Miércoles, 24 de abril de 2024

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La vid y los sarmientos

por Desde mi campanario



El Evangelio de este domingo, nos habla de la vinculación que existe entre Jesucristo y cada uno de los cristianos (Jn 15, 1-8).
 
Cristo se compara con una vid, en la cual por el Bautismo quedan injertados los hombres, para formar a manera de un árbol, cuyo tronco es el Dios encarnado, y las ramas son los fieles: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos» (Jn 15,5).

No estamos solamente ante una comparación o una parábola: se trata de realidades; es cosa cierta que los fieles por la gracia santificante quedamos incorporados a Jesucristo y hechos miembros suyos. Es lo mismo que expresa San Pablo en sus Cartas al hablar del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Doctrina ésta que fue magistralmente expuesta por Pío XII en su Encíclica Mystici Corporis (1943) y, desde el punto de vista teológico, por el padre Emilio Sauras, OP (Madrid: BAC, 1956).

De este principio se deducen otras verdades como recuerda el padre Florentino Alcañiz, S.I. en La devoción al Sagrado Corazón (Importancia de la consagración personal):

1. Los miembros participan de la naturaleza del cuerpo. Como Cristo es Dios, los hombres al ser injertados en Cristo han de quedar con ello partícipes de la naturaleza de Dios; y así es como sucede en efecto, pues mediante la infusión de la gracia santificante, que es la que incorpora los hombres a Jesucristo, quedan éstos: «divinae consortes naturae - partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1, 4).

2. Si el árbol es divino y las ramas son divinas, los frutos que de ellas broten divinos serán también; las obras, pues, del cristiano que esté incorporado en Cristo y que no sean obras malas son en cierto modo divinas; pero a obras divinas corresponde premio divino, gloria divina, gloria propia de Dios.

3. Los miembros del cuerpo están vivificados por el alma, por el espíritu que informa y anima al cuerpo. Ahora bien, el espíritu que mueve y gobierna el cuerpo de Jesucristo es el Espíritu Santo; luego también el Espíritu Santo habitará en cada uno de los fieles: «¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios» (1 Cor 6, 19)

Las palabras con las que Jesús finaliza nos recuerdan que la medida de nuestra real fundamentación en Cristo es el fruto: «Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. El que está en mí y yo en él, éste lleva mucho fruto» (Jn 15,5).

Por eso, únicamente están injertados en Cristo los fieles que se encuentran en gracia. Estar en gracia de Dios quiere decir tener la conciencia pura y limpia de todo pecado mortal; el que pierde la gracia por el pecado mortal, queda separado de Jesucristo; condenado a secarse, como el sarmiento separado de la vid. Esta verdad ilustra en gran manera la doctrina del pecado mortal y su verdadera dimensión. «El que en mí no estuviere será echado fuera, como el sarmiento, y se secará, lo recogerán, lo arrojarán en el fuego y arderá» (15,6)

Permanezcamos unidos a Dios para que demos frutos de vida eterna, para que nuestra vida no se consuma de manera infructuosamente en las pequeñeces de cada día. Esto será posible, si permanecemos unidos a Cristo, vid verdadera.
 
 
«Permaneciendo unidos a Cristo ¿qué otra cosa puede querer los fieles sino lo que es conforme a Cristo? ¿Qué otra cosa pueden querer permaneciendo unidos al Salvador, sino aquello está orientado a la salvación? En efecto, una cosa queremos en cuanto estamos en Cristo, y otra cosa distinta queremos en cuanto estamos en el mundo. Puede suceder que el hecho de demorar en este mundo nos impulse a pedir algo que, sin darnos cuenta, no ayuda a nuestra salvación. Pero si permanecemos en Cristo, no seremos escuchados porque él no nos concede, sino aquello que nos ayuda a nuestra salvación. Por lo tanto, permaneciendo nosotros en Él y sus palabras en nosotros, pidamos lo que queramos que lo obtendremos. Si pedimos y no obtenemos quiere decir que cuanto pedimos no se concilia con su demora en nosotros y no es conforme a sus palabras que moran en nosotros...».
(S.Agustín, Tratado sobre san Juan, 81, 2-4, 82).
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