Viernes, 29 de marzo de 2024

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La Transfiguración explicada por un mártir (2)

por Victor in vínculis


La Transfiguración de Alonso Berruguete. Interior Coro de la Catedral Primada de Toledo.

¿En qué consistió la transfiguración? «Su rostro se tornó resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la nieve». Aquí tenéis las señales exteriores: su rostro, su mismo rostro se tornó resplandeciente como el sol, es decir, que no tomó otro rostro, sino que su misma faz divina, de donde toma sus fulgores el sol y copian su belleza los cielos, se tornó resplandeciente y diáfana. Y todo su sacratísimo cuerpo participó de estos resplandores de la gloria, y así como al embestir el astro del día las nubes que le cortejan, estas se vuelven blancas y encendidas, así también los vestidos de Jesús al ser traspasados por los rayos que desprendía su cuerpo, se tornaron blancos como la nieve.

¿Qué trasunto más fiel podía darse de nuestra transfiguración en la patrias de los santos? ¿Quién me diera en estos instantes ser transportado, como el apóstol de las gentes, al tercer cielo o los sublimes éxtasis del vidente desterrado en Patmos, para contemplar aquellas luces inextinguibles, aquellas llamaradas de amor, aquel eterno arrobamiento de los bienaventurados que beben en el torrente del placer divino y se sacian con la abundancia de la casa del Señor?

Inebiabuntur a ubertate domus tuae et torrente voluptatis tuae potabis eos”.

Jamás he lamentado tanto como ahora no poseer ni entendimiento angélico y un corazón encendido en el amor de Dios, para poder presentaros en manojos de luz y en carbones de fuego, las delicias perpetuas de las almas santas que, sin cesar, contemplan cara a cara la esencia divina y arden en su amor sin consumirse, como la zarza misteriosa del monte Horeb.

No, confieso mi insuficiencia, me es imposible describirlo. Nuestra mente solo puede formarse un concepto imperfecto, pálido y borroso como el que se forma un ciego de nacimiento de las bellezas y maravillas de la creación.

Somos ciegos con respecto a la visión beatífica y a la gloria que de esta se deriva. Los sentidos que son las ventanas del alma, no dan vista a esas tierras inexploradas de la fe. Lo único que sabemos es que esa tierra de promisión, debe ser la maravilla de las maravillas porque de otra suerte no podría colmar las ansias de nuestro espíritu inquieto y los anhelos de nuestro corazón sediento de amores.

Lo que sabemos es que allí los justos resplandecerán como el sol, porque se verán penetrados, rodeados, llenos y empapados de Dios, sol de justicia, como la esponja en medio de los mares. Y conoceremos a Dios como es en sí y nos uniremos indisolublemente con él por el amor, que funde las almas.

Y como el que conoce y el que ama, si el conocimiento y el amor son perfectos se hace una cosa con el objeto conocido y amado, nosotros seremos semejantes a él y sin perder nuestra personalidad, seremos por participación lo que Dios es por naturaleza: como el hierro sin dejar de ser hierro, se convierte en fuego, Dios estará en todos y cada uno de nosotros como nuestra imagen se dibuja en todos y en cada uno de los trozos de un espejo partido en mil pedazos. Como la verdad que os anuncio se repite y reproduce sin dividirse ni alterarse, sino toda entera en todas y en cada una de nuestras inteligencias.

Por eso el Rey Profeta nos describe a Dios como sentado allá en los cielos, en medio de un magnífico y augusto senado de dioses, porque los moradores del cielo, transfigurados por el amor divino, son otros tantos verdaderos hijos del Altísimo, cuya naturaleza se comunica a ellos, haciéndolos también dioses.

Y si el estar separado de Dios es causa de inmenso dolor para los que gimen y blasfeman en el báratro sempiterno de la desgracia, la unión íntima con Dios, la transformación en Dios mismo, hace gustar a los escogidos en la Jerusalén verdadera, un consuelo inefable, una felicidad sin sombras y un deleite sabroso y perdurable, sin hastíos ni pesadumbres.

Estas cosas son mejor para sentirlas que para concebirlas o expresarlas.

No aspiremos, hermanos míos, a estas elevaciones del espíritu. Si amásemos a Dios con toda nuestra alma y no tuviéramos el corazón dividido en las criaturas, entenderíamos algo de esto.

Da amantem -dice San Agustín- et intelliget quod dico”. “Amad de veras a Dios y entenderéis lo que os estoy diciendo”.

El Padre de la gloria -decía San Pablo a los Efesios- os conceda el espíritu de sabiduría para que barruntéis algo de las riquezas inenarrables de su herencia”.

Algunas almas santas lograron vislumbrar ya en esta vida, con los ojos despiertos de su fe, algunos fulgores de la gloria por hermosos resquicios de cielo, y no sabían si estaban en este mundo o en el otro. “Sive in corpore nescio, sive extra corpus nescio”, decía San Pablo. Y no pudiendo muchas veces soportar el exceso de gozo tan intenso, veíanse obligados a exclamar con San Francisco Javier, Santa Teresa de Jesús o los Cupertinos: “Basta, Señor, basta, que mi débil naturaleza no puede soportar tan excesivo gozo ni alegría tan intensa y honda”.

Y es que, hermanos míos, necesitamos ser fortalecidos con el lumen gloriae, con una gracia superior que de vigor a nuestras pupilas y trueque nuestro corazón de carne por un corazón de cielo, para no desfallecer con tanta luz y tanto amor.

Tanta es la dulzura de la gloria -dice San Agustín- que si la misericordia divina dejara caer una gota en las llamas del infierno, sería bastante ella sola para endulzar la amargura de los condenados”.
 

Los que ya no creen en la existencia de la otra vida, tienen necesidad de buscar en esta el paraíso; cruzan como Israel el desierto sin acertar a fijar sus tiendas. No dicen siquiera, como San Pedro: “Señor, bien será que nos estemos aquí. Hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Y es porque el hastío les consume; todos los placeres acaban por fastidiarles y abandonados a sí mismos, sin profeta que les guíe, cuando piensan estar cerca de la felicidad, la encuentran defendida por dificultades más terribles que la espada de fuego del querubín, puesto por Dios en las puertas del Edén.

¿Qué sería de la humanidad sin la esperanza del cielo? ¿A qué catástrofes nos conduciría el convencimiento de nuestra desgracia? Si nos comparamos con los animales, son más felices que nosotros: no tienen penas por lo pasado, ni el cuidado del porvenir; el instinto nunca les engaña, ni sus placeres les causan remordimiento; no les atormenta la duda, ni el temor, ni el deseo, y la muerte de sus semejantes no les hace derramar lágrimas.

Una pradera fecunda es para ellos un jardín de delicias: la hierba crece debajo de sus pies, sin que se hayan tomado la molestia de sembrarla; el arroyuelo que serpentea por el valle, les ofrece una bebida deliciosa; nacen amaestrados para luchar por la existencia y la naturaleza les provee de vestido y de defensa. Ellos serían los reyes de la creación, si el hombre no tuviese otro destino que el dolor y el sufrimiento.

Pero cuando Dios nos convida a la Pascua interminable de la gloria, cuando sentimos alentar en nosotros un espíritu inmortal, capaz de conocer a Dios y de amarle, llamado por vocación divina a la posesión de un reino que nunca tendrá fin, entonces el dolor se transfigura, el mundo es pequeño para satisfacer nuestras legítimas ambiciones y los quebrantos del alma son fugaces meteoros que no pueden eclipsar el sol de nuestra dicha. “Et resplenduit facies eius sint sol”.

Y como participando de esta claridad y de estos fulgores, los vestidos de Cristo se tornaron blancos como la nieve, así también en el cielo la gloria del alma se transfundirá a nuestros cuerpos y se tornarán semejantes al cuerpo glorioso de Cristo. “Vestimenta antem eius facta sunt alba sint nive”.
¿Qué valen con estas gloriosas transfiguraciones del cuerpo humano, los pomposos y altisonantes ditirambos de los materialistas? ¿Quién hizo del cuerpo humano mayores elogios que San Pablo?

Había llegado el gran apóstol a aquella hermosa ciudad de Corinto, llamada por Cicerón “el esplendor y la lumbrera de toda la Grecia”. Sus habitantes vivían entregados al lujo y a los placeres, a la adoración de la belleza plástica y a tal grado llevaron el refinamiento de su molicie, que era entre los antiguos “vivir a lo corinto”, lo mismo que observar conducta licenciosa y sensual.

Fidias y Praxíteles adornaron sus templos con las mejores estaturas que labraron sus cinceles y en aquel privilegiado istmo, que junta Grecia al Peloponeso y bañan con sus aguas los mares Jónico y Egeo, no lejos de aquellas deliciosas playas catadas por Homero, y bajo aquel incomparable cielo, proverbio de hermosura, alzábanse las columnas del más renombrado entre los monumentos que la impúdica Venus había consagrado el paganismo.

Difícil era sembrar en tierra tan mal abonada la semilla del cristianismo, reprimir los excesos de la sensualidad y sustituir las gentílicas abominaciones con las prácticas austeras de la moral evangélica. A todo atendió San Pablo con el ardiente celo que le distinguía en sus apostólicas tareas, y después de dieciocho meses de incesante trabajo, no solo consiguió fundar la Iglesia de Corinto, sino hacer de ella el modelo de las vecinas cristiandades.

Cuando más tarde escribía desde Éfeso a la naciente comunidad de Corinto, fortaleciendo su fe con sus prudentísimos consejos, hizo del cuerpo humano un elogio que en vano le buscaríamos semejante: “Vosotros, decía, habéis vivido en la ignorancia del pecado; contaminados estabais con todas las impurezas de la carne. Pero habéis sido lavados, santificados y regenerados en el nombre de Jesucristo, nuestro Señor, y en el espíritu de nuestro Dios. No regaléis la carne que Dios ha de destruir para levantarla después con su poder. ¿Acaso no sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo y el templo del Espíritu Santo?

¿Quién entre los modernos panegiristas de la materia ha hecho del cuerpo humano una alabanza tan cumplida como esta de San Pablo? El cuerpo del hombre regenerado es el templo de Dios y la morada del Espíritu Santo. Sus miembros son miembros de Cristo, hueso de sus huesos y carne de su carne, y nada tienen de comparable con este templo vivo y animado, los suntuosos y admirables monumentos levantados en honor de la divinidad; aunque en ellos no sepamos que admirar más: si los primores del arte o la preciosidad de sus materiales.

Los magníficos pórticos del templo de Salomón y su misterioso santuario; las célebres basílicas de Constantinopla y Roma; las soberbias catedrales góticas, dechado de belleza, ¡qué son si se comparan con el cuerpo de Jesucristo y mezcla con su sangre la sangre de sus venas!

Despreciadores de la materia nos llaman los que no se avergonzaron de doblar sus rodillas ante el mármol viviente de la carne pública. Nosotros, los admiradores de la transfiguración sustancial más espantable que han conocido las edades, los adoradores del Cuerpo de Cristo consagrado en la Santísima Eucaristía, que vemos a la humana naturaleza desposada con la divinidad en la Encarnación del Verbo; que llevamos en triunfo los restos del madero en que fue obrada la redención del mundo; que besamos el polvo de los caminos de Galilea y de Judea, porque en él se estamparon las huellas de los pies del Salvador; que recogemos con veneración profunda los despojos de los santos y los guardamos en artísticos relicarios.

Nosotros, que tenemos por sagrada la tierra en donde yacen los cuerpos inanimados de nuestros hermanos, y pensamos que el sepulcro es un crisol en donde el cuerpo dejará sus escorias para ser revestido de inmortalidad y de gloria en el día sin ocaso de las eternales recompensas…

¿Cómo habíamos de ultrajar esa materia, que nos recuerda el barro modelado por las manos de Dios, para infundirle el soplo de la vida y hacer de él el cuerpo del patriarca de la especie humana?

 “Si yo no fuera Alejandro, quisiera ser Diógenes”, decía el rey de Macedonia. Yo, parodiando aquella frase, podría decir: “Si no fuese espíritu, quisiera ser materia porque, aún entonces, sería obra de Dios, fruto de su sabiduría y de su bondad. Dependería de su providencia y unida en la personalidad humana a un alma inmortal, después de haberla servido en su condición presente, la serviría en la transfiguración eterna de la gloria, que también ha de participar el cuerpo”.

En expectación de esta felicidad, queremos que el cuerpo obedezca al alma, no sea que, trocado el señorío irremisiblemente, la perdamos. Labramos los sillares con que se ha de edificar la Jerusalén celestial y no dejamos de la mano el escoplo y la maza hasta conseguir lo que nos proponemos. Afligimos la carne, despreciamos los goces de la materia, porque nos satisfacen más los del espíritu; no queremos que nuestros cuerpos sean arrastrados al spoliarium del vicio, y preferimos a los apestosos estigmas del pecado, las santas cicatrices de la virtud. Porque, como decía un filósofo pagano, hemos nacido para cosas más altas que para ser esclavos de la carne.

Estas hondas realidades del espíritu cristiano, o no las entendía, o las entendía muy someramente Pedro cuando, después de la aparición de Moisés y Elías, símbolos de la ley y de los profetas, llevado del intenso deleite que sentía a la vista de tanta gloria, y dando oídos a las voces de la naturaleza que siempre apetece las dulzuras del bienestar y del placer, dijo a Jesús: “Señor, bien será que nos estemos aquí. Si quieres, hagamos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.

Por eso, los evangelistas San Marcos y San Lucas dicen que Pedro hablaba sin saber lo que se decía. No lo sabía, pues aquel presagio de la felicidad celeste, lo había tomado por la misma bienaventuranza, y quería ceñir sus sienes con la corona de la gloria antes de pelear las batallas del dolor y de las tribulaciones.

No sabía lo que hablaba porque no había entendido en su rudeza, que Cristo no había venido a este mundo para ser glorificado en el Tabor, sino para dar testimonio de la verdad, sufriendo todos los insultos e ignominias, paladeando todas las hieles de un martirio continuado y entregándose a la más afrentosa de las muertes, por el rescate de los hombres.

En una palabra, había venido a consumar la redención del género humano y así se explica que Moisés y Elías hablaran con Jesús, no de su gloria, sino de la pasión y muerte.

Pedro no sabía lo que decía, porque si bien Moisés y Elías se habían aparecido para rendir homenaje a Jesús como supremo legislador y profeta, más aún para atestiguar que no era solo un profeta, sino la realidad de todas las profecías, el Mesías prometido, el Hijo de Dios vivo, como en un arranque de sinceridad, había confesado San Pedro.
 

No obstante, no podían hacerse tres tabernáculos, pues ya habían terminado los símbolos de la antigua ley para ceder su puesto a las realidades de la nueva. Ya no había de levantarse sino una tienda y un tabernáculo; la tienda de la Iglesia católica y el tabernáculo de los altares.

Por eso, cuando aún estaba hablando Pedro, una nube diáfana y lúcida los circundó y envolvió en sus pliegues. La nube ha sido siempre el heraldo de la majestad de Dios, y en este acontecimiento fue también la trompeta de la verdad. “Una voz salió de la nube y dijo: Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias: Escuchadle”. Como queriendo decir: los profetas, los patriarcas, los legisladores, los reyes y sacerdotes de la antigua alianza, fueron mis hijos, mis emisarios aquí en la tierra, los que guardando íntegra mi revelación, fueron preparando el camino para la Encarnación de mi Verbo eterno, de mi Hijo verdadero, consustancial a mí, engendrado en los arcanos de mi esencia, a quien yo mandé al mundo para la salvación de los hombres.

Este es el único Salvador y Maestro de la humanidad: escuchadle. Escuchadle los rudos e ignorantes, que él es el camino, la verdad y la vida; escuchadle también vosotros, los sabios, que él es el único sabio y os enseñará muchas cosas, os descubrirá misterios y enigmas que vuestra inteligencia limitada, no puede descifrar, ni siquiera entender. Escuchadle vosotros, los pobres, y vosotros los ricos, los sanos y los enfermos, los amos y los criados, los reyes y los vasallos… los pueblos y las naciones, escuchadle todos los individuos.

Las familias, las sociedades, escuchadle como al supremo legislador y maestro.

No escuchéis a esos oradores altisonantes y campanudos, que en las tertulias, en los clubes y en las plazas públicas alardean de ciencia, probidad y honradez, y pretenden ser los enviados del cielo para encauzar por rectos senderos las humanas sociedades.

No escuchéis a esos falsos profetas, que llegan a vosotros vestidos con piel de oveja y son lobos rapaces de vuestra honra, de vuestra tranquilidad y hasta de vuestra fortuna.

No escuchéis a esos apóstoles progresistas del libre pensamiento y de la revolución, que aguijoneados por el acicate de sus ambiciones y de sus méritos personales, quieren levantar sobre la desdicha de sus semejantes el pedestal de su soberbia.

No escuchéis a esos que se fingen voceros de la opinión y del progreso, de la libertad y de la fraternidad humana, en periódicos, folletos y revistas; no los escuchéis porque os han de engañar. Halagarán nuestras pasiones y bastardos apetitos para cargar sobre vosotros la coyunda de todos los vicios y de todas las esclavitudes.

No escuchéis a esos redentores revestidos de la humanidad, que no tienen ansias de derramar su sangre por la salvación de sus prosélitos, sino de chupar la vuestra hasta dejaros anémicos, sin vida del espíritu y sin vida del cuerpo.

Escudad al único Maestro, verdad que no puede engañarse ni engañarnos, al único que se dejó crucificar para enseñarnos el camino del cielo. No os sobrecojáis de espanto como los discípulos, que es Jesús, el manso y humilde Jesús, quien os habla. Su voz es dulce, su yugo suave y su carga ligera. Y si abrumados por la pesadumbre de trabajos e infortunios, os sentís desfallecer y caéis en tierra, Jesús se acercará a vosotros, os tocará con su virtud omnipotente que sana y vivifica, y salva y amansa las tempestades, y os dirá como a los discípulos amedrentados: “Levantaos y no queráis temer”. Y levantando sus ojos, los discípulos no vieron a nadie más que a Jesús.

Eso acontece siempre en el tiempo de la prosperidad, de la dicha y de la gloria; nos veremos rodeados de falsos amigos que quieren tomar parte en el banquete de nuestra felicidad, pero cuando se nubla el sol de nuestra fortuna, no encontramos más que al único Amigo verdadero, a Jesucristo, que nos tiende su mano cariñosa, nos ayuda a bajar el monte de la mirra, y nos alienta para que suframos con resignación cristiana los sinsabores del destierro, hasta que tenga lugar la transfiguración de los justos en el cielo.

“Al bajar del monte, concluye diciendo el Santo Evangelio, les mandó Jesús que no revelaran a nadie esta visión hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos”.

He concluido, hermanos míos. El espíritu vivificador haga germinar en vuestras almas estas enseñanzas que, ayudado de su gracia, yo he sembrado en vuestros corazones para, iluminados con sus luces y fortalecidos con su virtud divina, suframos con paciencia y con heroísmo cristiano, las penosas transfiguraciones del dolor, para ser después revestidos de su claridad y hermosura en la gloriosa transfiguración de los cielos.
Así sea.
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