Viernes, 29 de marzo de 2024

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San Pedro Poveda: el mártir (1)

por Victor in vínculis


Capítulo XXI de Vida de D. Pedro Poveda Castroverde por el P. Silverio de Santa Teresa, cd (Madrid 1942), págs. 169178:

Rara vez se habrá hablado en un pueblo con tanta frecuencia del martirio como en el español al proclamarse la famosa República de Trabajadores. Aquello no era República, sino un conglomerado de hombres fanatizados por el mal, en estado completamente anárquico, para acabar con todo lo que fuera orden, religión y propiedad en España. Todo esto, más que presentirse, se tocaba con las manos porque el horizonte no podía estar más rojo y la tormenta debía desencadenarse terrible y crudelísima.

Las familias cristianas se hallaban aterradas y solo hallaban lenitivo a su estado de ánimo en su fe. Dícese que el pueblo hispano está amasado de heroísmo. Puede que sea verdad, y a juzgar por lo ocurrido durante la odiosa República, no cabe duda de que el heroísmo es una de las cualidades más eminentes de nuestra raza. Heroísmo en la guerra y heroísmo en la confesión de Cristo. Tanto se hablaba del martirio cristiano entre los buenos, que llegaron a familiarizarse con él innumerables personas y muchas a desearlo, confiadas en que la gracia de Dios no les faltaría en aquellos momentos supremos. España, en la guerra contra el bolchevismo triturador de su fe, escribió páginas dignas de los mártires de las catacumbas romanas.

Don Pedro Poveda, que vio venir los acontecimientos con tanta claridad como serenidad y fortaleza de ánimo, también habló en varias ocasiones a las Teresianas sobre el valor del martirio y la excelsitud de caridad que supone dar la sangre por Jesucristo. Presumo que el Padre Poveda estaba plenamente persuadido de lo que le esperaba, conocida su condición de sacerdote, y sacerdote que tanta guerra estaba haciendo a la República laicizadora en su parte más sensible: la enseñanza religiosa.

Poco anteriores a su muerte son estos pensamientos suyos acerca del martirio:
“Ahora es tiempo de redoblar la oración, de hacer penitencia, de sufrir mejor, de derrochar caridad, de hablar menos, de vivir muy unidos a Nuestro Señor, de ser muy prudentes, de consolar al prójimo, de alentar a los pusilánimes, de prodigar misericordia, de vivir pendientes de la Providencia, de tener y dar paz, de edificar al prójimo en todo momento. Nunca como ahora debemos estudiar la vida de los primeros cristianos para aprender de ellos a conducirnos en tiempos de persecución. Cómo obedecían a la Iglesia, cómo confesaban a Cristo, cómo se preparaban para el martirio, cómo oraban por sus perseguidores, cómo perdonaban, cómo amaban, cómo bendecían al Señor, cómo alentaban a sus hermanos. Ejecutad todas estas obras con espíritu de reparación para desagraviar a la Majestad Divina tan ultrajada en esta época. Ahora es cuando se conoce el temple de alma que tenemos, cuando se pone de manifiesto nuestro espíritu de fe, cuando se delata nuestra confianza en la Providencia, cuando se distinguen las verdaderas virtudes de las falsas, cuando se revela la firmeza de la doctrina, cuando se aprecia la sólida piedad”.
 

Y embocando, more prophetarum, la trompa bélica, conmina a España a la lucha por Cristo Rey en este breve párrafo suyo:
“Son profanadas las Sagradas Formas, destrozadas las imágenes, incendiados los templos, se arroja a Jesucristo de la escuela, del hogar y de la sociedad. Se envenena a la gente, se corrompe a la juventud, se blasfema del Santo Nombre del Señor, se odia a Jesucristo, se preconiza el vicio, se hace apología de los crímenes, se aborrecen los hombres mutuamente. ¿Y qué efecto produce todo esto en los cristianos? Y nosotros, ¿qué hacemos? De no estar locos, de no ser nuestro cristianismo tan falso como el de los demás, de no estar endurecidas las conciencias, ¿qué explicación se puede dar a nuestra vida, tan llena de miserias, a nuestra actividad apagada, a nuestra sensibilidad tan adormecida?”.

El día fatal llegó. El 13 de julio de 1936, uno de los más valientes adalides de la causa católica, don José Calvo Sotelo, era asesinado por los agentes del Gobierno. Crimen horrendo que llenó de indignación a todo pecho español bien nacido. Pocos días después, un grupo de pundonorosos militares, sin armas apenas con que pelear, pero rebosando sus corazones de fe en Cristo y en los destinos de la patria, se lanzaron a la lucha, que sus enemigos calificaron de locura; pero que los hechos han confirmado, cuán providencial fue el glorioso Movimiento, pues de otro modo humanamente hablando, se habría hundido -solo Dios sabe por cuánto tiempo- la España Católica, para convertirse en una porción de Repúblicas federadas -puro estilo ruso-, para bolchevizarlas mediante la hecatombe más grande que registran los anales del mundo civilizado y del mundo salvaje.

A pesar del gesto heroico de nuestros bizarros militares, media España, como se sabe, quedó bajo la barbarie marxista, con Madrid a la cabeza. El periodo de terror se inauguró enseguida. Sacerdotes, religiosos, militantes en la llamada política de derechas, eran buscados con afán para desahogar en ellos sus rencorosos instintos de venganza y crueldad canibalescas, mediante torturas exquisitas, para luego fusilarlos, quemarlos o descuartizarlos vivos, con refinamientos de barbarie no registrados aún en la historia de los oídos y crueldades humanas. Don Pedro Poveda Castroverde presenciaba todo esto con conciencia tranquila y ánimo sereno, pidiendo a Dios pasase aquel cáliz de suprema amargura que se estaba derramando sobre la España buena. No desertó de su puesto, y eso que ninguna obligación le impedía tomar las precauciones, que la prudencia aconsejaba, para hurtar su presencia los sicarios que, ciertamente, no tardarían en apoderarse de su persona.
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