Jueves, 28 de marzo de 2024

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La Transfiguración explicada por un mártir (1)

por Victor in vínculis

Os ofrezco hoy y mañana la homilía escrita por un mártir. Se trata del siervo de Dios José Rodríguez. Hace un año os presentaba estos “¡16 preciosos segundos!, en los que aparece el siervo de Dios José Rodríguez. Teníamos la foto, ahora tenemos el vídeo”. Tal vez, con el beato Justino Alarcón, los únicos mártires que aparezcan grabados…



Natural de Madridejos (Toledo). Cuando llega el momento de su martirio, en 1936, el siervo de Dios ejerce de canónigo Magistral de la Catedral Primada de Toledo, profesor de Teología Fundamental en el Seminario Mayor, juez de Grados de Sagrada Teología, Derecho Canónico y Filosofía, juez prosinodal, miembro de la Comisión de examen para la predicación, de la Junta Económica Diocesana…

Don José fue detenido el 2 de agosto en su domicilio. De carácter entero, no se doblega ante los milicianos que lo detienen. Cuando llaman a la puerta de su casa, la señora que lo atiende quiere salvarlo y con valentía les dice que allí no está. Los marxistas no se fían y cuando comienzan a subir el primer piso, Don José les sale al paso, sin ofrecer resistencia.
“-Venimos a por ti de parte del Gobernador”, dice uno de ellos.
“-Está bien, vamos” -contesta sonriendo suavemente.

Conducido a la Diputación Provincial, donde está una de las prisiones habilitadas, no llega a entrar. Bien porque el lugar está lleno, bien porque está sentenciado desde el principio, lo conducen por la puerta trasera a la fachada norte y allí es fusilado.


En la fotografía, momento en que la Custodia de Arfe sale por la puerta llana de la Catedral Primada de Toledo, aparece el siervo de Dios, a la izquierda de la foto, él solo de frente´; así luego podéis reconocerlo en el vídeo.
 

Esta es su predicación para la fiesta de la Transfiguración. La extensión de la misma me lleva a publicarla en dos partes. Sin duda, a la mayoría os servirá de verdadera meditación.

SERMÓN DE LA TRANSFIGURACIÓN

El hombre por naturaleza siente inclinación irresistible hacia lo misterioso y desconocido. La historia de todos los países y de todas las razas nos lo atestigua con la lógica abrumadora de los hechos. El indio salvaje en las dilatadas pampas de América y el magnate más noble y aristócrata habitador de los palacios majestuosos de Europa; el rudo labriego que arrastra su vida consagrado en cuerpo y alma a desmontar el miserable terruño con el sudor de su frente, y el sabio infatuado con su ciencia. Todos se sienten impelidos hacia lo ignoto; como el marino genovés, todos surcan con más o menos fortuna, las ondas de ese océano inexplorado que marca el rumbo al descubrimiento de un mundo nuevo.

Estamos rodeados de misterios por todas partes y, aunque el hombre haya vencido el poder incontrastable del tiempo y del espacio, y haya logrado domeñar los elementos de la naturaleza con sus portentosos inventos de las artes, de las ciencias y de la industria aplicada a los más urgentes menesteres de la vida, no por ello ha conseguido llegar a las columnas de Hércules que cierran las fronteras de los conocimientos humanos.

Dios ha puesto límites a nuestra inteligencia, como encerró a los mares en su cárcel de arena. Y en vano ensayará el hombre escalar el cielo y enseñorearse del aire, del fuego, del agua y de todos los elementos: siempre tropezarán sus ojos con un más allá impenetrable, con el alcázar majestuoso del misterio.

Y si esto acontece en el orden de la naturaleza, ¿cómo hemos de extrañar que existan misterios y arcanos incompresibles en la religión católica, águila caudal que se cierne en los espacios diáfanos del espíritu y pirámide grandiosa y magnífica que, teniendo su base aquí en la tierra, toca con su cúspide en el corazón de Dios?

El fundador divino de la Iglesia católica sabía muy bien todas nuestras inclinaciones y deseos, cuando a su Santísima Esposa circundó con la aureola refulgente de dogmas, de sacramentos y de solemnidades misteriosas.

Pero lo más distintivo de nuestra santa religión es que todos sus dogmas y misterios están eslabonados entre sí, como los anillos de una cadena, de tal suerte que no puede rechazarse uno sin que vengan todos al suelo.

Esto es una prueba palmaria de que Jesús era, como los mismos adversarios se ven obligados a confesar, el más sabio de los sabios.

Por otra parte, los misterios que la Iglesia a nuestra consideración propone, no son doctrinas aéreas o estériles, sino llenas de enseñanzas prácticas para nuestras almas: doctrinas salvadoras que como raudales de gracia, riegan y fertilizan los campos áridos del espíritu.

Si todos los pasajes de la vida ejemplar de nuestro divino Redentor son admirablemente sublimes y martirialmente fecundos, sin embargo hay algunos que con sus rayos deslumbradores nos desprenden de lo terreno y nos arrebatan a las regiones del inmortal seguro.

Tal es el grandioso acontecimiento que a nuestra piadosa contemplación propone en este día, festividad del Salvador del mundo, nuestra Santa Madre la Iglesia. La escena se desarrolla en el monte Tabor y el evangelista San Mateo nos la describe y relata, en su capítulo XVII, de esta manera:

“Seis días después tomó Jesús a Pedro, Santiago y Juan su hermano, y los condujo aparte a un excelso monte y se transfiguró delante de ellos, y su rostro se tornó resplandeciente como el sol y sus vestidos se pusieron blancos como la nieve. De súbito se aparecieron Moisés y Elías hablando con él.

Entonces Pedro dijo a Jesús: “Señor, bien será que nos estemos aquí. Si quieres, podemos hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Cuando aún estaba hablando Pedro, una nube lúcida y diáfana les circundó, envolvió entre sus pliegues. Y salió una voz de la nube que decía: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias. Escuchadle”.

Y oyendo la voz, los discípulos se sobrecogieron de espanto y cayeron con sus rostros en tierra. Y acercándose Jesús, les tocó y les dijo: “Levantaos y no queráis temer”. Alzando sus ojos, los discípulos no vieron a nadie sino solo a Jesús. Y al bajar del monte, les mandó que no revelaran a nadie esta visión, hasta que el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos”.
(Bajo estas líneas, La Transfiguración de Rafael).
 

Aquí termina la gloriosa transfiguración del Señor y aquí hace también punto final el santo evangelio del día. Los intérpretes y comentaristas suelen distribuir este pasaje en cuatro periodos:
  • El primer versículo nos relata el tiempo, los testigos y el lugar de la transfiguración.
  • El segundo periodo nos describe el hecho de la transfiguración y la presencia de Moisés y Elías, y los deseos de Pedro en tres versículos: 2º, 3º y 4º.
  • El tercer periodo, que abarca solamente el versículo 5º, relata la aparición de la nube y la voz del Padre que da testimonio de la divinidad de su Hijo, y nos manda que le escuchemos.
  • El cuarto periodo comprende cuatro versículos y narra algunas cosas que subsiguieron a este acontecimiento.
 
Hacer ligeras y prácticas reflexiones sobre cada escena del relato evangélico, es lo que me propongo esta mañana.

Para fijar más y más vuestra piadosa atención, os haré ver que la transfiguración del Señor es no solo un argumento de la divinidad de Cristo, sino un ejemplar de nuestras penosas transfiguraciones en esta vida y sobre todo, un presagio de nuestra gloriosa transfiguración en el cielo. Pidamos las luces de lo alto por intercesión de la fuente de las gracias, saludándola como el arcángel de los misterios. Ave María.
 
“En aquel tiempo -empieza diciendo el santo evangelio de la presente festividad, es decir, seis días después de haber hablado Jesús a sus discípulos del fin del mundo y de su gloria- tomó Jesús a Pedro, Santiago y Juan, su hermano, y los condujo aparte a un excelso monte”. Los intérpretes unánimemente creen que fuera el monte Tabor por la proximidad a Cesárea de Filipo y unánimemente también se hacen la siguiente pregunta: ¿Por qué tomó solo a estos tres apóstoles y no quiso llevar consigo a los doce? ¿Es que los demás no eran acreedores, por su adhesión incondicional al Maestro divino, a ser testigos presenciales de su gloria y a ser confirmados por el Padre celestial en la fe viva, que tenían de la divinidad del Hijo?

Varias son las razones que aducen para explicar esta cuidadosa selección de los discípulos. Quería el Señor que presenciaran esta su apoteosis los buenos discípulos posibles, no solo para darnos ejemplo de humildad y de menosprecio de las vanidades del mundo, para que de esta manera guardaran mejor el secreto y quedara oculta su gloria hasta después de su acerbísima pasión y muerte, no fuera que acreciendo y divulgándose por toda la Palestina la noticia de este acontecimiento maravilloso, se formara en torno suyo un ejército de leales e impidieran a los escribas, fariseos y sacerdotes llevar a cima su deliberado propósito de darle muerte, y se frustrara de esta suerte la consumación de su sacrificio y el rescate del género humano.

No quería que participaran de esta visión anticipada de la bienaventuranza celeste los que no habían de ser coronados en la gloria. Y para no descubrir antes de tiempo las maquinaciones infernales de Judas, que ya meditaba la traición del Maestro, quiso dejar en la falda del monte a nueve de sus apóstoles y subir con tres de ellos hasta la cima. Con los tres que un día habían de ser también testigos de su oración en el huerto de Getsemaní y de su agonía y sudor de sangre; con los tres que habían de ser como los sillares del alcázar ciclópeo de su Iglesia, indefectible reino de Dios en este mundo y ciudad santa erigida sobre los montes más altos.

Sube con Pedro, denodado confesor de su divinidad, a quien no se lo reveló la carne ni la sangre, sino el Padre que está en los cielos y que momentos más tarde había de proclamar desde la nube, que Cristo es en realidad, de verdad, el Hijo de Dios eterno, en quien tiene sus complacencias.

Con Santiago, el primero de los apóstoles que había de derramar su sangre por defender entre los gentiles la ignominia del calvario.

Con Juan, el discípulo amado, virgen de los vírgenes, vidente extático de los arcanos de la gloria y de las catástrofes del fin del mundo, alma pura y sencilla, a quien Dios se comunicó en el mayor grado posible; corazón inflamado en el amor de Cristo, donde el Cordero que pace entre los lirios, reposa la noche de la cena, como el esposo del Cantar de los Cantares.

No me digáis, pues, que Cristo obró indiscretamente al elegir a esos tres apóstoles. En ellos están simbolizadas las tres virtudes teológicas: la fe en Pedro, la esperanza en Santiago y en Juan la caridad.

Pedro representa a los confesores, Santiago a los mártires y Juan a los vírgenes. Y con esos tres astros de primera magnitud que inician otras tantas constelaciones en el cielo de la Iglesia, sube Cristo a la cima del monte para ponerse en oración. “Ut oraret -como dice San Lucas- enseñándonos con esto que para la oración, para hablar con Dios, hemos de buscar la soledad y apartamiento, ya sea retirándonos a un lugar solitario fuera del bullicio del mundo y del ajetreo de nuestros intereses materiales; ya reconcentrándonos en el castillo de nuestra alma, cerrando las puertas y ventanas de nuestros sentidos para conversar a solas con nuestro dueño y Señor.

Nos enseña también que no podremos progresar en el camino de la perfección cristiana, si no nos levantamos sobre las miserias de esta vida con las dos alas de la mortificación y la contemplación, hasta subir al monte de la santidad.

Y entonces y solo entonces, conseguiremos vernos transfigurados. Et transfiguratus est ante eos. Y transfigurado a vista de sus discípulos.

Notad una circunstancia: para describirnos el hecho de la Encarnación, nos dice el apóstol San Pablo que se anonadó a sí mismo “semetiporum ereinanivit”, tomando la forma de siervo y durante su vida fue obediente hasta la muerte, y la aceptó con su propia voluntad. Y por eso, el evangelista Juan describiéndonos el momento supremo dice: “Tradivit spiritum”, entregó su espíritu. Le entregó, no se lo arrancaron, es decir, que todos los trabajos y sacrificios y humillaciones, los aceptó con deliberación y entera voluntad.

Y ahora que no de humillaciones y sacrificios, sino de exaltación y gloria se trata, no lo hace él mismo, sino su Padre celestial: “Et transfiguratus est”, y fue transfigurado.

Sigamos las huellas del Maestro divino, abneguémonos a nosotros mismos, impongámonos sacrificios, aceptemos de buen grado todos los trabajos y humillaciones que la mano de Dios nos envía y no perdamos las esperanzas ni la tranquilidad de ánimo. El que se humilla será ensalzado; el rey de la gloria se encargará de glorificarnos como glorificó a su querido Hijo. Et transfiguratus est ante eos.
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