a su mente y a sus iniciativas. Pasó de la caridad y conversión individual de los pecadores a la reconciliación entre personas y familias adversarias y a la pacificación entre ciudades y repúblicas. No tuvo miedo de pasar entre las facciones en armas ni la contuvo la amplitud cada vez mayor de los acontecimientos, que al principio la habían asustado hasta hacerla llorar. El impulso interior del Maestro divino despertó en ella una especie de humanidad creciente. Por lo cual, aunque era hija de artesanos y analfabeta por no haber tenido estudios ni instrucción, comprendió, sin embargo, las necesidades del mundo de su tiempo con tal inteligencia que superó con mucho los límites del lugar donde vivía, hasta el punto de extender su acción hacia toda la sociedad de los hombres; no había ya modo de detener su valentía, ni su ansia por la salvación de las almas. Ella misma cuenta que un día el Señor le "puso una cruz al cuello y un ramo de olivo en la mano", para que los llevara a uno y otro pueblo, el cristiano y el infiel, como si Cristo la transportase a sus propias dimensiones universales de la salvación”.

 

Para hacerla más conforme a su misterio de redención y prepararla a su incansable apostolado, el Señor concedió a Catalina el don de las llagas, lo cual sucedió en la Iglesia de Santa Cristina, de Pisa, el 1 de abril de 1375. En la capilla de Santo Domingo de Siena, donde se guarda la cabeza de Santa Catalina, -el cuerpo está en Roma, en Santa María sopra Minerva donde murió-  hay una serie de frescos, para mí fabulosos, de un tal Sodoma, del siglo XVI. Saqué una foto furtiva, que la veis aquí arriba. Digo furtiva porque está prohibidísimo. En ella Catalina está recibiendo las llagas y otras dos jóvenes mantelatas la sostienen. Éstas parece que están vivas. Allí mismo hay otras figuras bellísimas.



[1] Carta apostólica Amantissima Providentia, 29 de abril de 1980

 

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