Sábado, 20 de abril de 2024

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San Ignacio de Loyola: ese genial santo un tanto machista

por José Alberto Barrera

 

Corría el año 1522 cuando Iñigo de Loyola, peregrino y converso, durante su convalecencia a causa del sitio de Pamplona, dio a parar en Manresa, donde vivió diez meses frecuentando una cueva en la que se acrisolaron sus revolucionarios Ejercicios Espirituales.

Eran tiempos de convulsión para la Iglesia, sacudida por los inicios de la Reforma protestante, y San Ignacio no podía ni imaginar el papel fundamental que la orden que poco después fundaría, la Compañía de Jesús, tendría en la Contrarreforma católica, ni su influencia  en los siglos venideros.

De genio y mentalidad militar, aún siendo corto de letras y poco agraciado para el latín, San Ignacio supo condensar genialmente la experiencia divina vivida en aquella cueva de Manresa, en un escueto libro de apenas trescientos cuarenta  párrafos, que desde entonces ha ayudado a millones de personas a encontrarse con Dios.

Hay muchas cosas que admiro de San Ignacio de Loyola, pues mis primeros pasos en la fe y mis mejores años de formación se los debo a una congregación y a un instituto de espiritualidad ignaciana.

Empezó a caminar en la fe a los 30 años, y no fue hasta los 33 cuando emprendió estudios para ser sacerdote. Fue capaz de rodearse de lo mejor de los estudiantes de la Sorbona, pero entendiendo que lo mejor era el principio y fundamento de todas las cosas, y no los placeres y honores vanos que muchos ambicionaban mediante la carrera eclesiástica. Supo organizar una Compañía de hombres dispuestos a darlo todo por Jesús y hacer de la fe su milicia en la tierra, conquistando para Jesucristo el mundo entero.

A día de hoy hay dos cosas que podemos aprender de lo que Dios hizo por medio del santo de Loyola:

La primera es que Dios utiliza hombres y personas concretos, para misiones específicas, en un momento histórico, para el bien de su Iglesia. El Espíritu siempre sopla, y si en tiempos de la Contrarreforma y Trento, surgieron los Jesuitas, fue para reconstruir su Iglesia porque hacía falta. Algo parecido a lo que ocurrió con San Francisco de Asís en su día.

Para mí la lección es que Dios es siempre nuevo, y provee, y no le duelen prendas en dejar lo antiguo para responder a la necesidad de hoy en su Iglesia. Es un Dios metahistórico, no podemos encuadrarle en una época, en unas maneras o en una forma de hacer las cosas.

En un cierto sentido la Iglesia de hoy en día no necesita de una reforma, ni de una revolución, pero está profundamente necesitada de un cambio si quiere sobrevivir a la postmodernidad en la que hemos entrado de lleno.  El mensaje sigue siendo bueno- es eterno- pero el envoltorio, el lenguaje, las músicas y mucho de lo que lo rodea, se ha vuelto ininteligible para nuestros contemporáneos.

San Ignacio y sus Compañía trajeron un aire fresco, y no pocas controversias, a la Iglesia de su época, pues eran radicales y nuevos en su manera de entender la vida religiosa como contemplativos en la acción en medio del mundo.

La segunda gran lección de San Ignacio es el discernir, discernir, discernir. En los Ejercicios Espirituales, todo se somete a discernimiento, a cuyos efectos San Ignacio escribió unas valiosas reglas en el capítulo decimotercero.

En los Ejercicios se discierne a nivel personal, con la ayuda del director. En la Iglesia tenemos a los pastores que disciernen en la comunidad, y la prometida asistencia del Espíritu Santo.

Pese a esto, reconozcámoslo, no se escucha mucho a los obispos, ni al Magisterio, y tampoco se hace una labor personal de reflexión y discernimiento, por lo que no nos extrañemos si en la Iglesia andamos por la vida medio perdidos. Se trata de escuchar con sobrenaturalidad, eso sí, tampoco sirve para nada el borreguismo, que está igual de equivocado que el guiarse por la antipatía personal- a veces merecida humanamente- hacia tal o cual prelado.

 En ocasiones me planteo si no caemos en aquello que reprochaba Jesús:

Cuando veis que una nube se levanta por occidente, al momento decís: `Va a llover´, y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: `Viene bochorno´, y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, el tiempo presente?” Lc 12, 54-55

Me preocupa la falta de previsión ante la situación que se nos avecina, con una secularización rampante y un abandono masivo de la práctica religiosa.

Me preocupa cómo, a diestro y siniestro, la desconexión práctica de la Iglesia con el tiempo presente se justifica diciendo “a la gente y en especial a los jóvenes no les interesa la religión”. Me limito a sugerir que, a lo mejor, tenemos parte en la falta de interés y el enfriamiento religioso generalizado.

Volviendo al título, se preguntarán por qué he calificado de machista a San Ignacio, el cual dice en una de sus reglas de discernimiento de espíritus :

El enemigo se hace como mujer en ser flaco por fuerza y fuerte de grado. Porque así como es propio de la mujer, cuando riñe con algún varón, perder ánimo, dando huída cuando el hombre le muestra mucho rostro; y por el contrario, si el varón comienza a huir perdiendo ánimo, la ira, venganza y ferocidad de la mujer es muy crecida y tan sin mesura: de la misma manera es propio del enemigo enflaquecerse y perder ánimo, dando huída sus tentaciones, cuando la persona que se ejercita en las cosas espirituales pone mucho rostro contra las tentaciones del enemigo, haciendo lo diametralmente opuesto; y por el contrario, si la persona que se ejercita comienza a tener temor y perder ánimo en sufrir las tentaciones, no hay bestia tan fiera sobre la faz de la tierra como el enemigo de la naturaleza humana, en prosecución de su dañada intención con tan crecida malicia.”

Pues bien, creo que, quitando un par de comentarios que le haría la ministro Aido, San Ignacio tenía más razón que un santo- valga la  redundancia-al ilustrarnos cómo se puede envalentonar un enemigo “flaco de fuerza y fuerte de grado” ante el desánimo y el enflaquecimiento que nos aqueja.

En estos tiempos que corren, si algo nos falta, es el discernimiento más ordinario y simple de saber leer los signos de los tiempos. Podemos empeñarnos en nuestras quiméricas vueltas a tiempos pasados, en nuestras traumáticas revoluciones para cambiar la Iglesia, en la demolición o en la supervaloración del Concilio,  o en aquello que más nos entretenga, pero creo que el discernimiento brilla por su ausencia.

El Espíritu, siempre nuevo, está haciendo cosas; los pastores nos llaman a la evangelización…tiene que haber un camino para salir de la crisis. Tiene que haber un San Ignacio, o dos o cien, en algún lado, en una cueva o una batalla de las de este mundo, que Dios se esté preparando para renovar las cosas una vez más.

Sólo tenemos que estar atentos y discernir; y también disponernos a coger el bastón de peregrino y marchar a pie hasta Jerusalén si es menester. Lo difícil es que, para hacer esto, hay que estar dispuestos a caminar ligeros de equipaje y con los pies descalzos, renunciando a la comodidad de quedarnos en lo conocido y en lo seguro.


Por todo esto me gusta San Ignacio tanto, porque con la vida hecha, supo ser dócil y volver a empezar a sus treinta años, y Dios tuvo a bien utilizarle en su época para cambiar la Iglesia.

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