Jueves, 28 de marzo de 2024

Religión en Libertad

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II Domingo de Pascua

por Al partir el pan

Hechos de los apóstoles 2, 42-47; 1 Pedro 1, 3-9; Juan 20, 19-31

«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos»
«No puedo dudar de su llamada. Me siento indigno de su amor, pero Él me ama. Sabe cómo soy, conoce mi alma. Ve una belleza en mí que no conozco. Me ama con un amor que yo no he sentido»
 
Me gusta detenerme frente a una puesta de sol. Mirar el ancho mar desde la orilla. Recorrer paisajes inalcanzables por largos caminos. Observar desde una montaña una vasta llanura sin ver su final. Me gusta la vida que observan mis ojos. No quiero vivir ciego a la belleza que me rodea. Con el miedo pegado a la piel por la situación tensa que vive el mundo. No peco de superficial al ver lo bello detrás de una noche oscura. La luz al amanecer el día. La vida después de la muerte. Y doy gracias a Dios por ese don que me hace de darme unos ojos hondos para no quedarme sólo en la apariencia. Es verdad que me da miedo pasar por alto las cosas bellas que hay escondidas. Y no agradecer por todo lo que vivo cada día, con la ingenuidad de un niño. Creo que tengo el don de ser niño para descubrir a Dios oculto. Por eso puedo admirarme de las cosas que veo. Sin entrar en un juicio inmediato. Sin atarme a mi prejuicio. Es verdad que puedo perder esa mirada inocente. Eso me da miedo. Creo que tengo un corazón muy humano y no quiero dejar de tocar lo humano. Porque esa forma de mirar me ata a la vida y tal vez me haga temer algo más la muerte. Tengo ese don de echar raíces. Y aunque duele extender el alma más allá de sus límites. Me niego a vivir la vida sin amar hasta el extremo. Me gusta mirar a Jesús que surge de la oscuridad de un sepulcro que queda vacío. Me gusta la luz de la Pascua que lo ilumina todo acabando con la noche. Y es por eso quizás que el mar tiene más olas y el cielo más profundidad azul despejado de nubes. Tal vez mi barca tema adentrarse en las aguas más hondas. El miedo inconsciente a dejar la seguridad que toco en la arena de la playa. La paz de una orilla que me trae recuerdos eternos. Quiero alegrarme al oír la voz de Jesús que me grita: «Alegraos». Mi corazón desea una paz nueva, renovada. Una alegría que no pase. Y toco mis cinco heridas cubiertas de gloria pasada la noche. Todo es posible al llegar el día. Ese misterio de la vida que sorprende a mis ojos. ¿Cómo imaginar la vida después de la muerte? El corazón teme encontrar sólo noche después de un día lleno de luz, al apagarse el rojizo atardecer ante mis ojos. Y cada noche intuyo que pronto surgirá la luz del nuevo día. Un amanecer me espera. En ese volver a empezar que tiene mi naturaleza. Me deshago en dolores una noche. Caigo, tropiezo y pierdo. Y vuelo lleno de esperanza de nuevo por la mañana. Es como si nada tuviera la palabra definitiva. El corazón se calma de pronto mirando el hondo mar ante mis ojos. Escucho la voz de Jesús que me invita a encontrarlo en Galilea. Allí donde me amó primero. Ese lugar sagrado de mi primer encuentro. Cuando me dijo que me quería. Cuando me llamó a seguir sus pasos conociendo tan bien mis debilidades, mis torpezas, mis caídas. Y comprendo que su amor no es un premio por mis talentos. Sino más bien un acto más de una misericordia que no imagino. Una generosidad que supera todo límite. Y por eso me gusta aún más su voz sobre las aguas calmando mis miedos. Y me alegra su presencia al ritmo de mis pisadas corriendo por la vida. Y quiero guardar como un tesoro sus palabras en mi alma. Su sonrisa. Su deseo de que continúe el camino sin temer las distancias. Es esa certeza que tengo de haber mirado sus ojos y haberme visto en ellos reflejado. Una persona rezaba: «Pongo los ojos en ti. No en mí, ni en mis fuerzas. No en lo que dices. Sino en ti. En tus ojos. Mírame Tú. Entre la gente, mírame, Señor. No quiero perderte de vista. Te quiero mucho Jesús. No sé si yo te hubiese seguido si no hubiera tocado tu voz. No lo sé. Ojalá siempre te mire a los ojos, para creer». Deseo volver a sentir su mirada sobre mí. Que me mire. Como me miró otras veces. Que me mire siempre. Cuando caigo. Cuando me mantengo erguido. Tal vez no doy gracias con suficiente fuerza. A veces siento que soy superficial y me quedo en la apariencia de las cosas. Y no navego en lo más profundo de mi alma. Quiero ahondar más en el silencio de mi vida. En el amanecer que veo. En ese atardecer que me inquieta. El alma busca un descanso que sea eterno. Y esa paz lograda que en la vida permanece junto a mi alma inquieta. Deseo transformar mi vida en lo que Jesús desea. Ser como Él. Ser Él. Y me encuentro siempre tan a mitad de camino entre su vida y la mía. Escalando cumbres imposibles. Recorriendo desiertos inciertos. Y creo. Sí, confío en su mano sosteniendo mis pasos. Creo con más fuerza. No puedo dudar de su llamada. Sé que otra vez me llama. Me siento indigno de su amor, pero Él me ama. Sabe cómo soy, conoce mi alma. Él ve una belleza que yo no conozco. Y me ama con un amor que nunca he sentido. Sé que es así. Lo intuyo. Es la certeza que mueve mis pasos. Y mis remos sobre la barca. Donde Él quiera que vaya en medio de la tormenta. Sobre mis olas. No temo.

Sé que la paciencia es esa virtud que necesito para crecer en mi camino. Creer y esperar. Caminar y soñar con la meta que ya intuyo. No quiero dejarme llevar por las dudas y los miedos cuando arrecie la tormenta. Quiero aprender a esperar con paciencia a que el fruto madure. Pero a veces me veo corriendo y exigiéndole al tiempo lo que no me puede dar. Me falta paciencia. Comentaba el Papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia: «Sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día». Acompañar con paciencia el lento crecimiento de las personas. ¡Cuánto me impaciento a veces con los demás! Busco resultados inmediatos. Quiero cambios profundos en las personas. Y no es posible. El alma no cambia de golpe. Crece lentamente. Avanza despacio por el camino que Dios le presenta. La madurez en muchos aspectos de nuestra vida no sucede de la noche a la mañana. Lleva su tiempo, requiere paciencia. Una persona rezaba: «Te pido perdón, Jesús, porque no tengo paciencia con los que me enervan. No quiero que nadie cambie mis planes. Tengo claro lo que quiero y no quiero distracciones. Me molestan las peticiones imprudentes. Esas peticiones que me sacan de lo que yo deseo hacer». Me falta paciencia para aceptar al imprudente, para convivir con el que me organiza la vida y quiere decidir lo que a mí me conviene. Puede ser mi orgullo. O mi falta de tolerancia ante los defectos del prójimo. Soy impaciente. Y quiero que las personas maduren sin dilación. No me quiero enervar con sus defectos. Respeto sus procesos. Acepto el momento en el que se encuentran. También me falta paciencia conmigo mismo. Sufro con mis pecados repetidos, con mi debilidad manifiesta. Sufro porque no avanzo y ser repiten en mí las debilidades de siempre. El otro día leía: «En la paciencia adquiriréis vuestro verdadero rostro. Seréis vosotros mismos. La auténtica personalidad cristiana se da en la paciencia»[1]. En la paciencia me encontraré conmigo mismo. En la paciencia ante Dios. Allí me encontraré con mi verdad. Muchas veces quiero cambiar y no lo consigo. Busco una transformación total que nunca llega. Dejar de pecar, de caer, de errar. Deseo una conversión total del corazón. Y no lo logro. Como si pensara que la meta de mi vida ascética es no cometer ningún pecado. Soy muy impaciente conmigo mismo. Porque no avanzo tanto como quisiera y retrocedo la mayoría de las veces. Creo que he superado alguna debilidad y pronto vuelve Jesús a mostrarme mi herida. Para que sea más humilde. Para que bese mi verdad. Veo que sigo siendo el mismo. Mi herida de amor sigue ahí, anclada en el alma, abriéndome por dentro. Como la herida de Tomás que pensaba que Jesús no lo quería y por eso se había aparecido cuando él no estaba. Yo también cargo con esa misma herida de amor. Y por eso soy impaciente con Él. Porque quiero tocar su amor pero Él permanece escondido ante mis ojos. Y no palpo su mano sosteniendo mi vida. Y no veo su amor acariciando mi herida. Me duele. Y por eso mendigo otros amores que no me llenan por dentro. Ni sanan la hondura de mi herida. Los pastorcitos de Fátima se preguntaban dónde estaba Jesús que no podían verlo. Lo llaman Jesús escondido en la eucaristía. Le rezan a Dios escondido. Está escondido en mi vida, en mis pasos, en mis aguas. Sé que Él tiene paciencia conmigo. Sé que es paciente y misericordioso. Porque muchas veces vuelvo después de haber caído y Él no me recrimina. No me echa en cara mi debilidad, no resalta mi pecado. En su ternura me ve bueno. Me abraza de nuevo como si no hubiera pasado nada. Como si ese abrazo fuera lo único que yo necesitara para ser mejor. Y es así. Es lo único que me hace falta. Ser abrazado con fuerza. Busco ese abrazo de Dios que es paciente y misericordioso conmigo. Pero luego yo no soy paciente con Él. No acepto sus planes, sus caminos. Quiero hacer mi voluntad siempre. Que se haga la luz en mi camino. Estoy acostumbrado a la inmediatez. No quiero perder el tiempo con desvíos. Lo quiero todo ya y ahora y de la forma que yo he pensado. Y los caminos de Dios son más lentos que los míos. Quiero confiar más en sus manos y ser paciente con su amor. Quiero abandonarme en Él. «Llega un punto en el que el camino se bifurca. Y esta encrucijada es tan compleja que define tu vida, porque lo que hay que elegir es cómo vivir, en qué Dios creer, y si uno está dispuesto (de veras) a ponerse en sus manos»[2]. Es la actitud que Dios me pide. En la paciencia buscar el querer de Dios. Con un alma tranquila y paciente. Con un corazón en paz. Quiero creer en ese Dios que viene a buscarme aunque yo piense que se ha olvidado de mí. Vuelve siempre y sólo me pide que aguarde unos días, un momento, años. Toda una vida esperando su venida a mi vida en el mismo lugar donde Él me dejó. Ese Dios escondido. Es el misterio que quiero vivir cada mañana. El del sí que aguarda. El de mi sí paciente. Necesito mirar a Jesús e implorar su Espíritu que calme mis ansias. Aguardo su venida sin exigir nada. Viene de sorpresa, cuando menos lo espero. Sólo sé que tengo que estar ahí. Esperando su abrazo como la primera vez. Esperando su amor que me busca sin reposo porque sabe que yo no me he ido. Esa paciencia es un don que le pido a Dios para la vida. Un don para saber esperar y aguardar sin poner en duda que me quiere con locura. En la paciencia descubro mi verdad. Sin cuestionar su amor. Sin poner en duda su poder.

Jesús llega y entra en la sala donde están los suyos. Les entrega su paz. Hasta tres veces se la da en este evangelio: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros». Los discípulos esperan con miedo. Temen morir como el maestro. No saben si Jesús vive o sigue muerto en el sepulcro. No saben si tienen que regresar o no a Galilea. Dudan. Viven con impaciencia este tiempo de espera. Con las puertas cerradas para que nadie irrumpa en sus vidas. Tienen miedo. Se protegen. Decía la misionera Victoria Braquehais: «La incapacidad de dialogar y el miedo al otro nos ciegan. El miedo al otro nos vuelve muy agresivos, en contraste con la cultura del diálogo». No quieren morir. Tienen miedo al otro. Al diferente. Temen correr la suerte del maestro. Ellos son de Jesús. Tienen su acento. Vienen de Galilea. Llevan en su alma la impronta de Jesús. Temen ser reconocidos. Y se esconden. No quieren entrar en diálogo con nadie. Han cerrado todas las puertas. Han construido muros. Han levantado diques. Muchas veces mi corazón está turbado y con miedo. Se esconde. Evita el diálogo. Vivo a la defensiva porque temo perder tantas cosas en el camino. Me asusta el mundo y lo que pueda suceder. Me asusta el otro, el diferente. Todo en esta vida es muy incierto. Puedo controlar muy pocas cosas. Por eso mi miedo me hace vivir con las puertas cerradas. Temo la muerte. Y veo muy lejos el cielo prometido. Me dicen que Jesús está vivo. Que camina a mi lado. Pero yo vivo con las puertas cerradas por miedo a los hombres. No me abro a la presencia de Dios porque me asustan sus planes. Y Jesús llega hasta mí, como llegó a ellos ese día, estando las puertas cerradas. Llega a su aislamiento. Atraviesa su corazón protegido. Rompe sus miedos. Les da su paz y ellos, asombrados, se llenan de alegría. Lo reconocen. El resucitado lleva las marcas del crucificado. La señal de Jesús para que lo reconozcan son sus heridas. Les enseña las manos y el costado. Les muestra su gran amor. Sus clavos. La lanzada en su corazón. Se llenan de gloria sus cinco heridas. Se llenan de luz sus señales. No desaparece por completo su cicatriz. Porque Jesús es para siempre el Dios herido por amor. Me impresiona mucho esa escena. Jesús les muestra las manos y el costado. Y ellos se llenan de alegría al reconocerlo. Es Él. Su Señor. El mismo de siempre. El que caminó a su lado. El que los llamó en el lago. El que vivió con ellos compartiendo la aventura de la vida. El que les habló al corazón y sanó su dolor y su enfermedad. El que les contó de un amor más grande para el que fueron creados. El que los abrazó con ternura en su soledad. El mismo que murió en la cruz y fue atravesado por los clavos y la lanza, mientras Él perdonaba. Siempre me conmueve este momento de encuentro. ¡Cuánta alegría al ver su rostro y sus heridas! ¡Qué felicidad más grande! No lo esperaban. O tal vez lo soñaban. Era un deseo íntimo, inconfesable por ser demasiado imposible. No caben en su asombro. Lo reconocen y se alegran. Con una alegría que ya no los dejará nunca. Las heridas son la señal. No hace un milagro para que lo reconozcan. Sólo les muestra sus heridas. Ya no son motivo de miedo, de dolor, de fracaso, de desaliento, de desesperación, de culpa. Son motivo de alegría, porque Él ha vencido el dolor. Ha vencido a la muerte. Vive. Para siempre vive. Jesús entra en sus vidas y desaparece el miedo. Tenían miedo antes. Se defendían del mundo. Estaban heridos como Jesús y temían el rechazo. Y Jesús llega a ellos para darles su paz. Para que puedan salir al mundo y no le tengan miedo al otro. Les da fuerza para que sean capaces de romper sus barreras llenas de prejuicios y dialogar amando. Yo también deseo esa paz de Dios en mi vida. Esa paz que sólo viene de Jesús y me abre al mundo.

Todos nos reconocemos por nuestras heridas. Lo que me ha dolido en lo más hondo me ha hecho quien soy. Pero me asustan mis heridas y las tapo. No vaya a ser que no me quieran como soy. Creo que si me muestro perfecto me van a querer más, y ya me han hecho suficiente daño. Me cubro. Pero ese hombre sin heridas no soy yo. En verdad, anhelo que me miren como soy y me amen así. Así es como Dios me mira y me ama. Jesús me muestra su marca. Es Él. Herido porque no supe asumir todo su amor. No llegó a todos, no todos lo comprendieron, no querían escuchar otras formas de hacer las cosas. No curó a todos. No le quisieron los más sabios. Se sintió impotente, solo, rechazado en lo más profundo de su verdad. Algunos lo buscaron por sus milagros, y después lo dejaron. Esas heridas son las que han quedado en Jesús. Junto con la pena de dejar a sus amigos, a su madre, con los que había compartido todo. Dejar de mirar su lago, y caminar por su tierra. Las burlas, la indiferencia. La necesidad que tuvo de sus amigos en la cruz. El llanto de su madre. El deseo de que los suyos estuvieran cerca. La preocupación por dejarlos solos. El dolor físico. Las heridas. Los clavos. Su costado abierto. Tanto amor que dejó en esta tierra. Tantas personas que se quedaron huérfanas al morir Él. Fueron profundas sus heridas. El dolor por la negación de un amigo, por la traición de otro, por los gritos de tantos, por el silencio de muchos. Los clavos. La lanza. Él amó tanto a aquellos hombres. Miró con ojos humanos. Acarició y sostuvo corazones con manos de carne, ahora atravesadas. Caminó al lado de hombres de cualquier condición con sus pies. Rió, amó, deseó, soñó, recordó, tuvo miedo, temió perder a sus seres queridos. Se encarnó para siempre para comprenderme, para llevarme al cielo, para darle sentido a mis preguntas. Y mostrarme desde mi lugar, desde mi vida, un amor incondicional y gratuito para el que fue creado mi corazón. Un amor sin medida como el que Él me mostró en su vida y en su muerte. Y ahora en su resurrección vuelve por mí. No me deja. Se queda conmigo. Me muestra sus heridas para que lo reconozca. Es Él. Solo puede ser Él. No es un fantasma. Es quien vivió y murió por mí. Ahora está vivo, a mi lado. Sabe que sin Él no puedo estar. Sabe que lo necesito, que estoy hecho para la vida y la alegría, para la plenitud. Por eso se pone en medio de mi vida, porque tengo miedo. Me muestra sus heridas. Sus huellas de amor. ¿Ante quién muestro yo mis heridas? ¿Quién soy yo? ¿Cuál es el nombre de mis heridas? Jesús me enseña que mi dolor, mis carencias, mis miedos y mis faltas de amor, son marcas que me hacen ser quien soy. Y ahí es donde Jesús viene a decirme que me ama. Que todo tiene un sentido. Que mi dolor Él ya lo ha cargado, ya lo ha amado. Que no voy solo por el camino. Que Él lo ha recorrido antes. Que murió por mí y que ahora sigue vivo para volver a caminar a mi lado.

Ante Jesús herido experimento yo mi pequeñez. Ante ese Dios que me ama con locura me veo tan pequeño. Comenta el P. Kentenich: «Cuando Dios atrae a una persona hacia sí, le hace ver primero sus límites, su pequeñez, su dependencia y así ella se vuelve a Él de todo corazón. Dios atrae especialmente a los que reconocen su pequeñez»[3]. Dios me atrae en mi pequeñez. Me hace ver que soy pequeño. Y me llama por mi nombre sin dejar fuera mi pobreza. Me quiere en mis heridas, las toma en cuenta. Sabe sus nombres. Me pide que lo siga a Él, con mis miedos, mis debilidades, mis pecados. Con mi nombre propio, no es otro nombre el que escucho. Es mi nombre. Es mi vida original. Tal y como es. No una vida distinta. Él confía en mí. Y me enseña a creer en su amor que todo lo puede. Decía santa Faustina Kowalska: «Un alma humilde no confía en sí misma, sino que pone toda su confianza en Dios». Jesús no busca a otro en mi lugar. Me busca a mí. No pretende una forma distinta de vivir y de amar. Quiere la mía. Llega a mi corazón cerrado y se acerca a lo más íntimo de mi ser. Me da su paz con una ternura infinita. Me levanta del polvo en el que vivo. Me llama por mi nombre. Conoce mi pequeñez y se conmueve. Me ve frágil y desvalido. Me da su paz. Esa paz que calma mis ansias y sofoca mis miedos. Y me regala su Espíritu Santo: «Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». El Espíritu que lleva consigo la gracia del perdón. El Espíritu que es el que da fortaleza en medio de las batallas. Ese Espíritu que todo lo transforma. Es la Pascua el tiempo del Espíritu Santo. Muchas veces no creo tanto en su poder. Me cuesta ver su fuerza invisible y no acabo de comprender que sin Él yo no soy nada. El Espíritu me cambia por dentro. Decía el P. Kentenich: «El Espíritu Santo fortalece nuestra naturaleza y respeta nuestra originalidad. Es un error pensar que Él quebranta o violenta la naturaleza humana. El Espíritu extirpará lo enfermo y desechará lo falso; pero preservará y potenciará lo sano. Dios nos creó y sabe lo que nos hace falta»[4]. El Espíritu, cuando invoco su presencia, cuando me dejo tocar por Él, lo cambia todo. Potenciará lo sano que hay en mí. Sanará lo enfermo. Extirpará lo que me hace daño. Romperá mis barreras y defensas. Quiero ese Espíritu que me haga vivir en mi verdad. Mi yo más auténtico. Mi originalidad que es la que da vida. No quiero ser lo que otros esperan. No quiero vivir una mentira. Quiero vivir en la verdad. No es tan sencillo. Que Jesús me mande su Espíritu en esta Pascua. Cincuenta días de presencia del Espíritu. Pido esa fuerza que toca mi alma y la transforma. No me quita el miedo. Pero me da la fuerza que necesito para vencerlo. En la fuerza del Espíritu rompo las puertas cerradas y entrego la paz de Dios.

Tomás no estuvo ese día en que Jesús llegó a su casa. Nunca sabremos los motivos. Simplemente no se encontraba allí: «Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: - Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Sus hermanos le cuentan lo que ha ocurrido. Le hablan de la alegría que embarga sus corazones. Jesús está vivo. Y ellos llenos de paz y del Espíritu. Y no comprenden del todo lo que está pasando en sus vidas. Antes estaba todo negro. No había esperanza. Ahora la vida se llena de luz en un amanecer inesperado. Le hablan del amor de Jesús y de sus heridas. ¡Cómo no contar lo ocurrido con el corazón radiante y la sonrisa en los labios! Sí, Jesús, que tanto los amaba, había vuelto. Estaba muerto y ahora vivía. Y ellos lo habían visto. Era Él. Tomás no creyó en sus palabras. Más aún, no creyó en el amor de Jesús. En su corazón se preguntaría por qué no había venido cuando él estaba en la casa. Por qué había elegido ese momento de su ausencia. Le dolería el corazón. Jesús no había venido para verlo a él. Y duda, no cree. Muestra su herida. Quiere meter la mano en su costado. Quiere pruebas de su amor. Quiere tocarlo él mismo. Ver sus heridas. Reconocerlo. No cree en sus amigos, en sus hermanos. Siente un dolor muy hondo. Como si se abriera una herida antigua de su alma. La herida de no sentirse amado. Esa herida que todos llevamos grabada en el alma. Esa herida que se abre al nacer en un llanto que nos da vida. Esa herida que me duele tanto. Yo no soy el amado. Yo no soy elegido por su amor. Yo no soy tan querido como otros. La herida del desamor es la que más me duele. La de no haber sido mirado, valorado, tomado en cuenta, amado profundamente y de forma personal. La herida de Tomás sangra. Tiene rabia. ¿Por qué, justo, no estaba yo? Quizás me cuesta reconocer mis sentimientos tan impuros. Quizás Tomás no cree que Jesús lo ama. Y le duele que los demás tengan algo que Él no tiene y que desea con todas sus fuerzas. Casi hubiera preferido que no estuviera vivo Jesús a que no lo amara personalmente a Él. No puede vivir con eso. Hay tanto de dolor ahí. Me veo reflejado. Necesito sentir que soy amado personalmente. Es su herida. Es mi herida de amor. Y a lo largo de la vida esa herida se hace más honda o va sanando. Esa herida es la que me une a Jesús herido. Esa herida se amolda a su mano perfectamente. Igual que yo entro perfectamente en su herida. Una persona rezaba: «Jesús, te entrego mi dolor por mis límites, por mi impureza, porque no sé mirar bien. Perdón por mi orgullo y mi vanidad. Por buscarme a mí mismo. Porque sangran mis heridas al no sentirme amado y valorado. Porque me cuesta que me organicen la vida. Es mi orgullo y me duele que me quieran cambiar mis planes. Y alejarme de todo lo que amo. Y me cuesta querer responder a las expectativas de los demás. Y me duele ser tan pobre y frágil. Tan fácil de herir. Tan poco resistente a las críticas y juicios. Tan vulnerable en mis esclavitudes. Y siento dolor por mi fragilidad que me lacera el alma. Y quisiera ser distinto. Y no puedo. Y Tú vienes a mí y me llamas por mi nombre. Y yo te quiero». Esa oración expresa el clamor del alma. Del corazón que se sabe pequeño y sufre. Yo quiero tocar la herida de Jesús. Quiero que venga por mí, no me importa que venga por los otros. Quiero verlo yo. Muchas veces la voz de Tomás es la mía. Grito que quiero ser amado, reconocido, tomado en cuenta. Grito desde mi propia herida de amor. Esa herida que llevo me hace desconfiado del amor de los hombres. Y me escondo. Y me protejo. Decía Jean Vanier: «La mayor pobreza. Nos sentimos desnudos. No tenemos nada. Necesitamos el amor del otro pero tenemos miedo de él. Porque no nos va a comprender, no nos va a aceptar. Tengo necesidad y miedo de ti. Necesito que estés en comunión conmigo, que me aceptes como soy. Pero temo que cuando descubras quién soy yo, con todo lo que está roto y es pobre en mí, me abandones. La ambivalencia en la que todos vivimos». Esa herida de amor me hace esquivo, me coloca a la defensiva, construye muros para evitar más dolor, más daños. Esa herida de amor me aísla cuando es eso lo contrario de lo que deseo. Quiero ser amado. Quiero que me sanen la herida porque yo solo no puedo sanarla. Quiero que venga alguien de fuera a meter su mano en mi herida para calmar el dolor. Pero grito como Tomás. No creo, dudo, desconfío, ataco, me pongo en guardia. Se despiertan mi ira y mi rencor. No creo en el amor incondicional de Dios, ni en el amor de los hombres que parecen decirme que me quieren. Pero dudo. Tengo miedo de ser rechazado y que la herida de amor vuelva a abrirse.

Y entonces Jesús vuelve a los ocho días. Acaba la octava de Pascua con Tomás. Ocho días de apariciones a los suyos. Jesús se aparece a los que quiere. Llega hasta ellos y calma su sed. Y hoy, a los ocho días de su resurrección, se aparece a Tomás: «A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: - Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: -¡Señor Mío y Dios mío! Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Y Tomás cree. Con esas palabras que hago mías cada día al tomar en mis manos ese pan que es su cuerpo vivo. Y me conmueve acercarme a la herida de Jesús. Esa herida hecha por una lanza. Por unos clavos. Esa herida del desprecio, del olvido, del miedo. Esa herida de la indiferencia, del odio, del desamor. Esas cinco heridas de Jesús que quedan marcadas como la huella de su amor. Porque me amó hasta el extremo. Porque me quiso en medio de su dolor. Y viene hasta mí. Como hoy viene hasta Tomás. Porque no se ha olvidado de él. Dios va a buscarme donde esté, aunque haya fallado, aunque haya caído. Este es el Dios en el que creo. El que se hizo hombre por un amor inmenso. El que murió por un amor sin medida. El que va a buscar a cada hombre allí donde esté con un amor sin condiciones y gratuito. Por eso sé que merece la pena amar sufriendo. Porque el sufrimiento en el amor tiene un sentido muy hondo. Todo aquel que ama sufre. Es un amor crucificado y redimido. No es comprensible un amor sin sufrimiento. Por eso Jesús no vino a eliminar el sufrimiento. En una cultura que no desea sufrir, el ideal es eliminar todo sufrimiento de mi vida. Y cuando ese es el objetivo que persigo, dejo de encontrarle sentido a lo que hago. Porque por más que lo intento, no logro abolir del todo el sufrimiento. Vuelvo a sufrir de nuevo. Lloro y temo. Y me resuenan las palabras de Paul Claudel: «Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino ni siquiera a dar una explicación. Vino a llenarlo de su presencia». Miro esa sala del cenáculo, en la que se encuentran escondidos, llena de la presencia de Jesús. Entiendo que el objetivo de mi camino no es no sufrir. El sufrimiento forma parte de mis pasos. Eso me alegra. No lucho como un loco contra un destino ineludible. Simplemente, como un niño, acepto la vida en su verdad. Y toco con mis manos las heridas de Jesús, mis propias heridas. Les pongo nombre a mis llagas. Son cinco. Tienen mi historia, mi pasado, mi presente, mi futuro. Sé que Jesús me reconoce en ellas. Son distintas a otras. Son las mías. Jesús sabe cómo son, de dónde vienen. Le duelen casi más que a mí, porque no soporta ver sufrir a los suyos. Yo me afano por ocultarlas, por esconderlas detrás de puertas cerradas. Y Él pasa por esa puerta cerrada para tocar mi herida. Al tocarla me reconoce. Me eleva por encima de mi dolor. Y me recuerda cuánto me quiere. Eso fue lo que le dijo a Tomás ese día. Le dijo que lo amaba con locura. Que el primer día vino por diez hombres temerosos. Y hoy había vuelto sólo por él, su hijo herido. Y seguro que se calmó el dolor de las heridas de Tomás. Yo me siento como Tomás. Creo porque he visto. Porque Jesús también ha venido a mí a tocar mis heridas. A dejar que yo toque las suyas. Y me olvido a veces. A lo mejor lo mismo le pasó más tarde a Tomás, y se olvidó de ese día. No lo sé. Yo me olvido y eso que Jesús ha venido a mi tierra solo por mí, para tocar mi herida, para que yo toque su herida. Para que descanse en su amor incondicional que me quiere más que a nada. Su incredulidad se convirtió para Tomás en la experiencia de fe más grande de su vida. Su herida de amor se convirtió en la experiencia de amor personal más fuerte. Jesús vino sólo por él. Jesús hizo caso a su petición absurda y dejó que metiera sus manos en la herida de su costado y de sus manos. Le suplico en mi mentira, en mi incredulidad, que venga a mí, que vuelva por mí y que toque esa herida de amor que escondo. Que me deje tocar sus heridas con respeto sagrado. Y me deje tocar también con cariño las heridas de los hombres.
 

[1] André Louf, Escuela de contemplación, Vivir según el sentir de Cristo, 22
[2] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[3] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[4] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
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