Reflexionando sobre el Evangelio (Lc 24,13-35)
Señor, quédate con nosotros
El encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús puede ser un símil estupendo del encuentro que cada día debemos tener con el Señor. Igual que estos seguidores de Emaús, nosotros tendemos a ver todo desde lejos. No nos gusta implicarnos ni sufrir. Tememos que nuestra vida pueda cambiar y por eso tenemos cuidado no comprometernos demasiado. Como se dice es España, nos gusta ver los toros desde detrás de la barrera. Allí, protegidos, podemos gritar aplaudir, sentirnos eufóricos y lanzar todo tipo de objetos al tendido. Formamos parte del espectáculo, pero no queremos estar en el centro de lo que sucede.
Atención, hermanos; ¿dónde quiso el Señor que lo reconocieran? En la fracción del pan. No nos queda duda: partimos el pan y reconocemos al Señor. Pensando en nosotros, que no le íbamos a ver en la carne, pero que íbamos a comer su carne, no quiso que lo reconocieran más que allí. La fracción del pan es causa de consuelo para todo fiel, quienquiera que seas; quienquiera que seas tú que llevas el nombre cristiano, si no lo llevas en vano; tú que entras en el templo pero con un porqué; tú que escuchas la palabra de Dios con temor y esperanza. La ausencia del Señor no es ausencia. Ten fe y está contigo aquel a quien no ves.
Cuando el Señor hablaba con ellos, aquellos discípulos no tenían ni fe, puesto que no creían que hubiese resucitado, ni tenían esperanza de que pudiera hacerlo. Habían perdido la fe y la esperanza. Estando ellos muertos, caminaban con el vivo; los muertos caminaban con la vida misma. La vida caminaba con ellos, pero en sus corazones aún no residía la vida. (San Agustín. Sermón 235; PL 38, 1117)
San Agustín señala que estos precavidos discípulos no tenían realmente fe. No estaban preocupados como Santo Tomás. Se contentaban con contar lo sucedido y menear la cabeza por los males de la sociedad donde viven. No tenían voluntad de dejar que el Espíritu tocara su corazón y cambiara sus horizontes vitales. En todo caso, invitamos a este “Forastero” sentarse con nosotros. No le tememos porque parece que no representa “peligro” para nuestras ideologías y estéticas. Pero sentar a Cristo a comer con nosotros es muy peligroso. Peligroso para nuestra tranquilidad humana. Peligroso para nuestras certezas y seguridades.
Cristo se revela a los discípulos justamente cuando partió el pan. Cuando hizo esto derrumbó las certezas y seguridades. El sacramento derriba los muros que les protegían. Ellos, igual que Adán y Eva, se vieron desnudos y desprotegidos. Sólo podían aceptar lo que veían y abrir su corazón a algo que le superaba en todos los sentidos. Ellos, vieron y dejaron de ver. Sintieron la cercanía una décima de segundo antes de desaparecer. Nosotros no estamos lejos de la experiencia que vivieron esto discípulos de Emaús. Al acercarnos a los sacramentos hemos estado tan cercar de Cristo que nada pudimos hacer para que nos señalara el camino. Ahora, una vez el velo del Templo se rasga, nos toca andar hacia Cristo, quedarnos quietos o alejarnos corriendo. Ellos volvieron y dieron testimonio de lo vivido sin esperar nada más que mostrar el terrible cambio que habían vivido. De silentes y alejados simpatizantes, a testigos de Cristo vivo y resucitado. No es poco cambio. ¿Seremos capaces nosotros de hacerlo?