Pablo VI y el “espíritu del Concilio”
El Papa Pablo VI fue canonizado por el Papa Francisco, junto a otros seis santos más -entre ellos monseñor Romero-, el día 14 de octubre. Con este motivo su figura ha vuelto a ponerse de actualidad y, sobre todo, la encíclica “Humanae vitae”, que fue la última que escribió (1968) y la más polémica, aunque aun le quedaban diez años antes de entregar su alma a Dios.
Pablo VI, o el Papa Montini como algunos gustan de llamarle, sucedió a San Juan XXIII en 1963, cuando el Concilio Vaticano II sólo llevaba celebrada una sesión. A él le tocó presidir las tres restantes, clausurarlo y poner en marcha las medidas para su aplicación. Ya durante el Concilio escribió la primera de sus siete encíclicas, “Ecclesiam suam” (1964), que mostraba la línea programática de lo que sería su pontificado: el diálogo para evitar rupturas. Es curioso que en cinco años escribiera siete encíclicas (dos dedicadas a la Virgen, una a la Eucaristía, una encíclica social -la “Populorum progressio”- y una dedicada a defender la necesidad del celibato sacerdotal), pero que a partir de la “Humanae vitae”, ya no escribiera ninguna más, como si el fortísimo rechazo que experimentó con ésta le hicieran replantearse, al menos espiritualmente, si lo del diálogo no estaba siendo aprovechado por muchos para introducir el veneno de la herejía dentro de la Iglesia. De hecho, fue en un momento tan solemne como la fiesta de San Pedro y San Pablo de 1973, cuando pronunció aquello de “por alguna grieta, ha entrado el humo de Satanás en el Templo de Dios”. Una frase así no se pronuncia sin pensarla bien, sobre todo si a continuación se afirma, describiendo la Iglesia de entonces: “Hay dudas, incertidumbre, problemática, inquietud, insatisfacción, confrontación”.
Pero, ¿Cuál fue la causa de todo esto? ¿Qué llevó a un hombre culto, dialogante, pacifico a irse angustiando según pasaban los años, hasta el punto de parecer que tiraba la toalla y dejaba hacer porque ya no tenía fuerzas para oponerse a esa marea laicista que, en esa misma famosa homilía, le llevó a reconocer: “Hemos perdido los hábitos religiosos, hemos perdido muchas otras manifestaciones exteriores de la vida religiosa”? Su sensación de fracaso muy probablemente procedía del choque entre el Concilio Vaticano II y lo que se conoció poco después como “el espíritu del Concilio”. Los documentos del Vaticano II que hoy conocemos se deben a su firme oposición a la mayoría progresista que llevaba a la asamblea conciliar hacia rutas cercanas a la herejía y en abierta ruptura con la Tradición de la Iglesia e incluso con la Palabra de Dios. Una y otra vez, Pablo VI advirtió al grupo dirigente de esta mayoría que él no estaba dispuesto a firmar aquellos documentos conciliares que no fueran auténticamente católicos. Se llegó así a un delicado y difícil entendimiento entre los progresistas y el Pontífice, que hizo en todo momento de guardián de la ortodoxia y que cedió en todo lo que pudo ceder para no hacerlo en lo que no podía ceder. Pero aquella victoria de Pablo VI, aquel consenso, pronto se demostró al menos parcialmente inservible. Apenas terminado el Concilio, los que más lo defendían lo empezaron a arrinconar precisamente en nombre de ese evanescente e inconcreto “espíritu del Concilio”. En el nombre del Concilio se hacían cosas que no estaban en los textos del Concilio, pero que, según los que habían mandado en él, deberían haber estado si Pablo VI no se hubiera entrometido. Así, el “espíritu del Concilio” se convirtió en el mantra que se citaba a todas horas y para todo, en la excusa para justificar todos los desmanes y no sólo litúrgicos. Y Pablo VI, desbordado y martirizado por lo que veía, sólo pudo intentar una defensa numantina desde su asediado “cupulone” vaticano para que al menos los textos magisteriales fueran fieles a la tradición de la Iglesia. La “Humanae vitae” le hizo ver lo inmenso de su soledad y a partir de ahí, debido a su delicado carácter y a su edad, se limitó a sufrir, a ofrecer y a intentar frenar los más evidentes errores que se multiplicaban por toda la Iglesia.
Pero aquel “espíritu del Concilio”, aquella nube inconcreta que servía de excusa para lo que fuera, estuvo a punto de ser derrotada cuando, para sorpresa de los que creían tenerlo todo bien atado, fue elegido sucesor de Pedro San Juan Pablo II. Pero no murió. Se camufló, siguió actuando, se disfrazó de dócil obediencia, para volver a dar la cara, más fuerte que nunca cuando consideró que había llegado el momento. Este es el tiempo que vivimos. Un tiempo que puede considerarse de confusión pero que, por el contrario, es de una gran lucidez, porque sale a la luz lo que estaba escondido y aquellos que habían medrado aparentando ser fieles se quitan, por fin la careta. Ahora sí se ven los dos bandos abiertamente. El del Concilio Vaticano II y ese que nunca lo aceptó -y no me refiero a los tradicionalistas-, ese bando que siempre renegó de un Concilio que le pareció insuficiente. El Concilio contra el “espíritu del Concilio”, que ha sido y sigue siendo su peor enemigo.
Que San Pablo VI, desde el cielo, nos ayude en esta batalla definitiva.