Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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Corpus Christi

por Al partir el pan

Deuteronomio 8, 2-3. 14b-16a; 1 Corintios 10, 16-17; Juan 6, 51-58

«El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día»
«Me gustaría hoy volver a escuchar en mi corazón a Dios: - Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti. Hoy al recibirlo en la comunión se lo pido. Que siempre cuide mis pasos»
 
Creo en el esfuerzo, en la lucha, en la entrega. Las cosas no llegan a mis manos por arte de magia. El que no lucha no consigue crecer en nada. El esfuerzo nunca puede ser negociable. Decía Toni Nadal después de la victoria de su sobrino Rafa Nadal: «Rafael se ha vuelto a demostrar a sí mismo que con esfuerzo y dedicación se pueden conseguir las cosas». Su regreso a la élite después de mucho tiempo de lesiones y dificultades así lo demuestra. A veces soy yo quien duda de mí mismo, de mi capacidad, de mis posibilidades. No creo en mí, no me veo con fuerzas para seguir luchando. Tiro la toalla antes de tiempo. Desconfío de mis posibilidades. La verdad es que es común en mi alma ese sentimiento de desconfianza. Me gustaría demostrarme a mí mismo que puedo llegar más lejos. Que puedo vencer mis miedos. Que lo puedo hacer si lucho, si no doy tregua, si pongo mi vida en ello. Pero a veces otros me desaniman. Me dicen que no puedo, que no lo voy a lograr. Me dan por perdido antes de haberlo intentado. Lo que más me ha hecho crecer en la vida es la fe de otros en mí. La confianza que tenían en mi vida, en mis talentos, en el camino emprendido. Otras veces me han desanimado comentarios llenos de dudas y desconfianza. Al final era yo el que decidía a quién hacer caso. Al que me desaconsejaba seguir luchando. O al que me animaba a no dejar de darlo todo. Mi fe fue creciendo a medida que escuché más a los que sí creían. Y creí en ellos. Y creí en mí. Esa fe de ellos aumentó mi fe. Como la semilla que crece bajo la tierra. Oculto en mi corazón anidó el deseo de llegar más lejos, de superar muros insalvables, de luchar hasta dar la vida en el intento. Me gusta esa mirada sobre mi vida. Esa fe inquebrantable en mí mismo, en lo que Dios puede hacer conmigo. La fe no está reñida con las dudas. Más bien coexisten en mi alma. Dudo y creo. Tengo dudas y fe al mismo tiempo. Comenta el tenista Rafael Nadal después de ganar su último torneo: «Tengo dudas todos los días. Y creo que es bueno, porque las dudas te dan la posibilidad de trabajar con más intensidad, de ser más humilde y aceptar que necesitas trabajar. Dudo para mejorar. En esos años las tuve. Ahora las tengo a veces, porque en el tenis cada semana es una historia. Tengo dudas porque no me considero arrogante». La fe no me exime nunca de las dudas. Creo en mí y me vuelvo a poner nervioso ante los desafíos de la vida. Dudo y temo ante lo que no sé hacer, ante los nuevos desafíos. Pero luego hago lo de siempre y también tengo miedo, como si fuera la primera vez. Dudo de mí siempre de nuevo. La duda forma parte de mi fe, de mi camino de fe. Pero no quiero que la duda me estanque y bloquee mis deseos de seguir luchando. Esa duda sí que es mala. Esa duda me aparta del camino trazado. Quiero luchar por erradicar esa duda que me entristece y hunde. El Papa Francisco les pedía a los cristianos luchar por erradicar esa duda de muchos corazones: «Se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad». Yo quiero acabar con esa duda que me impide seguir luchando. Quiero devolver a los hombres la fe en ellos mismos. Me gusta una lectura que leí sobre los milagros de Jesús: «Jesús no cura para despertar la fe, sino que pide fe para que sea posible la curación»[1]. Jesús no hace milagros para que aumente mi fe. Los hace cuando hay algo de fe en mi alma, una pequeña semilla de esperanza, un brote de vida nueva. Necesita un pequeño atisbo de luz en mi alma. Un primer sí débil que me habla de querer seguir luchando. Y entonces crece mi fe. Las dudas serán parte del camino. Pero la fe es el motor que quiero pedirle a Dios cada mañana. La fe en mí mismo. En el camino que Dios me ha regalado. En los talentos que ha sembrado en mi alma. En la luz que ha puesto en mi corazón. En mi pasión por la vida. En mis ganas de luchar después de cada caída. Fe en que después de una derrota puede venir la victoria. Y aunque me vea lejos de lo que sueño no puedo conformarme con una vida mediocre. Esa fe es un don que le pido a Dios cada mañana. Que me deje creer de nuevo en el tesoro que ha sembrado en mí.

Muchas veces pongo en mí toda la confianza. Es como si dudara del poder de Dios en mi vida. Y tal vez por eso, cuando fracaso y no llego, me siento culpable. Pienso que no estoy a la altura esperada al no lograr lo que soñaba. El sentimiento de culpa es sano. Hoy parece que se ha perdido. Nadie se siente responsable de lo que hace. La culpa siempre es de los otros. El P. Kentenich habla de la importancia de tener un sano sentimiento de culpa: «Estoy personalmente convencido de que el mundo de hoy está nervioso, enfermo hasta la médula. ¿Por qué? Porque carecemos de un sano sentimiento de culpa. La educación en el sentimiento de culpa es una de las cuestiones esenciales, incluso diría, casi la única forma actual de sanación»[2]. La falta del sentimiento de culpa me enferma. Tal vez es uno de esos golpes de péndulo. Se ha acentuado tanto en otras épocas la culpa, que ahora no existe, porque creemos que es más sano. Pero no es así. Es verdad que los escrúpulos enfermizos quiebran el alma. Pero ahora predomina lo contrario. Cuesta encontrar pecados. Me encuentro con personas que no se sienten pecadoras. No hacen nada malo. No hieren a nadie. No cometen grandes pecados. Por eso a veces prefieren entrar en disquisiciones para saber cuándo un pecado es mortal o venial. Quieren saber si algo es grave o no lo es. Buscan un baremo objetivo para decidir si pueden o no recibir el Cuerpo de Cristo. Creen que es mejor así. Algo más claro. Una regla general que me diga si puedo o no puedo hacerlo. Alguien desde fuera que juzgue mi alma. Tal vez porque he perdido la sensación de ser realmente culpable de mis actos. Y no logro mirar bien mi corazón. Tal vez sea verdad que algo en mi alma está enfermo. Y esa herida no me permite decidirme de forma consciente y libre en mis actos pecaminosos. Son otros los que me hacen pecar. Son las circunstancias difíciles que me toca vivir. O es la misma Iglesia que me pide un ideal tan imposible que yo no estoy a la altura. Entonces mejor no me confieso y sigo comulgando. No tengo culpa. No me siento culpable. Me parece interesante la reflexión del P. Kentenich. Tengo claro que los escrúpulos enfermizos acaban enfermando mi corazón. Pero me llama la atención que el otro extremo también me enferme. Cuando no encuentro culpa en nada de lo que hago. Cuando no asumo mi responsabilidad. Cuando no tomo en serio mis actos. Cuando no reparo el daño causado. No tomo las riendas de mi vida y dejo que mi pecado me esclavice. Lo que hago mal normalmente enturbia mi alma. Mi ira, mi envidia, mi egoísmo. Hay pecados que me dejan muy herido. Pero a veces los justifico. El pecado o la situación de pecado en mi vida pueden llegar a debilitar ese lazo que me ata a Dios. A veces sin darme cuenta me alejo. Vivo en el barro, apegado tanto a la tierra, que se cortan mis alas. Dejo de aspirar a lo más alto. Dejo de soñar. E identifico la santidad con una vida sin pecado. Personas santas y puras demasiado lejanas. Creo que reconocer mi propia culpa me sana. Mi responsabilidad en mis actos. Normalmente hay pecados que son manifestaciones externas de una ruptura interior, de una herida más honda que llevo dentro. A veces busco la confesión para limpiar esa mancha exterior. Pero no ahondo. No entro dentro de mi alma para ver el origen del pecado. Que se encuentra en mi herida de amor. En esa ausencia de paz en mi alma. Y de esa herida brotan mi rabia, o mi egoísmo, o mi lujuria, o mi envidia, o mis celos. Intentando compensar esa falta de amor, de reconocimiento. Y no toco esa misericordia de Dios. Porque tapo la culpa. Y no me dejo perdonar. No me reconozco necesitado del perdón de Dios. Y les echo a otros la culpa. Estoy así porque otros no me han tratado bien. No me han querido. No me han respetado. No me han cuidado. Y sangro por mi herida. Y me siento inocente de lo que hago. Del dolor que nubla mi mirada. Y mis actos no me parecen graves. Porque también otros los hacen. Veo entonces la Iglesia como un conjunto de normas que marcan los límites de mi vida. Y yo vivo en medio de los límites. Tratando de no excederme en nada. Pero me cuesta experimentar la culpa como un sentimiento sanador. Quiero asumir las consecuencias de mis actos. Tomar en serio la fuente de mi pecado, mi propia herida. Lo que al final me sana es tocar con mis manos la misericordia de Dios que me absuelve, me levanta. Entonces la comunión deja de ser un premio por mi buen comportamiento. Es una medicina para mi alma enferma, que no se sana sólo limpiando un poco la suciedad de algunos pecados. Es algo más hondo. Ese sentimiento de fragilidad, de culpabilidad, bien entendido, sana mi corazón enfermo. Ese abrazo de Dios a mi alma caída. Ese vuelo en el que me sostiene la mano grande de un Padre. Es entonces una culpabilidad bien entendida. Es el arrepentimiento el que siembra en el corazón el deseo de crecer: «Es verdad que la culpabilidad en general puede ser curativa en ocasiones, fructífera y fecunda. Pero entonces se trata de arrepentimiento más que de culpabilidad. El arrepentimiento es el que hace conocernos mejor, objetivamente. Porque es la verdad la que nos salva y nos hace progresar. El arrepentimiento no nos hunde. El arrepentimiento nos hace reconocer que debemos mucho a los demás, porque nos ayudan a sobreponernos, no dándoles importancia cuando realmente somos la causa de nuestros errores y sobrellevándolos con amor»[3]. Esa experiencia del que se sabe salvado porque su pecado ha dañado el corazón por dentro y necesita volver a empezar. Esa gracia de la misericordia me cura por dentro cuando me dejo. Cuando toco mi fragilidad. No cuando no me siento culpable de nada. No cuando me siento con derecho a recibir a Jesús. Digno de su amor infinito. Merecedor de un abrazo por haber superado tantas tentaciones y haber permanecido incólume en la prueba.

Jesús se parte por mí en la cruz. Y se parte por amor toda su vida. Se entrega y se queda presente en el pan y el vino para recordarme que me sigue queriendo. Se entrega por mí para que yo sea capaz de entregar la vida. Para que yo me haga parte de Él. Uno con Él. Siempre pienso que comulgar me hace más semejante a Jesús. Poco a poco me une más a Él. Rompe mis barreras y vence mis miedos que me impiden darme. Ese pan partido es Jesús en mí. Para que yo me parta como Él y me entregue por amor. Quiero crecer en esa entrega generosa. Me dan vida las palabras de S. Ignacio de Antioquia: «Lo que necesita el cristianismo, cuando es odiado por el mundo, no son palabras persuasivas, sino grandeza de alma. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo». Grandeza de alma para dejar que mi trigo sea molido. Grandeza de alma para darme sin guardarme, para amar sin retener, para renunciar sin quejarme, para dar sin amargarme. Quiero aprender a amar así. Pero sé que me cuesta mucho que me partan. Me cuesta que me hieran. Me duele que me persigan y calumnien. Esa forma de romperme en la que soy partido es dolorosa. Yo no lo pretendo y sucede. Jesús camino al calvario es llevado sin oponer resistencia. No se queja, no se rebela, no injuria, no grita. Sólo dice que está haciendo todo nuevo en medio del odio de los hombres. Ese ser partido de Jesús me parece intolerable. El grito de Judas clama en mi alma. Quiero un Jesús con fuerza, con medios. Un Jesús que se defienda e impida el abuso de la cruz. Esa pasividad al ser partido me incomoda. Pienso en mis manos partiendo a Jesús cada eucaristía. Parto el pan como Él lo hizo en la última cena. Pero ahora soy yo el que parte, no el que es partido. Rompo yo su pan, su cuerpo. Lo rompo ante su quietud. No se defiende de mis manos poderosas. Pienso en tantas veces en las que yo hiero, ofendo, rompo a otros. Lo hago llevado por mi ira, por mi rabia, por mi envidia, por mi egoísmo, por mi orgullo. Me parezco entonces a los que querían crucificar a Jesús y pedían la libertad de Barrabás. Me parezco a los que cargaban sobre sus hombros rotos un pesado madero. Yo soy el que parto la vida de los otros. Mis palabras. Mis gritos. Mis gestos. Puedo partir y eso me duele a mí mismo. Mi propio pecado puede romper la inocencia de los que me quieren. Hoy le pido a Jesús que me enseñe a no partir a nadie, a no romper, a no herir. Que me haga manso, pacífico, paciente. No quiero partir a nadie en mis manos. En ese gesto de Jesús roto en la eucaristía pongo a tantas personas a las que yo hiero. Pongo a los que más quiero y están rotos. Pongo a los que tienen el corazón partido en sus vidas. Porque alguien los ha herido y ha cargado sobre sus hombros un madero demasiado pesado. Me duele el alma al ver el dolor de muchos. Las vidas rotas. El sufrimiento injusto. Lloro por el llanto de otros. Me duele también mi propio dolor. Mi vida partida que sangra. Duele ser partido como lo fue Jesús ese viernes santo. Duele ser partido cuando me humillan y me hieren. Rehúyo que me hieran. Y quiero también evitar yo herir y partir a nadie. Parto a Jesús en la eucaristía. Lo veo partido en mis manos. Indefenso. A veces a Jesús lo hiero. Cuando no lo amo. Cuando lo desprecio. Y pienso en tantos que hieren a Jesús con su falta de amor. Jesús partido. En Fátima aprendo esa oración que el ángel le enseñó a los pastorcillos: «Dios mío, yo creo, te adoro, espero y te amo. Y te pido perdón por los que no creen, no te adoran, no esperan y no te aman». Me conmuevo al pensar en tantas vidas partidas por la violencia de otros. Por aquellos que no aman y no saben amar. Me conmueve esa violencia y ese odio que rompe el alma inocente por dentro. La quiebra para siempre. Quiero pedirle a Dios esa paz que sana el corazón. Quiero poder yo pacificar y curar tantas heridas.

Me cuesta entregar la vida por amor a otros. Partirme de forma voluntaria. Por lo general me busco de forma egoísta. Es la tentación de mi alma. No quiero que sea triturado mi trigo. No quiero que sea molido. Pero tal vez es la única forma de que haya pan. El amor verdadero muere por la persona amada. Entrega todo sin límites, sin egoísmos, sin barreras. Se parte, se rompe. Ya no es partido de forma pasiva. El acto es voluntario. Yo me parto, me rompo por otros. No es tan sencillo. Al celebrar esta fiesta del Corpus ese pan partido es colocado en lo alto para que yo lo adore. Para que yo lo mire y piense lo lejos que estoy del ideal que busco. El pan que se parte para alimentar a muchos. Tengo claro que el pan que se guarda se endurece y no alimenta a nadie. Si no soy capaz de dar la vida, mi pan se pondrá duro. Me guardaré mi alma sin heridas, porque no habré sido capaz de amar. Me da miedo perder lo que me hace feliz. Y guardo el pan que recibo de Jesús. Él se hace carne para que yo tenga vida, para que yo me parta por otros. Se hace carne para que lo pueda recibir y ser más osado en mi fe. Más valiente, más decidido, más libre. Quiero que su presencia continúe en mi corazón para siempre. Me como a Jesús y Él deja huella en mí. Me da la vida. Me enseña cómo es el verdadero amor. Quiero que cada misa produzca un cambio en mi alma. Partirme tiene que ver con poner a Jesús en el centro. Lo adoro a Él, lo recibo a Él. Está presente en mí. Mi tendencia es girar en torno a mis deseos y gustos. Ponerlo a Él en el centro me exige cambiar la mirada. Dejo de darme tanta importancia. Quiero dejar que Cristo surja en mí y vaya cambiando mi corazón. Quiero partirme por otros. Estoy convencido, cada vez que comulgo me asemejo algo más a Jesús. Lo tengo claro. Cada comunión coloca a Jesús más en el centro. Comenta el P. Kentenich: «Miren, el hombre de hoy no puede soportar, no puede sobrellevar ser simplemente una criatura, no ser Dios. El hombre no puede soportar ser un ser sexuado que necesita del otro sexo para ser complementado. No puede reconocer sus propias fronteras y limitaciones. El hombre no puede soportar el no valerse por sí mismo, el tener que depender de otros»[4]. Soy frágil. Me cuesta no ser Dios. Experimento cada día la fragilidad. Me cuesta tanto tocar mis límites. Levantarme y volverme a caer. Quisiera ser Dios para no tener que ser partido nunca. Deseo estar en todas partes para llegar a todos. Ser todopoderoso para solucionarlo todo. Vencer siempre en lo que me propongo. Por eso me rebelo contra esa fragilidad que acaricio desde el nacimiento. Quiero ser Dios. Al comulgar no me hago Dios. Me hago más hijo, más frágil, más dócil. Y entonces mi debilidad no se convierte en una barrera sino en un trampolín hacia Dios. Mi debilidad me sana, no me condena. Mi fragilidad me eleva hasta Dios, no me hunde. ¡Qué paradoja! Aprendo a sentirme necesitado de su poder y de su amor. Comulgo para recibir su abrazo de nuevo y poder seguir caminando. Experimento su amor y me vuelvo a levantar. Me da fuerzas para hacer realidad lo que comenta Winston Churchill: «El éxito es la habilidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo». Mi vida, de fracaso en fracaso, pero sin perder nunca la pasión por vivir. Sin dejar de luchar. Decía Samuel Beckett: «Siempre intentaste. Siempre fallaste. No importa. Intenta de nuevo. Falla de nuevo. Falla mejor». No importa fallar. No importa romperme. Lo que vale es volverme a levantar. Partirme de nuevo. Volverme a partir. A menudo me creo que el éxito en la vida consiste en no sufrir. No tener heridas. No padecer crisis. Como si vivir así me hiciera más feliz. Como si esa fuera la meta de mi camino. Y me turba el sufrimiento, el fracaso y la pérdida. No me rindo. No quiero dejar de luchar, de partirme. Vuelvo a intentarlo. Vuelvo a fallar. Fallo mejor. Pero no dejo de caminar por la vida con la mirada alta. Sin desfallecer. No me quiero olvidar del amor de Dios en mi vida. Hoy me habla Moisés de esa fidelidad de Dios: «No te olvides del Señor, tu Dios, que te sacó de Egipto, de la esclavitud, que te hizo recorrer aquel desierto inmenso y terrible, con dragones y alacranes, un sequedal sin una gota de agua, que sacó agua para ti de una roca de pedernal; que te alimentó en el desierto con un maná que no conocían tus padres». No me olvido del amor de Dios en mi vida partida. No me olvido del dolor y el sufrimiento pasados. Son también parte de mi camino. En ellos está Dios que me alimenta a diario, me sostiene, le da paz a mi alma. Dios sana mis heridas, mi alma partida. Me da fuerzas para volver a empezar, para partirme de nuevo. No pierdo la esperanza. Lucho. Lo intento. Tenga éxito o fracase. No importa. La confianza no la pierdo nunca.

Hoy celebro el domingo del amor de Dios que se hace carne y se entrega por mí. Se dona para estar conmigo. Hoy Jesús me dice: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que Yo daré es mi carne para la vida del mundo». Y veo cómo el asombro surge en el corazón de los que escuchan: « ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Parece una locura. Dar a comer su cuerpo humano. Se escandalizan los judíos. No lo entienden. Comer su carne. Ni sus discípulos entenderían estas palabras. Jesús tiene que morir y resucitar para que puedan comprender el significado. No me sorprenden las dudas de los judíos. ¿Cómo se puede comer su carne y su sangre? El corazón se rebela ante lo imposible. Hoy me sigue pareciendo imposible. Que pueda comerlo a Él en ese trozo de pan, en ese poco de vino. Y que su presencia en mí me cambie por dentro. Todavía dudo. ¡Cuánta gente hoy no cree de verdad en la presencia sanadora de Jesús en la eucaristía! Por eso tiene tanto sentido la fiesta de hoy. Pongo a Jesús en el centro. Como su carne. Bebo su sangre. Lo hago en cada eucaristía. Pero hoy lo hago con más conciencia. Creo en su presencia viva entre mis manos. Ese pan que se parte por mí. Ese pan que me alimenta por dentro y cambia mi corazón. Sin que yo apenas me dé cuenta. Actúa en mí. Por eso vuelvo a comulgar. Una y otra vez. Quiero que su carne sea más mi carne. Su sangre mi misma sangre. Su pasión por la vida. Su amor por los necesitados. Su libertad interior ante la presión del mundo. Quiero que mis sentimientos sean sus mismos sentimientos. Es lo que más me cuesta. Pienso como hombre. Siento como hombre. Peco como hombre. Y quisiera sentir como Jesús en lo más profundo de mi ser. ¿Ha cambiado mi vida? Siempre se lo digo a los niños cuando van a recibir la primera comunión. Si frecuentan a Jesús se van a parecer cada vez más a Él. Lo hace Jesús lentamente en su alma. Se asemejarán al que les da la vida. Miro mi vida y pienso que estoy tan lejos de ser Jesús. Tan lejos de sentir lo que Él siente. Quiero inscribirme de nuevo en su corazón herido. En la comunión se me abre una puerta y entro. Quiero estar con Él para siempre. Vivir en Él. Descansar en sus brazos. Yo me hago custodia de Jesús cuando como su cuerpo. Me hago sagrario que lleva su presencia viva. El otro día me decía una persona: «Cuando era más joven descubría con facilidad a Dios en los demás. Ahora eso ha pasado. No logro verlo. Y no es porque ya no esté en ellos. Seguro que está, pero yo no lo veo». Quiero un corazón limpio para ver a Dios. Los que tienen un corazón así logran verlo en los demás. Decía San Agustín: «Es procurar ver a Dios con los ojos de nuestro corazón». A Dios lo puedo ver en este pan partido. Lo puedo ver en la adoración cuando me adentro en el corazón de Jesús. Y lo tengo que ver siempre en las personas que Dios pone en mi camino. Hace poco leía: «La única forma de reconocer con seguridad nuestra relación con Dios es reunir y revisar nuestras relaciones humanas. Lo que existe en estas relaciones, también existe en nuestra relación con Dios»[5]. Jesús en la eucaristía viene a mi corazón para que aprenda a mirar como mira Él. Y aprenda a descubrirlo en los que me rodean. Lo que hay en ese amor humano a los hombres es lo que se da en mi amor a Dios. Jesús vino a quedarse conmigo. Vino a quedarse en el pan partido. Pero vino a quedarse a todas horas en aquellos que me regala para que yo me arraigue cada vez más en su corazón. En los más heridos. En los que han sido partidos. En los que necesitan mi mirada llena de misericordia. Es el único camino. Comulgo. Como su carne y bebo su sangre para amar como Él ama. Eso me conmueve siempre. Ojalá pudiera mirar así la vida. Ver a Dios en todo lo que me sucede. En todas las personas con las que comparto el camino.

Hoy Jesús se parte para unir. «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? El pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos del mismo pan». Se entrega para que todos seamos uno en el amor. Uno en Él. Somos un solo cuerpo en el Cuerpo de Jesús. Una sola alma en su misma Sangre. Formamos parte de su pan. Al beber del mismo vino nos hacemos uno en Dios. La misma carne, la misma sangre. Jn 17, 21: «Para que todos sean uno. Como Tú, oh Padre, estás en mí y Yo en ti, que también ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me enviaste». Sólo haciéndolo así puede crecer en mi corazón el deseo de romperme por otros. Cuando me siento uno en Cristo. Cuando empiezo a sentir con otros como siente Jesús. Esa comunión es la que deseo. Para que otros tengan vida. Para que otros vean cómo nos amamos. Mientras tanto no me canso de comulgar. Quiero formar parte de un solo cuerpo. Esa es la comunión que desea el corazón. Vivir unido a muchos. Estar en comunión con todos. Unidos en un mismo Cristo. Es Él el que me une a todos y le da un mismo sentido a todo lo que hago. Unido en la diversidad. ¡Cuánto valor tiene la comunión! Una fe viva que se hace carne. Un amor que me lleva a vivir en comunión con todos. No se trata de imponer un pensamiento único. A veces se confunde unidad con uniformidad. Y más bien lo que Jesús logra es la unidad en la diversidad. Eso lo hace posible el amor verdadero de Dios en mí. Él me abre a mis hermanos que no piensan como yo. En ocasiones las ideas me separan de las personas. Me aíslo, me protejo de los que no piensan como yo. Creo entonces que sólo con los que piensan como yo es posible la comunión. Pero no es así. Jesús hace posible lo imposible. De Babel, donde el pecado confundió las lenguas y nadie se entendía. Hemos pasado en Pentecostés a una unidad obra del Espíritu Santo. Es la comunión un milagro de unidad. La comunión sucede al comulgar del mismo Jesús partido. Comulgar me une con toda la Iglesia que necesita la comunión como viático para el camino. Es alimento para el débil. Es medicina para el enfermo. La comunión me une a mis hermanos. Más allá de pensar de forma diferente estamos unidos en lo central, en Jesús. Él mantiene una unidad que parece imposible. La comunión hace posible la plenitud de la alianza sellada con Dios. En el santuario sello con María la alianza para estar en comunión con Jesús. María me abre el corazón de Jesús. Al comulgar lo hago unido a María. Ella abre la puerta para que Jesús entre. Quisiera construir la unidad con mis manos, con mi vida, con mi corazón. Me cuesta tanto unir. Es muy fácil separar, dividir, poner distancia entre unos y otros. Me alejo de los que no son como yo. ¡Cuánto me cuesta creer en esa unidad enla diversidad! Me resulta difícil mirar con amor a aquel con el que no coincido. En la misma Iglesia. Habiendo comido el mismo pan. Es un milagro que no siempre sucede. Tengo que pedirlo. Mirarán cómo nos amamos. Si no ven ese amor no querrán estar cerca de Jesús. Hoy muchos cristianos no reflejan el amor de Jesús. Yo tampoco lo muestro cuando caigo en la crítica, en el desprecio, en el juicio. Cuando mis obras no son las de Jesús. Ni mis sentimientos. Cuando en lugar de unir separo, divido, creo distancias. Quiero construir puentes en lugar de muros. Es la única forma de unir en la diversidad. Un milagro de Pentecostés. Un milagro del pan único y partido en cada eucaristía.

Tendré vida eterna y verdadera si como la carne de Jesús y bebo su sangre: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo lo resucitaré en el último día. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y Yo en él. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre». El maná de nuestros padres saciaba el hambre por el día. Hoy hay mucho maná en el mundo en el que vivo. Me prometen una vida verdadera, plena, feliz. Pero luego ese maná pasa. Me sacia sólo por un día. Me gustaría que el Cuerpo de Cristo me saciara para siempre. Yo sueño la plenitud y la vida eterna. La sueño en el presente de mi vida. Quiero una vida eterna que colme todos los anhelos de mi alma. Si como su Cuerpo viviré para siempre. El camino es hacia el cielo. Eso no lo dudo. Como ese pan que me sostiene hasta la vida verdadera. Pero quiero vivir en plenitud ya aquí y ahora. Lo que voy a vivir en el cielo tiene que ver seguro con lo que vivo ahora. Llevo en mi corazón grabado los amores que tengo. Los nombres de aquellos a los que amo. Los tengo muy dentro y con ellos voy al cielo. Los amaré para siempre. Es verdad que en el camino me da miedo no ser fiel a lo que amo. Cambiar de amores. Cambiar de gustos. No ser capaz de dar la vida siempre. Me da miedo mi infidelidad, porque me siento frágil. La palabra eternidad me da mucho respeto. Soy tan finito que pensar que mi corazón pueda amar para siempre me parece casi imposible. Pero no es así. Jesús me ama para siempre y hará posible que yo también ame así. Aquí y ahora. Este es el milagro de la santidad. Amar con el amor de Jesús. Amar a los que pone en mi camino. La eucaristía no me centra en mí mismo. Me saca de mi comodidad. Me lleva a amar a otros. Comenta el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Cuando quienes comulgan se resisten a dejarse impulsar en un compromiso con los pobres y sufrientes, o consienten distintas formas de división, de desprecio y de inequidad, la Eucaristía es recibida indignamente. En cambio, las familias que se alimentan de la Eucaristía con adecuada disposición refuerzan su deseo de fraternidad, su sentido social y su compromiso con los necesitados». Recibo a Jesús para llevar esa semilla de eternidad a muchos corazones. Quiero estar con Jesús para tener su vida eterna en mi alma. Para guardar en mi corazón limitado su amor infinito. Para amar como Dios me ama. Quiero amar para siempre. Quiero ser fiel a su amor. Quiero caminar a su lado. Jesús me da alas y esperanza para amar más. Me gustaría hoy volver a escuchar en mi corazón: «Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti». Hoy al recibirlo en la comunión se lo pido. Que siempre cuide mis pasos. Que me enseñe a amar más.
 

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[2] J. Kentenich, Retiro enero 53, Familia sirviendo la vida
[3] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[4] J. Kentenich, Retiro enero 53, Familia sirviendo la vida
[5] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación
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