Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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VIII domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

Isaías 49, 14-15; 1 Corintios 4, 1-5; Mateo 6, 24-34

«¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida?»
«Me gustaría vivir sin agobios el presente. Deseo vivir confiado. Quieto en la cubierta de mi barca mirando la fuerza de las olas. Mi vida no la guío yo. Es un milagro vivir la vida así cada día»
 
Hay una tendencia en mi alma a externalizar la culpa. Son los otros los responsables de mis fracasos. Son los otros o la mala suerte los culpables de mi tristeza. Los otros con sus omisiones y sus acciones. O son culpables las circunstancias adversas de mi vida que no me dejan ser feliz y frustran mis proyectos. Es como si Dios no me dejara tener una vida plena y bloqueara mis caminos de esperanza. Dios, o el mundo por Él creado, o la suerte que no me acompaña. Me cuesta reconocer mi propia responsabilidad en todo lo que me sucede. Pienso que yo estoy bien y los demás son los culpables. Pienso que soy yo el que trabaja con esfuerzo. Y por eso acabo pensando que merezco más suerte en mis empresas. Culpo a la mala suerte o a Dios de lo que me sucede. Cuando triunfo es por mis capacidades. Cuando fracaso alguien ajeno a mí tiene la culpa. Señalo un culpable. Condeno a alguien. Esto me pasa cuando hago las cosas bien y no logro el resultado que deseaba. Alguien tiene la culpa de mi desdicha. Al mismo tiempo, en ocasiones hago las cosas mal y luego busco culpables que se hagan cargo de mis desatinos. Me da miedo asumir las consecuencias de mis actos. Deseo lo que no me conviene. Busco lo que no me hace bien. Y nunca tengo la culpa en mis caídas. Deseo que alguien cargue con el peso de lo sucedido. No quiero cargar yo con ese peso toda mi vida. Yo actúo y otros responden. ¡Cuánto cuesta hoy encontrar personas que se hagan responsables de lo que hacen! Los demás son siempre más culpables que yo. Me dejé llevar. Me tentaron. Todos lo hacían. No sé por qué me encuentro yo más inocente que los otros. Tal vez es así porque no tengo fuerzas suficientes para llevar todo el peso de la culpa. Es demasiado pesada para mi alma. Quiero ser como Dios. Tener su fuerza. Y por eso busco justificar mis actos. Para liberarme del peso de mi pecado. Tal vez dejo de creer en la infinita misericordia de Dios y temo su castigo. No me creo digno, ni merecedor de un amor infinito que me abraza cada día y perdona cada uno de mis errores. Mi culpa por lo que hago mal pesa demasiado. Decía el P. Kentenich: «Muchos hombres no pueden soportar su sentimiento de culpa y por eso lo niegan. Y cuanto más lo nieguen, tanto más enferman psíquicamente. Mañana o pasado mañana también colapsarán corporalmente»[1]. La culpa por la vida que llevo. La culpa por lo que no consigo hacer bien. Me siento débil y escondo la culpa. Sé que asumir la propia responsabilidad es sanador. Pero hoy la palabra culpa está estigmatizada. Es como si hiciera daño sujetarla entre las manos. Utilizo mejor la palabra responsabilidad. La culpa pesa demasiado. Tal vez porque durante mucho tiempo me han hablado en exceso de culpa. Y nadie parecía quedar liberado de la misma. De ese extremo se ha pasado al otro. Nadie quiere hoy ser culpable de nada. Alguien tiene la culpa, no yo. Yo quedo liberado. La culpa duele. No quiero tener escrúpulos y vivir contando el número de mis faltas. Prefiero irme al otro extremo. Al de la inocencia permanente. En la que nunca asumo mi culpa. Es como un estado de paraíso en el que todo lo hago bien. Y espero que todos aprueben mis conductas. Y si alguien resulta herido no es por mi culpa. Es culpa del mundo, de Dios, de la vida. Pero yo eludo esa carga insoportable. Ese eludir la propia culpa continuamente me acaba haciendo daño. Soy responsable de mis errores, de mis caídas, de mis pecados. Da miedo utilizar la palabra pecado. Pero también peco. Y muchas veces no por ignorancia. Más bien sabiendo lo que hago. No amo. Incluso odio. Y quiero sentir el peso de la culpa. No para vivir esclavo del mismo. No para amargarme. Sino para ser sincero en la mirada sobre mi vida. Sí. Tengo culpa, soy pecador. Acepto la verdad de mi vida. Y sé que esa culpa ya la carga Jesús en la cruz. Sé que Él ya ha muerto por mi pecado. Antes de yo cometerlo. Ha muerto por mi pecado de ahora. Por el que pronto cometeré. Por el que me pesa en el pasado. Asumir mi culpa es sanador. La tomo entre mis manos y esa sensación de debilidad me libera. No soy de hierro. No soy perfecto. Soy de barro. Sólo anhelo amar desde la pobreza de mi flaqueza, desde la herida de mi propia culpa. No la niego. La tomo en mis manos como un niño y se la entrego a Dios. Él sabe cómo cuidar mi alma herida y enferma. Carga conmigo. Me lleva sobre sus hombros.

Muchas veces surge esta pregunta en mi alma: ¿Qué espera Dios de mí cada mañana? Vivo con el peso de esa pregunta. Me pregunto continuamente si lo que hago está bien o está mal. Dudo con frecuencia si lo que estoy viviendo es lo que Dios quiere o lo que yo deseo. Miro a Dios que a su vez me mira cuando actúo. Y siento que no logro ser fiel a sus planes. Percibo que no estoy a la altura de lo esperado por los hombres. No siempre veo en sus ojos misericordia. A veces, culpa de mis prejuicios, veo reprobación cuando caigo y no soy fiel. Sé que Dios me mira. Me gustaría ser capaz de desentrañar siempre su mirada. Comprender que me mira con un corazón de Padre y se conmueve al ver mi pequeñez. Pero no es tan fácil ver su sonrisa cada vez que hago algo mal. Siento la culpa. Incluso a veces dudo si lo bueno que tengo en la vida, lo que disfruto, es lo que Dios quiere: «En mi caso, sin embargo, el gran obstáculo que me impedía disfrutar plenamente del placer era el profundo sentido de culpa que tenía por mi educación puritana. ¿Realmente me merezco este placer?»[2]. Puedo llegar a ver el placer, o el descanso, como un lujo innecesario en mi vida. Como algo indebido que no merezco. Miro con culpa lo bueno y me creo que no soy digno. Como si Dios no quisiera mi alegría momentánea. Y viene entonces la culpa a mi alma simplemente por no hacer algo más, por no producir algo para los demás perdiendo mi tiempo en placeres. Y surge de nuevo la pregunta: ¿Qué espera Dios de mí? ¿Está contento con mi vida? Me gustaría mirar cada día el rostro de Jesús con una paz profunda. Sabiendo que Dios me quiere como soy. Me mira con alegría. Y se apasiona por mi forma de vivir la vida. Me gustaría creerme que me quiere donde estoy. ¡Cuánto me cuesta creerme esa afirmación! Siempre creo que espera algo más grande. Algo más bello. Resultados más impresionantes. Una vida que merezca la pena. ¿Qué espera de mí de verdad? Tantas veces no lo sé. O no tengo respuestas válidas. Miro su rostro y dudo. Y no quiero asumir la responsabilidad de lo que hago. Me da miedo su mirada. O no me creo que su mirada sea de alegría. Veo el juicio, la condena. No veo a ese padre que sonríe siempre a su hijo, haga lo que haga. El otro día leía: «Cualquier momento de la vida de los hombres es precioso a los ojos de Dios y ninguno se debe malgastar por culpa de las dudas o el desaliento. La obra del reino, la obra de trabajar y sufrir con Cristo, no suele ser más espectacular que la rutina de la vida diaria»[3]. Dios se abaja hasta el lugar de mi rutina. Allí donde lucho por ser fiel en los pequeños detalles de la vida. Fallando al amor muchas veces. No logrando una vida plena. No haciendo feliz a los que más amo. Ignorando la necesidad del que está más cerca. No llegando a la meta. No logrando el resultado feliz en mis acciones. La culpa me pesa. No logro hacerlo todo bien, tal como creo que Dios espera de mí. ¿Qué espera de mí en realidad? ¿Cómo es ese rostro de Dios que me mira cada día? Quiero tener una imagen de Dios verdadera. Creer en un Dios que es misericordia. No puedo imaginarme a un Dios inflexible que mira con dureza los planes de mi vida y se escandaliza con mi desidia. No creo en un Dios al que le duelen tanto mis fallos. No me imagino a ese Dios sentado a la puerta de mi alma esperando algo más de mí. No veo a Jesús pasando así por las calles de mi vida. Cuestionando cada uno de mis gestos. Reprendiendo mis palabras poco oportunas. Reprobando mis acciones. Lamentando mis vacíos, mis omisiones. No me imagino a ese Jesús inconformista que nunca mira mi vida con alegría y se queja siempre de mis obras. Un Dios que siempre espera algo más. Cada día algo más. Es verdad que yo no quiero conformarme con mi vida como es hoy. Quiero siempre algo más. Una nueva etapa. Una nueva cima. Y tampoco quiero caer en esa culpa enfermiza que me hace mirar mi vida con tristeza, al sentirme incapaz de hacerlo mejor. No quiero culpar a nadie de mis miedos. Ni buscar justificaciones en mis fracasos. Quiero pensar en ese Jesús que camina a mi lado cada mañana. Sostiene mi sí frágil. Me enseña a reírme de mis miedos. Me hace asumir mi responsabilidad como parte del equipaje. Y no deja que la culpa me abrume. Creo en ese Jesús que me anima a amar más, pero no quejándose por mi mediocridad. Sino animándome con una sonrisa llena de esperanza. Sabe cómo es el barro de mi alma. Conoce mis debilidades y heridas. Se asombra ante la belleza de mi alma que sólo Él conoce de verdad. Creo en ese Jesús que se sube a mi barca en medio de mis tormentas. Pero no para marcar rumbos imposibles que nunca podré cumplir. Sino para sostener conmigo los remos y animarme a echar las redes en medio de las olas. Por donde Él me diga, sí. Creo en ese Dios que lo espera todo de mí y me lo da todo para que no tema. Y se alegra con todo lo que puedo entregarle. Aunque sea tan poco. Aunque mis manos estén vacías. Él conoce el deseo hondo de mi corazón y no me deja solo nunca. Creo en ese Jesús que siempre va conmigo.

¿A qué amo estoy sirviendo? «Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero». Dios o el dinero. Dios o el poder. Dios o la fama. Dios o los éxitos. ¿A quién sirvo? No es una respuesta sencilla. No vivo escondido del mundo. No vivo olvidado de los hombres. Solo ante Dios. En sus manos. Muchas veces me turba el mundo y todo lo que me ofrece. Quiero pensar sólo en Dios. Vivir sólo en su presencia. Pero no lo logro. El mundo me seduce con sus cantos, con sus atractivos. Ese mundo creado por Dios. Ese mundo bello, lleno de su presencia. Jesús me pide hoy que le sirva sólo a Él. Que viva para Él allí donde estoy. Que me entregue por sus intereses, en esa misión que me confía. Pero no sé si lo logro. Una persona rezaba: «Codicia y poder. Ansia de renombre y veneración. Regalar, servir, venerar. La entrega, el servicio y la alabanza. No mi reino, sino que tu reino se manifieste. Hágase tu voluntad y no la mía. No mi nombre sino tu nombre sea santificado. Renuncio a mi honor. Tuyo es el reino, y el poder, y la gloria». Así quiero vivir. No mi reino, sino su reino. Ese reino de Dios que comienza cuando comienzo a servir. Cuando me descentro y comienzo a amar al otro. A servir a Dios en el otro. A dar la vida por Dios en el amor al hombre. Sólo tengo un corazón. Y no puedo dividirlo en parcelas estancas. Si no me amo a mí mismo no puedo amar al prójimo. Si no amo de verdad al hombre no puedo amar a Dios. ¿A quién sirvo de verdad? Muchas veces me descubro buscándome en todo lo que hago. Dejo de pensar en los demás y pienso sólo en mí. Dejo de buscar el amor desinteresado y sólo surge del corazón un amor interesado. Mi amor egoísta y esclavo. Quiero servir. Me arrodillo suplicando a Dios que me dé más oportunidades para servir. Pero luego me veo sirviendo a mis intereses. A mis deseos. Incluso cuando hago un bien a los demás, creo percibir el ansia de ser reconocido. Y cuando rezo mi oración en lo más hondo de mi alma, es como si intuyera una búsqueda egoísta de mi paz interior. Estar en paz conmigo mismo y con los hombres. ¿Cómo distingo cuándo estoy sirviendo a otros señores al servir a Dios? No es tan sencillo. Tengo que detenerme cada noche a observar mi corazón, la pureza de mis sentimientos. Mi vida a la luz de Dios. Hoy lo escucho: «Que la gente sólo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. No juzguéis antes de tiempo: dejad que venga el Señor. Él iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno recibirá la alabanza de Dios». No me juzgo en mis intenciones últimas, en mis inclinaciones. Todo se confunde. No hay intenciones totalmente puras. Tal vez en el cielo. Aquí dejo que Dios me mire. Mire mi verdad más escondida en los pliegues de mi corazón. Quiero ser sólo un servidor fiel. Un hombre al servicio de los hombres. Al servicio de Dios. Es tan fácil confundirme y servir a otros. Servir al poder, a la fama, al prestigio. Servir a mi ego que necesita amor y reconocimiento continuo. Tal vez me haga falta más profundidad y no vivir en la periferia de mi vida: «El Espíritu Santo es el alma del Cuerpo místico de Cristo. Si descuidamos esa alma, si no nos abrimos y entregamos sin reservas a ella, nos quedaremos en la superficie de la vida espiritual, arañando y rozando sólo lo periférico»[4]. Necesito entregarme de nuevo cada día a Dios, al Espíritu Santo. Poner mi vida en sus manos y dejarme hacer. Sólo así ese amo, Jesús, será el centro de mi vida. Sólo entonces todo en mi corazón girará en torno a Él. Quiero servir con un corazón humilde. El que sirve reina. El que sirve de verdad y no se sirve de su servicio. Es difícil servir sin ponerme en el centro. Muchas veces caigo en esa tentación tan de hombre. Sirvo pero me estoy sirviendo. Es útil mi servicio. Me coloca en una situación de poder, de vanidad, de vanagloria. Me busco cuando sirvo. Me alegra cuando reconocen mi entrega. Cuando me agradecen por mi generosidad. Pero no estoy siendo generoso. Estoy buscando mi propio bien. Estoy deseando un lugar especial en el que todos me vean. No es un servicio oculto a los ojos de los hombres. Y cuando no lo ven. Cuando los otros no reconocen mi valían. Grito y me desespero. Quiero brillar. Que me valoren. Y entonces recuerdo la frase que me dijo una persona: «Tienes que dar luz, no lucirte». Tal vez me interesa menos dar luz que lucirme, que brillar, que ser reconocido por mi valía. Jesús sólo vino a dar luz. No vino a lucirse. Y murió en la oscuridad de la cruz. Abandonado. Pero encendiendo una luz eterna. Los suyos dejaron de servirle. Porque el que está en la cruz se suele quedar solo. El que ha sufrido el desprecio y el olvido pierde hasta a sus amigos. El que sirve de verdad a Dios deja de brillar ante los hombres. Es luz ante Dios. Brilla para Dios. Aunque los hombres no vean en la noche esa luz que ilumina. Quiero ser un servidor fiel. Servir en lo pequeño a Dios sin buscar ser reconocido y valorado. Quiero servir y no servirme de mi autoridad, de mi posición, de mi tarea. Servir con desinterés la vida ajena. Poner mi vida al servicio de los que menos tienen. De aquellos que pueden darme menos. De aquellos que no me pueden devolver lo que yo entrego. Ese servicio es grande. Es el de Jesús en su vida, en su cruz.

Jesús, desde el monte, me invita a mirar el campo, el cielo: «Mirad a los pájaros: ni siembran, ni siegan, ni almacenan y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. Fijaos cómo crecen los lirios del campo: ni trabajan ni hilan. Y os digo que ni Salomón, en todo su fasto, estaba vestido como uno de ellos. ¿No valéis vosotros más que ellos?». A veces voy tan rápido por la vida que no me detengo a contemplar la belleza. No veo a Dios escondido en cosas pequeñas del día. Jesús mira hoy a los hombres heridos. Mira también el cielo, el lago, el campo. Y me invita a mirar, a soñar, a fijarme en la vida. Me pide que levante los ojos, que me pare un momento en mis agobios y mire alrededor. Me gusta pararme a contemplar un paisaje bonito. Me gusta estar allí sin nada más que hacer. Como Dios que está junto a mí, sin hacer nada más. Queriéndome. Viviendo mi presente. Sintiéndome vivo. Lleno los ojos de paz. Necesito detenerme y fijar la mirada. Estar aquí sencillamente. Una de las pruebas del amor verdadero consiste en responder a esta pregunta: ¿Con quién soy capaz de estar en silencio contemplando la vida sin hacer nada especial? Me gusta mirar el mar, un atardecer, un bosque desde la montaña. Me gusta estar sencillamente en un lugar. Orar tiene mucho que ver con estar con Dios, y Él conmigo. Me gustaría saber mirar y detenerme. Me gusta mucho cómo Jesús les anima a esos hombres sedientos de salvación a mirar la belleza, a mirar el ancho cielo. Jesús ve al Padre en toda la belleza del mundo. Mira cómo viste a los lirios, cómo alimenta a los pájaros. Dios me da a mí también su vida. Por lo que soy, como los lirios, como lo pájaros. No por lo que hago, no según lo haga. Para Él soy lo más amado, su predilecto, y su ternura se derrama sobre mí porque soy su hijo. Él me ha creado y me ama. Y yo deseo estar con Él, sencillamente. ¿Cuál es mi lugar favorito para contemplar? ¿Qué momentos en mi vida he sentido al mirar algo que Dios estaba detrás, creando, cuidando, sosteniendo? Jesús tendría sus lugares predilectos en las montañas, en el lago, en los caminos. Estando en Tierra Santa descubrí una cueva muy cerca del lago. Dicen que posiblemente Jesús se retiraba a orar a ese lugar. Allí contemplaba. Soñaba. Me detuve yo también allí. A mirar lo que Él veía. Jesús se fijaría en las cosas pequeñas y vería a Dios detrás de todo. Me gustaría saber mirar así, saber contemplar, detenerme y disfrutar de la paz. Saber ver a Dios escondido en tantos detalles del día, en la belleza de las cosas, en las personas que amo. No quiero perder la antena del alma. Le pido a Jesús que me regale su don para saber mirar y vivir el momento. Saber detener mis pasos. Callarme y mirar. Contemplar la vida agradecido.

Tengo claro que nadie se agobia por gusto. Nadie sufre ante el futuro por comodidad. Cuando uno sufre lo hace por algún motivo verdadero. Porque vive la angustia de cruces concretas, dolorosas, difíciles. No basta con decirle entonces al que se agobia: «No te agobies». Son palabras vacías que no logran acabar con el agobio. Yo no me angustio ante el futuro simplemente por culpa de mi inmadurez. Más bien la inseguridad que sufro me altera y pierdo la paz. Experimento la fragilidad de mi fe. Dejo de ver a Dios presente en mi vida. Dejo de creer y me veo solo. Ya no creo en su poder. Jesús me invita a vivir sin agobios y sus palabras tienen fuerza. Casi me contagian: «No estéis agobiados por la vida, pensando qué vais a comer o beber, ni por el cuerpo, pensando con qué os vais a vestir. ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo que el vestido? ¿Quién de vosotros, a fuerza de agobiarse, podrá añadir una hora al tiempo de su vida? No andéis agobiados, pensando qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los gentiles se afanan por esas cosas». Le escucho y sus palabras me parecen imposibles. Me siento tan lejos. Creo en Jesús. Creo en el poder de su promesa. Cada día de mi vida tiene su afán. Lo sé. Pero yo vivo volcado en el futuro. Angustiado por lo que viene. Viviendo el presente sin ver una luz al final del túnel. Me ha tocado bendecir muchos matrimonios en los que los novios han escogido este evangelio. Siempre me ha gustado de forma especial, lo reconozco. Y siempre he encontrado tan difícil vivirlo con radicalidad. Vivirlo de verdad. La santa indiferencia me parece una cima que no logro alcanzar. La verdadera santidad. Sueño con esa paz feliz frente a todo lo que tengo ante mis ojos, entre mis manos. Vivir sin agobios el dolor. Vivir la cruz con paz en el alma. ¿Por qué me agobio tanto por lo que no puedo controlar? No lo sé. Pero experimento tantas veces mi debilidad, mi flaqueza, mi falta de fe. Me falta esa confianza en un Dios que todo lo puede cuando yo no puedo lograrlo. A veces vivo mirando al pasado, quejándome o añorando. Otras miro el futuro, deseando con expectativas que algo cambie, o con incertidumbre, o con miedo. ¿Por qué tengo miedo? ¿Qué temo perder? Dios va a mi lado, lleva el timón, me cuida, ha prometido no abandonarme nunca. Hoy y no mañana es el momento de vivir. Quiero vivir hoy. Jesús me llama hoy. Me acompaña hoy. Me da fuerzas hoy. Aun así, sufro y me agobio. Quizás mi yo es demasiado grande. Mi yo y mis deseos, mis planes, mis proyectos. Demasiado grande y pesado todo lo que anhelo. He construido mi vida sobre mí mismo. Y por eso me agobia perder. Dejar de controlar la vida. Quiero creer en un Dios que me da paz y me quita los miedos. Y me dice que la única forma de vivir es en presente, hoy, ahora y vivir confiando. No sé llevar a la práctica lo que creo. El otro día leía: «Me sentía culpable porque comprendía que, aunque había pedido la ayuda de Dios, en realidad confiaba en mi propia capacidad para evitar el mal y afrontar cualquier desafío. Llevaba años dedicando mucho tiempo a la oración, había logrado valorar y agradecer a Dios su providencia y su protección sobre mí y sobre todos los hombres, pero nunca me había abandonado de verdad. En cierto modo, siempre había agradecido a Dios no ser como el resto, que me hubiera dotado de un físico sano, de unos nervios templados y una voluntad fuerte: con esas gracias físicas concedidas por Dios, continuaría haciendo su voluntad en todo momento y dando lo mejor de mí mismo»[5]. Tal vez yo mismo vivo así mi entrega a Dios. Una y otra vez le digo que sí. Que tomo la cruz en mis manos. Que acepto lo que venga a mi vida sin miedo, con una confianza plena. Pero una y otra vez me descubro sujetando los hilos de la vida, las cuerdas que aseguran el timón de mi barca. Para que no vaya donde yo no quiero ir. Decía el P. Kentenich: «Mi preocupación más grande debe ser vivir cada segundo infinitamente despreocupado. Esto no es una frivolidad. ¿Por qué? Porque reafirma la fe de que es el Padre quien empuña el timón de mi vida. En el rugido de las tempestades y el fragor de los truenos yo pienso tranquilo como el hijo del barquero: - Mi padre es timonel de la nave: ¡yo nada temo! Imagínense la escena: en alta mar y en medio de la tormenta, hay una nave vapuleada por las olas. El niño está en cubierta y mira tranquilo las olas encrespadas, admirado por su violencia. Así son los niños: mientras sepan que el padre está en el timón y gobierna la nave, todo estará bien»[6]. Es la confianza del niño en el poder de su padre. Vive despreocupado. No teme, no duda. Dios conduce mi barca. Aquí y ahora. Dios es mi padre, el timonel. No tengo nada que temer si tengo más fe. En medio de las tormentas de mi vida está Él. Esa fe a veces me falta. La fe de los niños confiados. Me gustaría tener esa confianza en el futuro. Me gustaría vivir sin agobios el presente, como tantos novios que el día de su boda se encomiendan a la fuerza de este evangelio. El deseo de vivir confiado. Quieto en la cubierta de mi barca mirando la fuerza de las olas. Y sabiendo que la nave de mi vida no la guío yo. Es un milagro vivir la vida así. Un milagro que me gustaría vivir cada día. No lo consigo.

Siento en ocasiones que Dios me abandona. Y entonces me asusta el futuro. Encuentran eco en mí las palabras del profeta: «Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado. ¿Es que puede una madre olvidarse, de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré». Siento que Dios se olvida de mí. Lo siento así a veces, aunque la cabeza me diga otra cosa. Me dice mi fe que Dios es esa madre que nunca olvida a su hijo. Pero luego en mi cansancio, en mis fracasos, en mi desidia, tengo miedo. Dudo cuando no soy el que quiero ser y no llego a la meta. En esos momentos es como si Dios se bajara de mi barca y me dejara solo en medio de mis miedos. Como si la cruz presente pesara demasiado en mis manos y no fuera capaz de cargar con ella. Y entonces me desconcierta esa ausencia aparente de Dios. Digo aparente, porque sé que está ahí, oculto en los silencios y en las sombras. Aunque no lo vea ni lo sienta. Está en medio de mi día. Oculto, visible. Está viviendo el momento que me toca vivir. Pero eso no quita que me cueste no sentir su mano, no tocar su cuerpo, no escuchar su voz. En esos momentos sé que no se olvida de mí, aunque no perciba su presencia. Me gusta percibir mi vida en presente. En el momento en el que estoy. Mirarme con todas mis capacidades conscientes. Allí donde estoy. Tengo la tentación de proyectarme en un futuro que aún no es presente. Vivo anclado en un pasado que ya no tiene remedio. No puedo cambiar el pasado. No puedo condicionar el futuro. Pero me agobio e inquieto. Me afano por muchas cosas como me dice hoy Jesús: «Ya sabe vuestro Padre del cielo que tenéis necesidad de todo eso. Sobre todo buscad el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos». Normalmente me inquieta el futuro. ¿Por qué me agobio tanto por el futuro? Me da miedo todo lo malo que me puede ocurrir. Todas las desgracias posibles. ¡Cuánto he sufrido en mi vida por cosas que nunca llegaron a suceder! Respecto al futuro y mis miedos pueden suceder dos cosas: que se cumplan o que no se cumplan. Si no se cumplen, he perdido el tiempo, ¿para qué me agobié tanto? Y si se cumplen, ¿para qué sufrí por anticipado? Debería pensar siempre: ya me preocuparé cuando llegue el momento. Ya me dará fuerzas Dios si sucede. Dios actúa en la realidad, no en mi fantasía respecto al futuro. Él viene cada día para mí. Sólo me pide que confíe. ¡Qué difícil me resulta creer que va a estar todos los días a mi lado! En la alegría y en la cruz. La manera de vivir de Jesús fue atado al presente. Vivió con el corazón abierto a cada cosa que le regalaba el Padre. Sin tantos planes. Recuerdo sus palabras a Zaqueo: «Hoy ha llegado la salvación a tu casa». O al buen ladrón: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Ahora. Hoy. Este momento que estoy viviendo es el momento de mi vida. En ese hoy Jesús me lo regala todo. Me gustaría ser más libre. Mirar cara a cara el mañana, viviendo con intensidad el presente. Una persona comentaba su experiencia de contemplación: «Primero me adentré en mi cansancio. Me podía quedar con él. Me dije: ahora puedes estar cansada. Me embargó la alegría de poder sentirme cansada, de no estar obligada a vencer el cansancio. Puedo sentirme cansada y estar cansada. No tengo que hacer nada, no tengo que lograr nada, no tengo que cambiar nada, ni dar cuenta de nada, ni demostrar nada. Puedo ser como soy ahora. Una y otra vez volvía a esta percepción y me quedaba en ella. Mi interior se aquietó y me vino la impresión: yo estoy aquí. Esta sensación es muy simple y lo llenó todo»[7]. Me hace bien detenerme en mi vida. Observar mi cansancio, mi abandono, mi tristeza, mi alegría. Ser consciente de lo que siento y sufro. Detenerme no una sola vez. Muchas veces. Percibir el presente corriendo por mis venas. Contemplar mis sensaciones más hondas. Mis sentimientos más verdaderos. Mirar mi cuerpo. Mi vida ahora. Y creer en todo lo que Dios puede hacer con mi vida ahora. Si se la entrego. Lo hago. Me miro en presente. Aquí y ahora. Ya no temo. Surge el miedo sólo cuando me proyecto en un futuro que desconozco. Mientras viva el presente ahora guardo la calma. Nada me inquieta. Estoy solo ante Dios. En medio de mi día. No hay nada que temer. No estoy solo, aunque a veces pueda tener sensación de abandono. Dios está conmigo. Me cuida, me sostiene. Eso me da paz. Pongo en sus manos mis miedos. Los que conozco. Los que no percibo. Los miedos inconfesables. El miedo a perder, a no llegar, a no conseguir. El miedo al fracaso y a la vida. El miedo a no poder añadir un solo día a mi vida. El miedo a no tener con qué vestirme, qué comer, cómo vivir. Ese miedo tan humano. Dios no me abandona. Me sostiene en medio de mi día. En mi presente lleno de posibilidades. Es lo que más me gusta del presente. Sólo ahí puedo influir con mis decisiones. Puedo decidir cómo vivo el aquí y el ahora. Está en mi mano. Es lo único que controlo. Mi sí ahora. Dejo de lado los agobios y tomo en mis brazos el afán de cada día. ¿Qué tengo ahora entre manos? ¿Qué estoy amando ahora? ¿Qué me alegra el alma ahora? Miro en lo hondo de mi alma. En lo más profundo de mi pozo. Veo el reflejo de Dios sosteniéndome en mi presente. Me gusta enfrentar así la vida. Ya no temo ninguna cruz. Porque ya me he inscrito en el corazón de Jesús. Allí he dejado mis miedos, mi nombre, mi camino. Allí he puesto mis agobios y Dios se los ha quedado. Tengo más paz para mirar mi vida. Es sanador vivir el presente. Me ayuda a vivir sin agobios. Tengo miedo, lo siento, lo reconozco. Pero me deshago de ese miedo poniéndolo en el corazón de Jesús. En su herida abierta. Me inscribo allí donde Jesús abrió una grieta en la roca. Me adentro en Él para ser capaz de vivir mi vida desde sus sentimientos. Abandonándome en sus manos de Padre. Colgado a su cuello como la oveja al cuello del pastor. Sostenido en su fuerza que saca lo mejor de mí y calma mi alma inquieta. Así descanso.
 
 

[1] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[2] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.
[4] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[5] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.
[6] J. Kentenich, Niños ante Dios.
[7] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 36
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