Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

El Papa, criticado por no hacer nada... y por hacer demasiado


Ratzinger tiene la humanidad de los viejos hombres de Iglesia, que desde el púlpito denunciaban el pecado a viva voz, pero luego, en el confesionario, interpretaban generosamente la invitación de Cristo a perdonar.

por Vittorio Messori

Opinión

Ni el hombre Joseph Ratzinger ni el Papa Benedicto XVI tienen ciertamente necesidad de ser defendidos. La estima y el respeto de los que goza, incluso entre los laicos, dan testimonio de que su persona es la mejor expresión de esa síntesis católica que rechaza la ley del aut aut -"ni uno ni otro"- y se rige por la ley del et et -"uno y otro"-, la coincidentia oppositurum , la unión de los opuestos.

Quienes lo conocen saben hasta qué punto en el profesor Ratzinger, después cardenal prefecto, finalmente pontífice, conviven la severidad con la misericordia, el rigor con la comprensión, el respeto por la norma con la conciencia de las situaciones humanas particulares.

Ratzinger tiene la humanidad de los viejos hombres de Iglesia, que desde el púlpito denunciaban el pecado a viva voz, pero luego, en el confesionario, frente a frente con un pecador en concreto, interpretaban generosamente la invitación de Cristo a comprender y perdonar.

De una dureza inaudita fue su carta a la Iglesia de Irlanda, sin atenuantes de hipocresía teológicamente correcta que atenúen el dolor y el desprecio por las traiciones al Evangelio.

En esa carta tan dramática, Benedicto XVI no intenta siquiera disminuir la culpa, y señala la sospecha que se cierne sobre los púlpitos de donde provienen tantas prédicas. Ni siquiera una palabra sobre la hipocresía de los viejos apóstoles de la "revolución sexual" de 1968, que se han puesto el nuevo hábito de moralistas escandalizados y adustos. Silencio papal sobre la defensa de los niños en boca de quienes predican el derecho inalienable de eliminar a su gusto a los niños que aún no han nacido. Ni una sola mención, en la carta, del apetito económico que ha movido a los estudios de abogados anglosajones a publicar anuncios en los medios de comunicación: "¿Quiere hacerse millonario? Haga entrar a su hijo al seminario y en un año venga a vernos". La common law, en efecto, permite a los abogados compartir con sus clientes la mitad de los enormes resarcimientos que ordenan los tribunales.

Los agentes de esas firmas de abogados usan de alfombra a muchos viejitos y los convencen de hacer reclamos millonarios. Mejor aún si los acusados están muertos: de todos modos, los obispos y los superiores de las congregaciones pagarán para evitar mayores escándalos. Desde hace años, en Estados Unidos el "católico pederasta" es el protagonista de un negocio descomunal, al punto de haber llevado a la bancarrota a diócesis enteras y órdenes opulentas.

Sin buscar atenuantes
Y así y todo, Benedicto XVI no busca ningún atenuante, por legítimo y bien fundado que sea. Su dedo acusador no apunta hacia fuera de la Iglesia, sino sólo hacia sus hijos que la han traicionado. Para con ellos tiene palabras terribles, en las que vibra el desprecio de los profetas bíblicos.

Pero después de la condena llega la esperanza, el pedido de misericordia a un Dios que sabe separar el bien del mal, exhortando a los culpables a pagar el precio debido, pero a no perder la esperanza en el perdón de Cristo.

Ningún pecado es tan grande como para agotar la misericordia divina, y el arrepentimiento y la penitencia pueden abrir el camino de la reconciliación a quienes así lo desean. Este hijo de la antigua Baviera católica vuelve a señalar, de hecho, lo que enseña el catolicismo auténtico: el rechazo de la inhumana ferocidad "jacobina", el repudio a la condena inapelable, a la justicia que no deja lugar a la comprensión, a la ley, al derecho, y sin piedad por la condición humana.

Entre tantos otros errores y manipulaciones, quienes intentan arrastrarlo al banquillo de los acusados nada saben de esa sabiduría, que es la misma que marca la experiencia dos veces milenaria de la Iglesia. Una sabiduría "del revés humano" que sin embargo, como recién decíamos, sigue los principios de la ley del et et , y que por lo tanto sabe aplicar también el látigo, como seguramente habrá advertido la Iglesia de Irlanda.

Y a quienes han querido acusar al entonces cardenal prefecto de la Congregación de la Fe de haber removido y callado, les recuerdo, entre otros, ese "misterio doloroso" que es el caso de Marcial Maciel Degollado.

La congregación de Los Legionarios de Cristo, fundada por el mexicano Maciel, era muy querida por Juan Pablo II. Mientras las viejas órdenes religiosas se extinguían o apenas sobrevivían, allí estaba una multitud de jóvenes defensores de la ortodoxia. Las voces que llegaban a Roma sobre los abusos de Marcial contra los seminaristas eran prudentemente sopesadas por el Papa Wojtyla, quien recordaba que en Polonia los comunistas se servían de acusaciones similares para dañar a la Iglesia.

Y bien, una de las primeras medidas de Ratzinger cuando llegó al papado fue la suspensión a divinis del fundador de la orden, llamándolo a encerrarse en clausura y a dedicar el tiempo que le restaba a la oración y la penitencia. No sólo eso. Benedicto XVI se apresuró en abolir el cuarto voto de los Legionarios, el llamado "voto de discreción", que imponía el silencio a los superiores y obstaculizaba de esa manera las investigaciones de la Santa Sede.

Tanto es así que entre los Legionarios hay quienes sospechan que el papa Ratzinger está mal aconsejado, o incluso que forma parte de un complot contra la poderosa congregación.

Por lo tanto, el hombre que desde fuera de la Iglesia acusan de "no haber hecho nada" es acusado desde dentro de la Iglesia de "haber hecho demasiado". Y no sólo respecto de los Legionarios, sino también en tantos otros casos, no bien la sospecha de abusos sexuales cobraba certeza. Una paradoja tan ignorada como significativa.

Traducción: Jaime Arrambide (La Nación)
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