Jueves, 18 de abril de 2024

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El Cardenal Segura contesta a sus sacerdotes

por Victor in vínculis

El Castellano del lunes 7 de septiembre de 1931 recoge la respuesta del Sr. Arzobispo a su clero toledano. [En la foto, colocación de la primera piedra de la Escuela Normal de Magisterio de la Vega, el 24 de marzo de 1929. Junto al Cardenal Segura, el beato Justino Alarcón de Vera, que firmaba como secretario la carta de la Asociación Diocesana del Clero dirigida al Primado, y que recogíamos ayer en el blog].



UNA CARTA DEL SR. CARDENAL AL CLERO DEL ARZOBISPADO

El Boletín Eclesiástico del Arzobispado de Toledo publica la siguiente carta de su Eminencia Reverendísima:

“El Cardenal Arzobispo de Toledo al Excmo. Cabildo Primado, muy ilustres Capillas de Reyes y Mozárabes, beneficiados de la Santa Iglesia Primada, clero parroquial, capellanes, religiosos y sacerdotes todos del Arzobispado:

Venerables y muy amados hermanos:

Tiempo ha que sentíamos la necesidad de comunicarnos con vosotros para depositar en vuestro corazón los propósitos, las preocupaciones, las penas, las alegrías del nuestro.

El Señor, en los inescrutables y adorables designios de su Providencia, nos ha deparado vivir la historia de la Iglesia en circunstancias delicadísimas y difíciles, en las cuales es más preciso el trato constante del prelado con sus sacerdotes.

Este era nuestro vivo deseo, que ya comenzábamos a realizar por el arciprestazgo de Guadalajara, con intención de recorrer luego todos los demás del Arzobispado, cuando se nos deportó al destierro fuera de la patria.

Mas si el alejamiento impuesto por la fuerza puede separar los cuerpos, no hay poder humano que pueda separar las almas, porque, conforme dice el apóstol (Rom 8, 36-39): “¿Quién podrá separarnos de la caridad de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la espada?… Cierto estoy de que ni la muerte ni la vida, ni lo presente ni lo venidero, ni la violencia, ni todo lo que hay de más alto o de más profundo ni criatura alguna podrá jamás separarnos del amor de Dios que se funda en Jesucristo nuestro Señor”. Y esta caridad de Jesucristo, que nos une con vínculo indisoluble, ha hecho que nuestra comunicación espiritual no se haya interrumpido un solo instante.

En fecha ya próxima solíamos consagrarnos otros años, durante unos días, enteramente a vosotros en los ejercicios espirituales. ¡Qué dulces horas aquellas, en que tantas cosas nos comunicábamos en la intimidad del santo recogimiento y aislados totalmente de las impurezas del mundo y de las necias vanidades de esta vida!

El Señor que, en su sabiduría infinita, por medio de su santa Providencia, “abarca fuertemente de un cabo al otro todas las cosas y las ordena todas con suavidad” (Sab 8, 1) no nos ha concedido este año esa satisfacción.

Sea esta carta, que desde el destierro os escribimos, nuestra mensajera y que ella os diga toda la profundidad de nuestro afecto y la ternura del amor que en Cristo os profesamos.

En varias ocasiones hemos hecho pública nuestra gratitud hacia vosotros, así para satisfacción de nuestra conciencia como para ejemplo y edificación del pueblo cristiano.

Lo hicimos particularmente en nuestra última carta pastoral. Mas concurren en estos momentos circunstancias muy especiales que justifican un testimonio más particular y solemne del reconocimiento que a todos y cada uno somos deudores en el Señor.

Cuando en días de triste recordación se desencadenaron contra la Iglesia en España todas las furias del averno, y las olas del cieno de una tempestad de bajas pasiones se precipitaron sobre todo lo más santo, en torno a esta sede que, por la gracia de Dios y la benignidad de la silla apostólica, ocupamos a pesar de nuestra pequeñez, levantóse un muro infranqueable para proteger nuestra persona y nuestro cargo. Ese muro, que no han podido destruir ni las acometidas francas ni las amenazas insidiosas, lo formaron la fidelidad, la adhesión, la identificación de todo el clero diocesano con su prelado.

Al redactar aquellas páginas que en su defensa os dictó vuestro corazón de hijos, el cual, por natural y piadosa inclinación, agranda las virtudes y disimula los defectos de su padre, más bien que su vindicación, escribisteis la más hermosa, completa y verdadera apología del clero de esta Archidiócesis Primada, siempre, y ahora principalmente, unido a su legítimo pastor.

¡Con cuánta verdad podemos aplicaros aquellas palabras que el Salvador dijo a sus discípulos en la noche de la pasión: Vos autem estis qui permansistis mecum in tribulationibus meis! (Lc 16, 28).

En este camino de la cruz, que el Señor en su misericordia nos ha preparado, siempre os hemos encontrado a nuestro lado en los trances más difíciles. Siempre que los intereses de la Iglesia lo demandaron, vuestra voz se levantó noble, serena, valiente; sin provocación, pero con dignidad, con firmeza, con justicia.

Y cuando habéis visto a vuestro prelado despojado de derechos que por tantos títulos le corresponden, lo habéis cubierto con el manto de vuestra caridad.

No nos consiente nuestro corazón ver aliviada nuestra pobreza con las privaciones heroicas de la vuestra. Precisamente por sernos conocidas las estrecheces en que la mayor parte de vosotros vivís, en repetidas ocasiones hicimos esfuerzos para remediarlas, aunque con resultado muy inferior a lo que nos deseábamos y las necesidades del clero reclamaban. Pero, aunque no podamos aceptar vuestra generosa ofrenda, en nuestro corazón quedará perdurable escrito ese ejemplar rasgo de vuestra piedad filial, el cual, a la vez que nos ha proporcionado dulcísimo consuelo en medio de nuestras amarguras, nos hace deudores ante Dios del nuevo beneficio de vuestra largueza, y os hace a vosotros acreedores a la admiración de cuantos sepan estimar debidamente el sacrificio que supone vuestro desprendimiento.

¡Qué valor apologético encierra vuestro acto de generosidad en favor de la unidad de la sagrada jerarquía, y qué ejemplo ofrece a los fieles en estos tiempos de cobardías y egoísmos!

De otros asuntos, importantísimos para vosotros y para nos en los actuales difíciles instantes, teníamos pensado hablaros en esta carta. Queríamos, en particular, insistir en la necesidad de que se mantenga y se avive la unión íntima, no solo del clero con sus prelados, sino también de los sacerdotes entre sí, y de un modo especial, queríamos hablaros de la compenetración necesaria entre el clero secular y regular para defender con mayor eficacia los intereses de la Iglesia a todos confiados; mas las circunstancias actuales nos lo impiden.

Acatemos rendidamente los designios de la santa y amorosa Providencia de Dios que, por caminos escondidos a nuestra mirada, guía nuestros pasos y aun de los mismos males sabe sacar grandes bienes.

Aunque veamos el cielo entenebrecido por la tempestad, no perdamos la confianza en Aquel que con una palabra sosegaba los vientos y calmaba las tempestades. Nos oculta, a las veces, su rostro; pero en lo más recio de la tormenta está a nuestro lado, y alentándonos con su gracia y esperando, para mostrarse de nuevo, que clamemos a Él con nuestras oraciones y nuestras buenas obras.

Puesto que nos prometió estar con nosotros hasta la consumación de los siglos, tengamos la certeza de que no desamparará ni a la Iglesia, su esposa inmaculada que “compró con el precio de su sangre”, ni a sus ministros que son continuadores de su obra y cooperadores suyos en la santificación de las almas.

La historia toda de la Iglesia, siempre combatida y siempre vencedora, es una invitación a la confianza.
Si en la lucha sucumbimos, pensemos que tanto ayuda a la victoria el soldado que, peleando valerosamente, cae herido en el combate como los que reciben la corona del triunfo.
Por lo cual, venerables y amadísimos hermanos, puesta la mirada en Dios, cumplid en cada instante, sin reparar en dificultades, con vuestros deberes de ministros de Jesucristo, santificándoos más y más para mejor santificar a los otros, y trabajando sin descanso para que Jesucristo reine en vuestras almas y en las de todos aquellos que os han sido encomendados.

Como prenda de las bendiciones divinas que fervientemente invocamos sobre vosotros por intercesión de nuestra Madre la bienaventurada Virgen María, os enviamos nuestra paternal bendición en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
 
En Santa María de Belloc (Francia), a 25 de agosto de 1931
PEDRO, CARDENAL SEGURA Y SÁEZ
Arzobispo de Toledo

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