Sábado, 18 de mayo de 2024

Religión en Libertad

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Se acerca vuestra liberación

por Consideraciones sin importancia

 

Vemos cómo el mal quiere dominar el mundo y cuán necesario es luchar contra el mal, que asume tantas formas de violencia y algunas veces se confunde con el bien, para destruir los cimientos morales de la sociedad…Vayamos adelante, el Señor nos ha dicho: ‘tened valor: yo he vencido al mundo’. Estamos en el ‘equipo’ del Señor, es decir en el equipo ganador (Benedicto XVI)

 

He vuelto a leer Señor del mundo, también conocido como El amo del mundo. Escrito por Robert Hugh Benson a principios del siglo XX, su argumento es muy sencillo. Es una novela sobre el Apocalipsis. No sobre el libro en sí, sino sobre lo que será el final de los tiempos.

Benson nos sitúa en el siglo XXI. La sociedad ha cambiado. Las alianzas entre las naciones han dado lugar a los Estados Unidos de Europa. El mundo esta secularizado y la Iglesia Católica reducida a un pequeño grupo, que sufre constantes persecuciones. En un momento determinado aparece un personaje. Es un gran líder mundial que, poco a poco, se va apoderando del gobierno sobre todas las naciones, hasta convertirse en el Señor del mundo. Es el Anticristo

El dominio del Honorable, como así lo llaman, es total. Hasta el punto que un grupo de sacerdotes secularizados crea una liturgia propia para una nueva religión universal. Todo esto da lugar a un ataque contra el Cristianismo que conlleva, como consecuencia, la destrucción de la ciudad de Roma, para acabar así con el Papa.

El único cardenal superviviente, el protagonista de la novela, consigue recomponer la Iglesia. Se celebra un cónclave que lo elige como nuevo Papa, que toma el nombre de Silvestre. Es último Papa de la Iglesia. Junto con un sacerdote y algunos fieles se esconden en Jerusalén. Sin embargo, el Señor del mundo descubre el sitio y lanza un nuevo ataque contra el Papa. Cuando parece que todo llega a su fin, y que el Honorable va a conseguir su propósito de destruir el Cristianismo, entonces…

No quiero reventar el final, aunque ya he contado demasiado y es fácil imaginárselo.

La Iglesia en general y el cristiano en particular vive un combate. Se libra una dura guerra. San Juan en su primera carta escribió que los enemigos son el mundo, la carne, el demonio. Es decir, que el peligro viene de fuera, del mundo, la secularización, el relativismo, representado por todos aquellos que quieren reducir el Cristianismo a la nada. El otro enemigo es el diablo, que existe aunque algunos se empeñen en negarlo. Y, por último, la carne, es decir cada uno de nosotros. Sí, como lo estas leyendo, porque con frecuencia, el peor enemigo de nuestra salvación no es ni el mundo, ni el demonio, sino nosotros mismos que hacemos el trabajo sucio a los otros dos.

¿Y en qué se manifiesta? Pues en lo de siempre, en el egoísmo, el orgullo, la soberbia, la pereza, la tibieza, y un largo etcétera. Y, a veces, uno tiene la tentación de tirar la toalla, porque la lucha cansa y, en ocasiones, agota hasta el punto de decir “ya está bien”. Sin embargo, también sabemos como va a terminar esto, con la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Se puede vencer, si estoy unido a Dios, mediante los sacramentos y la oración. Sé que el Señor es fiel a su promesa. Y esto me hace vivir en confianza, arraigado en Cristo y firme en la fe.

Después de la destrucción de Satán y después de que hayan perecido con él sus fuerzas y haya sido quitada de la tierra la iniquidad, se establecerá Israel. En efecto, no se habla más de pecado. ¡Finalizaron las concupiscencias! ¡Ha sido aplastado el Seductor! ¡Suprimido el Tirano! ¡Muerta la pérfida serpiente! Han sido liberadas las criaturas, ha sido abierto el gran Paraíso de las delicias. Pues esta creación ha sido liberada de la servidumbre de la corrupción. Entonces los santos, por haber comido del Pan de la vida incorruptible y haber bebido la bebida inmortal, constituidos por el Logos como ángeles espirituales, en concierto con toda la creación, bendicen incesantemente, glorifican con una alabanza perfecta al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos[1].



[1] Hipólito de Roma, Bendición de Moisés.

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